Vivir en soledad no conlleva necesariamente sufrir de ella, pero con el tiempo las redes sociales se deterioran o pierden y se hace sentir cada vez más la exclusión y el aislamiento social. La situación empeora en el caso de las mujeres, la mayoría de ellas con pensiones bajas. Barcelona afronta el problema de la soledad entre las personas mayores con programas de actuación públicos y del tercer sector.
En 2017 vivían solas en toda España 1.410.000 mujeres de más de sesenta años, frente a 550.900 hombres de esa misma franja de edad, según la “Encuesta continua de hogares” del Instituto Nacional de Estadística (INE) que se publicó en abril. La misma encuesta señalaba que el 41,3 % de las mujeres mayores de ochenta y cinco años vivían solas, frente al 21,9 % de los hombres.
En Barcelona hay cien mil personas mayores de sesenta años que viven solas. Para atenderlas se han puesto en marcha múltiples programas y proyectos de acompañamiento de gente mayor con problemas de soledad. Por su parte, el Ayuntamiento de Barcelona prepara una estrategia de envejecimiento para integrar y reforzar el trabajo realizado hasta ahora por la comunidad.
Benita Rodrigálvarez es una de estas personas. A sus ochenta y cuatro años es la única habitante de su casa. Ha instalado la sala de estar en el pequeño recibidor, donde pasa buena parte del día. En el sofá, cómodo y práctico, los pies le quedan cerca del suelo: apañado para levantarse. Todo lo tiene a mano. A la derecha, sobre una mesilla con un tapete, los mandos a distancia y dos teléfonos, de teclas grandes. También hay medicinas, algún Almax y una cajita muy cuca de bombones. A mano izquierda, en una librería empotrada, se ven volúmenes antiguos: Los 18 años de RTVE, Sellos de España o la Sagrada Biblia. En la librería también hay un calendario y un pequeño almanaque, ambos con las páginas arrancadas al día. Frente a Benita y su sofá preside el televisor: “La tele, una buena amiga”, dice. Ahora hay pausa publicitaria. Buena parte de los anuncios transmiten que para ser feliz hay que consumir, producir, viajar y descubrir sensaciones, estar radiante y, sobre todo, rodeado de gente.
Montserrat Suriñach es licenciada en Antropología y da clases de enfermería gerontológica como profesora asociada en la Universitat de Barcelona; además, ha sido enfermera geriátrica durante una veintena de años. Opina que en nuestra sociedad existe un tabú para todo lo que no sea belleza o juventud: “Lo que enseña la vejez es que la vida también tiene otra cara. La muerte, la vulnerabilidad, la decrepitud o la dependencia son elementos que no queremos ver en nuestra sociedad y, por lo tanto, apartamos la vista de ellos”, valora.
Uno puede estar siempre rodeado de la familia o los amigos, o en una residencia, y sentirse solo. O estar solo, pero no sentir esa soledad. De este modo, cuantificar la soledad no deseada es difícil. Según el padrón municipal, a 1 de enero de 2016 vivían solas en Barcelona 102.528 personas mayores de sesenta años. La “Encuesta de salud pública” de 2016 arroja el siguiente dato: el 10 % de las personas mayores de sesenta y cinco años declaran no tener a nadie con quien hablar de sus problemas personales y familiares tanto como desearían.
Estas situaciones, según alerta la Organización Mundial de la Salud, adelantan los efectos de dolencias mentales como la demencia o la enfermedad de Alzheimer.
Recuperar la calle
A Benita, después de estar casi setenta años casada con alguien que no le dejaba salir de casa para ir con sus amigas, entrar como usuaria del programa “Bajamos a la calle” y conocer a su primer voluntario, Íñigo, le mejoró el ánimo: “Recuerdo el primer día que salimos a la calle, yo iba con el tanque –la silla de ruedas–, y cuando él paró el bus y pidió la rampa… ¡Ay, hijo mío! Yo ya había pensado que nunca más en mi vida subiría a un bus”. Cada martes dos voluntarios del programa vienen a buscarla a casa. La ayudan a bajar y subir (con una silla mecánica) la escalera de la finca, ya que no tiene ascensor. Es un pequeño piso en un pasaje del Born, cercano a Arc de Triomf.
