Acerca de Gerardo Santos

Periodista

Reforzar los vínculos, una política de ciudad

Vivir en soledad no conlleva necesariamente sufrir de ella, pero con el tiempo las redes sociales se deterioran o pierden y se hace sentir cada vez más la exclusión y el aislamiento social. La situación empeora en el caso de las mujeres, la mayoría de ellas con pensiones bajas. Barcelona afronta el problema de la soledad entre las personas mayores con programas de actuación públicos y del tercer sector.

Foto: Dani Codina

Encuentro de usuarias de Vincles en una terraza del paseo de Sant Joan. El programa Vincles, que atiende a más de 560 personas, propone el uso de una tableta con conexión a internet como herramienta para combatir el aislamiento social.
Foto: Dani Codina

En 2017 vivían solas en toda España 1.410.000 mujeres de más de sesenta años, frente a 550.900 hombres de esa misma franja de edad, según la “Encuesta continua de hogares” del Instituto Nacional de Estadística (INE) que se publicó en abril. La misma encuesta señalaba que el 41,3 % de las mujeres mayores de ochenta y cinco años vivían solas, frente al 21,9 % de los hombres.

En Barcelona hay cien mil personas mayores de sesenta años que viven solas. Para atenderlas se han puesto en marcha múltiples programas y proyectos de acompañamiento de gente mayor con problemas de soledad. Por su parte, el Ayuntamiento de Barcelona prepara una estrategia de envejecimiento para integrar y reforzar el trabajo realizado hasta ahora por la comunidad.

Benita Rodrigálvarez es una de estas personas. A sus ochenta y cuatro años es la única habitante de su casa. Ha instalado la sala de estar en el pequeño recibidor, donde pasa buena parte del día. En el sofá, cómodo y práctico, los pies le quedan cerca del suelo: apañado para levantarse. Todo lo tiene a mano. A la derecha, sobre una mesilla con un tapete, los mandos a distancia y dos teléfonos, de teclas grandes. También hay medicinas, algún Almax y una cajita muy cuca de bombones. A mano izquierda, en una librería empotrada, se ven volúmenes antiguos: Los 18 años de RTVE, Sellos de España o la Sagrada Biblia. En la librería también hay un calendario y un pequeño almanaque, ambos con las páginas arrancadas al día. Frente a Benita y su sofá preside el televisor: “La tele, una buena amiga”, dice. Ahora hay pausa publicitaria. Buena parte de los anuncios transmiten que para ser feliz hay que consumir, producir, viajar y descubrir sensaciones, estar radiante y, sobre todo, rodeado de gente.

Montserrat Suriñach es licenciada en Antropología y da clases de enfermería gerontológica como profesora asociada en la Universitat de Barcelona; además, ha sido enfermera geriátrica durante una veintena de años. Opina que en nuestra sociedad existe un tabú para todo lo que no sea belleza o juventud: “Lo que enseña la vejez es que la vida también tiene otra cara. La muerte, la vulnerabilidad, la decrepitud o la dependencia son elementos que no queremos ver en nuestra sociedad y, por lo tanto, apartamos la vista de ellos”, valora.

Uno puede estar siempre rodeado de la familia o los amigos, o en una residencia, y sentirse solo. O estar solo, pero no sentir esa soledad. De este modo, cuantificar la soledad no deseada es difícil. Según el padrón municipal, a 1 de enero de 2016 vivían solas en Barcelona 102.528 personas mayores de sesenta años. La “Encuesta de salud pública” de 2016 arroja el siguiente dato: el 10 % de las personas mayores de sesenta y cinco años declaran no tener a nadie con quien hablar de sus problemas personales y familiares tanto como desearían.

Estas situaciones, según alerta la Organización Mundial de la Salud, adelantan los efectos de dolencias mentales como la demencia o la enfermedad de Alzheimer.

Recuperar la calle

A Benita, después de estar casi setenta años casada con alguien que no le dejaba salir de casa para ir con sus amigas, entrar como usuaria del programa “Bajamos a la calle” y conocer a su primer voluntario, Íñigo, le mejoró el ánimo: “Recuerdo el primer día que salimos a la calle, yo iba con el tanque –la silla de ruedas–, y cuando él paró el bus y pidió la rampa… ¡Ay, hijo mío! Yo ya había pensado que nunca más en mi vida subiría a un bus”. Cada martes dos voluntarios del programa vienen a buscarla a casa. La ayudan a bajar y subir (con una silla mecánica) la escalera de la finca, ya que no tiene ascensor. Es un pequeño piso en un pasaje del Born, cercano a Arc de Triomf.

Foto: Dani Codina

Benita Rodrigálvarez, usuaria del programa “Baixem al carrer” [Bajemos a la calle], en su piso de la zona de Arc de Triomf, que habita en total soledad a sus ochenta y cuatro años. Poder salir a la calle y conocer a los voluntarios del programa le cambiaron totalmente la vida.
Foto: Dani Codina

“Bajamos a la calle” nace en 2009 como propuesta de la Coordinadora de Entidades del Poble-sec para el plan comunitario del barrio, debido al problema que detectaron en la zona relacionado con sus mayores, con movilidad reducida y residentes mayoritariamente en fincas antiguas carentes de ascensor. Actualmente, el programa está financiado por el área de salud del Ayuntamiento de Barcelona y gestionado por la Cruz Roja desde que el Ayuntamiento y la entidad firmasen un convenio en 2013. Ahora mismo, “Bajamos a la calle” llega a veinticuatro barrios de la ciudad.

Los voluntarios acompañan a Benita al Casal d’Avis (el centro de personas mayores, o “el cole”, como lo llama ella). A Benita le encanta jugar al cinquillo, le ha enseñado las reglas a las compañeras del centro, pero confiesa que las estrategias para ganar (“las picardías”) se las guarda para ella misma. También van al banco (ha de presentarse cada cinco meses para dar fe de que está viva y poder seguir cobrando la pensión) o a la peluquería, que dice que ya se le notan mucho las canas. Begoña de Eyto, la coordinadora del programa “Bajamos a la calle”, nos acompaña, y le dice a Benita que no se preocupe, que ahora las canas están de moda. Benita se parte de risa. Dice que nació riendo. De Eyto, más tarde, ya en la calle, nos explica que, como Benita es testaruda, hay veces que baja sola a la calle sin contar con la ayuda de la entidad. Ante la pregunta de cómo lo hace para subir los sesenta escalones de su finca ella sola, De Eyto responde que los sube a cuatro patas, ayudándose de las manos.

Las historias de vida marcan el sentimiento de soledad en el último ciclo: la vejez. Benita dejó su trabajo en una zapatería de la calle del Call cuando tenía catorce años