“Bajamos a la calle” nace en 2009 como propuesta de la Coordinadora de Entidades del Poble-sec para el plan comunitario del barrio, debido al problema que detectaron en la zona relacionado con sus mayores, con movilidad reducida y residentes mayoritariamente en fincas antiguas carentes de ascensor. Actualmente, el programa está financiado por el área de salud del Ayuntamiento de Barcelona y gestionado por la Cruz Roja desde que el Ayuntamiento y la entidad firmasen un convenio en 2013. Ahora mismo, “Bajamos a la calle” llega a veinticuatro barrios de la ciudad.Los voluntarios acompañan a Benita al Casal d’Avis (el centro de personas mayores, o “el cole”, como lo llama ella). A Benita le encanta jugar al cinquillo, le ha enseñado las reglas a las compañeras del centro, pero confiesa que las estrategias para ganar (“las picardías”) se las guarda para ella misma. También van al banco (ha de presentarse cada cinco meses para dar fe de que está viva y poder seguir cobrando la pensión) o a la peluquería, que dice que ya se le notan mucho las canas. Begoña de Eyto, la coordinadora del programa “Bajamos a la calle”, nos acompaña, y le dice a Benita que no se preocupe, que ahora las canas están de moda. Benita se parte de risa. Dice que nació riendo. De Eyto, más tarde, ya en la calle, nos explica que, como Benita es testaruda, hay veces que baja sola a la calle sin contar con la ayuda de la entidad. Ante la pregunta de cómo lo hace para subir los sesenta escalones de su finca ella sola, De Eyto responde que los sube a cuatro patas, ayudándose de las manos.
Las historias de vida marcan el sentimiento de soledad en el último ciclo: la vejez. Benita dejó su trabajo en una zapatería de la calle del Call cuando tenía catorce años para cuidar a su madre, que cayó enferma. Cuando murió, pocos años después, se casó. Cuidó de su marido durante toda la vida, hasta que, durante los últimos años, ella lo levantaba a él de la cama, de la bañera, del sofá. Así se acabó de fastidiar la espalda.
No se va a dormir hasta que oscurece: “Por la noche, cuando voy cerrando las ventanas y apagando las luces, pienso que todo es tan triste… y que estoy muy sola. Pero entonces pienso que al menos la Benita [o sea, ella misma], que siempre ha cuidado de todo el mundo, ahora te cuida a ti. Es una estupidez de pensamiento, pero me sirve”, y se da un par de besos a sí misma.
Explica De Eyto que en “Bajamos a la calle”, cuando detectan que una usuaria se siente sola, dedican esfuerzos para crear vínculo “y que la voluntaria y la usuaria establezcan una relación emocional”. Tienen ochenta y cuatro personas apuntadas al programa. Como comenta De Eyto, “puede parecer poco, pero el impacto en las usuarias es muy grande”.
Las flores antes que el pan
Berta Méndez acaba de cumplir noventa años. Vive sola en un piso de la Travessera de les Corts que, por suerte para ella, sí dispone de ascensor. Tiene la cadera operada y hace poco se cayó en casa y se rompió el coxis: “Si no fuera por Reyes, no saldría a la calle”. Reyes Carles tiene setenta y dos años y vive sola desde hace cuatro, cuando falleció su marido. Es voluntaria en la fundación privada Amics de la Gent Gran: “Pagaría por hacerlo, pero mira, es gratis”. Cada martes, desde hace dos años y medio, Reyes va a buscar a Berta a casa: “Lo que hay que hacer para acompañar es empatizar. No tratar a las personas como si fuesen niños, sino respetar y establecer lazos de amistad”, explica Reyes.
Josep de Miguel es profesor del master de Gerontología Social de la Universidad de Barcelona (UB) y director de Inforesidencias.com, un portal que asesora a los familiares que buscan una residencia para sus mayores: “Por regla general, no sabemos cuidar a la gente mayor, quizá porque nunca ha habido un 18 % de la población con edades por encima de los sesenta y cinco años –opina De Miguel–. De este modo caemos en la infantilización, ya que los patrones de comportamiento que tenemos relacionados con los cuidados son solo esos, los de cuidar niños”.
Berta se agarra del brazo de Reyes para caminar por la amplia acera de la Travessera de les Corts: “Tengo miedo a caerme”, declara Berta. Y continúa, cuando se le pregunta qué le aporta su relación con Reyes: “Me ha dado la vida. Andamos un rato y nos explicamos cosas. Se sabe la historia de mis dos hijos, mis cuatro nietos y mis cuatro bisnietos”.
Además de charlar y de buscar en las tiendas del barrio el mejor alcanfor para conservar adecuadamente sus mantas desde tiempo inmemorial, dice Berta que lo que más le gusta es sentarse junto a la ventana, sobre dos cojines que la ayudan a incorporarse después, con la tele, y mirar quién entra y quién sale del Lidl que acaban de abrir enfrente: “Veo salir a alguien y me gusta pensar qué ha comprado, por qué, y para quién”.
Amics de la Gent Gran ofrece acompañamiento a casi mil personas más, entre domicilios y residencias, en toda Barcelona: “Las flores antes que el pan, sería el lema”, dice Albert Quiles, director gerente de la entidad, “poner el énfasis en esta parte emocional, relacional, incluso espiritual, para impedir la muerte social de la persona”.
Línea política
Albert Quiles avisa que faltan datos. Precisamente para dar herramientas, desde Amics de la Gent Gran crearon hace un año el Observatorio de la Soledad con motivo del treinta aniversario de la entidad: “Reuniones, conferencias y grupos de trabajo para entender cuál es la relación de la soledad con los momentos vitales de la persona, con la pobreza, el género y los movimientos migratorios; y para entender mejor cuál será la evolución del problema en el futuro”, explica Quiles.
El 21 % de los habitantes de Barcelona tiene más de sesenta y cinco años. Para 2030, cuando los hijos del baby boom sean los viejos del baby boom, en Barcelona una de cada cuatro personas tendrá más de sesenta y cinco años, según las previsiones del Ayuntamiento.
Ante la falta de datos para el análisis del problema y la multiplicidad de servicios y programas, el área de derechos sociales del Ayuntamiento ha estado preparando a la largo de todo un año una estrategia de envejecimiento: “Tenemos en mente una ciudad en 2030 compleja intergeneracionalmente, con justicia de género y que cuide los ciclos de vida –resume Natàlia Rosetti, responsable del proyecto–, de manera que se tienen que integrar todos los servicios y políticas que existen en la actualidad”. La estrategia, que busca listar lo que ya se hace y definir qué se precisa potenciar a corto y largo plazo, recoge propuestas como la reorganización del servicio de teleasistencia para que la relación sea más personalizada, la rehabilitación de hogares (ante la imposibilidad de instalar ascensores en todas las fincas) o la integración de servicios comunitarios y sanitarios.
El sentimiento de soledad es transversal, pero los factores de riesgo del aislamiento social tienen más que ver con la clase, el género y el origen. Rosetti describe el perfil que han podido elaborar con los pocos datos de que se dispone: “Mujeres que viven solas, sin familia o con la familia lejos. También mujeres y hombres migrados. Más alquiler que propiedad, menos renta y recursos formativos limitados, lo que les priva de herramientas para buscar información, y, en consecuencia, incrementa su aislamiento”, enumera.
Una de las muchas iniciativas que tendrá que ayudar a interconectar la próxima estrategia de envejecimiento es el proyecto Radares. Nacido en el barrio del Camp d’en Grassot hace diez años con la idea de relacionar más los servicios sociales del Ayuntamiento con la ciudadanía, en la actualidad ha llegado a tener 1.063 personas usuarias, de las cuales un 78 % son mujeres; 653 de esas mil viven solas. Rosa Rubio es la responsable del proyecto, que este año, el décimo de su historia, llegará a estar presente en cincuenta y tres barrios: “Radares se basa en la implicación de la ciudadanía y la complicidad del entorno de la persona mayor”, explica. Son los radares (agentes como entidades, recursos y servicios públicos; además de vecinos, farmacias y comerciantes) los que supervisan si las personas que viven solas están bien, o si han tenido algún cambio en sus rutinas: “El barrio es la unidad más pequeña de acción para las personas mayores, así que nuestro objetivo es crear vínculo social a través de la atención personalizada”.
Actualmente, 1.244 comercios, 527 farmacias y 1.571 vecinos son radares del proyecto: “Cuando se comunican, una serie de profesionales valoran la situación médica y otros mantienen el contacto con la usuaria”, explica Rubio. Y puntualiza: “Siempre el mismo voluntario, para crear y mantener el vínculo”.
Chateando y enviando ‘memes’
El benjamín de los proyectos al respecto se llama Vínculos. Acabada su prueba piloto en marzo de 2018, actualmente atiende a más de 560 personas. La iniciativa se llevó el primer premio en el Mayors Challenge 2014, un concurso financiado por la fundación Bloomberg que busca “estimular a las ciudades para que tengan ideas innovadoras”.
El proyecto Vínculos propone el uso de una tableta con conexión a internet como herramienta para combatir el aislamiento social. Para finales de este año se habrán realizado más de ciento cincuenta talleres para familiarizar a las usuarias con la tableta y la app de Vínculos. La idea es que se relacionen entre ellas por un sistema de mensajería y con el tejido social de la ciudad a través de la agenda social y cultural que proporciona la app. Los dinamizadores proponen actividades a las usuarias y también buscan actividades a las que puedan acompañarlas. A veces tienen bastante con quedar para tomar un café.
En una de las terrazas del paseo de Sant Joan se reúnen una mañana de mayo seis usuarias de Vínculos. Muchas no se conocían antes de conocer el proyecto. Toman variantes de café descafeinado y charlan, se explican su vida y sus temores, como los de una de ellas, que vive en la calle de València con Castillejos, y los de otra, en Provença con Lepant. Dicen que en sus fincas ya no conocen a ningún vecino, que son todo apartamentos turísticos, y recuerdan que ellas nacieron en la misma casa en que aún viven.
Un par de ellas han traído la tableta y hacen fotos de la quedada, que comparten al momento. Comentan con sorna y cariño las fotos del desayuno que sube religiosamente cada mañana una compañera, y con mucho cachondeo un meme bastante escabroso en que se ve a una persona tirando un ramo de flores a la multitud en un funeral con el siguiente texto: “¿Quién quiere ser el siguiente?” Ríen sonoramente con este. Al fin y al cabo, se reúnen para hacer lo que todo el mundo: compartir penas, alegrías, cotillear, sociabilizarse. No necesitan mucho, más allá de no estar solas.
El servicio de teleasistencia del Ayuntamiento barcelonés atendió el año pasado a más de noventa mil personas, mujeres en el 72 % de los casos. Los técnicos del servicio instalan en las casas de las personas mayores que viven solas un aparato que conecta directamente con la central mediante el teléfono y también pulsando el botón rojo de un colgante que han de llevar encima permanentemente o tener siempre a mano. Gracias al colgante, “la medalla”, Berta pudo avisarlos y le enviaron una ambulancia cuando se cayó y se rompió el coxis. Con todo, la mayor parte de las llamadas que se reciben en la central de teleasistencia no son emergencias, sino que empiezan con un “no, no he tenido ningún accidente… He apretado el colgante sin querer…”
Encuentro de usuarias de Vínculos en una terraza del paseo de Sant Joan. El programa Vínculos, que atiende a más de 560 personas, propone el uso de una tableta con conexión a internet como herramienta para combatir el aislamiento social.
Reyes Carles, voluntaria de la asociación Amics de la Gent Gran, con Berta Méndez, a quien va a buscar a su casa, en Les Corts, cada martes desde hace dos años y medio. Reyes también vive sola.
Benita Rodrigálvarez, usuaria del programa Bajemos a la calle, en su piso de la zona de Arc de Triomf, que habita en total soledad a sus ochenta y cuatro años. Poder salir a la calle y conocer a los voluntarios del programa le cambiaron totalmente la vida.
Texto: Walter Oppenheimer Periodista residente en Londres, donde fue corresponsal de El País entre 2001 y 2014
Solos en la multitud
El problema de la soledad se ha agudizado de tal forma en el Reino Unido que el Gobierno del país decidió a principios de año centrar en un solo departamento la lucha contra esa plaga del siglo xxi y creó una especie de ministerio para la soledad.
Monseñor Michael Bernard McPartland pasó más de quince años en las remotas islas Malvinas, donde fue prefecto apostólico en tiempos del papa Juan Pablo II, además de superior de la misión sui juris de las igualmente remotas islas Santa Elena, Ascensión y Tristán Acuña. Curiosamente, al sacerdote inglés no le molestaba tanto la aparente soledad asociada a vivir en un lugar tan solitario y lejano, cuanto la ausencia de esa soledad.
“Hay dos cosas que los ingleses aprecian por encima de todo: el anonimato y la vida privada. Aquí tienes negadas las dos. Vives en una pecera. Todos saben todo sobre todos. Pero, una vez te acostumbras, está muy bien”, le comentó a este periodista en 2012 con ocasión de un reportaje para un diario español en el 30 aniversario de la guerra de las Malvinas, un archipiélago más extenso que la Comunidad de Murcia pero con apenas 3.500 habitantes.
“En los diez años que llevo aquí nunca he ido al pub a tomar una copa. Y nadie disfruta de una copa más que yo. En Inglaterra me encanta ir a un pub, con ropa de seglar, pero allí seré anónimo, nadie sabe quién soy, y, más importante aún, a nadie le importa quién soy. Aquí, o bien todo el mundo se callaría o cambiarían de conversación mientras están sobrios, pero después de unas copas me empezarían a hacer preguntas que no podría contestar”, añadió el sacerdote, que regresó en 2016 a Inglaterra y falleció un año después, a los setenta y siete años. McPartland renegaba de la falta de intimidad en una comunidad tan pequeña y cerrada y apreciaba el anonimato que le otorgaba la gran urbe. Agobiado por la ausencia de ese anonimato en las Malvinas, él convertía en virtud lo que para otros es tormento: la soledad.
La soledad es un problema creciente en un mundo en el que hay cada vez más gente que trabaja en casa, que encarga la comida y las compras a domicilio, que se relaciona cada vez más a menudo a través de las redes sociales y cada vez menos cara a cara. Un mundo en el que hay cada vez más gente, especialmente gente mayor, viviendo sola.
Tras más de quince años residiendo en Londres, a este periodista aún le sorprende el silencio que impera en el metro y lo difícil que es entablar relación con los vecinos del barrio (salvo paseando a un perro o tomando una pinta de cerveza en el pub, el único lugar en el que los ingleses olvidan sus rígidas convenciones sociales). Una encuesta realizada en septiembre de 2016 entre veinte mil lectores de la revista Time Out en una veintena de ciudades de todo el mundo situó a Londres como la capital mundial del sentimiento de soledad de sus habitantes.
Sin barreras de edad, clase social o género
En el Reino Unido, el problema se ha agudizado de tal forma que el Gobierno decidió a principios de este año centrar en un solo departamento la lucha contra esa plaga del siglo xxi y creó una especie de ministerio para la soledad (que en España equivale a una secretaría de estado), siguiendo así los consejos de una comisión creada en 2016.
La comisión siguió la estela del trabajo previo realizado por Jo Cox, una diputada laborista que había conocido en carne propia el problema de la soledad en su juventud y que, ya en el Parlamento, comprendió a través de su circunscripción de Batley & Spewn, en Yorkshire (norte de Inglaterra), que en realidad es un problema que apenas tiene barreras de edad, clase social o género, aunque afecta más a la gente que vive sola y con pocos recursos. Jo Cox, que defendía la llegada de inmigrantes y de refugiados y que se oponía a que el Reino Unido abandonase la Unión Europea, fue asesinada por un neonazi inglés que la apuñaló y tiroteó en medio de la calle en Birstall (norte de Inglaterra) pocos días antes del referéndum sobre el Brexit.
El informe inspirado por ella y que llevó al Gobierno británico a crear el ministerio para la soledad, destaca que en el país hay más de nueve millones de adultos que están en permanente soledad y que el 43 % de los jóvenes de entre diecisiete y veinticinco años sufren también por ella. Para 3,6 millones de británicos mayores de sesenta y cinco años, la televisión es la única compañía en su vida diaria.
Se estima que la mitad de los ingleses de más de setenta y cinco años viven solos. Son más de dos millones de personas, y muchos de ellos dicen que pueden pasar días e incluso semanas sin tener ningún tipo de interacción social: más de doscientos mil ancianos pasan un mes entero sin hablar con un amigo o un pariente.
Formas sencillas y económicas de ayudar
Y, sin embargo, hay formas sencillas y muy económicas de ayudar en esos casos. Por ejemplo, pararse a hablar con ellos en la calle, sin mostrar prisas, comprendiendo que esa señora mayor que nos parece tan pesada cuando se pone a hablar a lo mejor lleva días sin que nadie le diga ni media palabra. Podemos ayudar en pequeños detalles como llevarles la compra, recoger una receta médica, pasear al perro. Ofrecerse para acompañarles al médico, a la biblioteca, a la peluquería. Trabajar de voluntario para pasar un rato al día o a la semana con personas que viven solas. Ayudarles en las tareas domésticas, desde cambiar una bombilla a llevarse unos trastos viejos o colgar un cuadro. O, simplemente, comer con ellos.
También los jóvenes pueden necesitar un poco de esa compañía inesperada: hablar con alguien que no les juzgue previamente por su aspecto, que les ayude a encontrar una puerta de salida a sus problemas, que les anime a expresarse, aunque sea a través de las redes sociales.
El problema es especialmente agudo entre las personas con problemas de demencia, los inmigrantes y los demandantes de asilo (en Londres, un 58 % de ellos creen que la soledad y el aislamiento es el mayor reto que afrontan).
Consecuencias económicas y de salud
La soledad tiene severas consecuencias económicas y de salud pública. Se estima, por ejemplo, que la falta de relaciones sociales sólidas es tan dañina para la salud como fumar quince cigarrillos al día. Tres de cada cuatro médicos de cabecera británicos creen que el 20 % de los enfermos que visitan cada día acuden a ellos porque se sienten solos. La soledad les cuesta a las empresas del país unos 2.500 millones de libras al año, y la desconexión entre comunidades, 32.000 millones de libras al año a la economía británica.
¿En qué puede ayudar un departamento ministerial para solucionar el problema? La intención en el Reino Unido no es tanto echar a las espaldas del Gobierno la lucha contra esa epidemia como utilizarlo como catalizador de los esfuerzos que ya se están haciendo desde organismos públicos (como el NHS, el servicio público de salud) y privados (organizaciones sociales como Cruz Roja, Age UK, Action for Children, Campaign to End Loneliness, etcétera).
Uno de los objetivos es crear un indicador nacional de soledad, buscar herramientas para medir el fenómeno, realizar un informe anual que permita examinar la evolución de los datos disponibles, invertir en programas que pongan de relieve cuáles son las medidas que funcionan o para lanzar campañas de mensajes fáciles de entender para ayudar a los individuos a conectar unos con otros. Conseguir, en fin, que la soledad no sea un problema ni para la gente que vive aislada en lugares remotos ni para la gente que se siente sola entre la multitud.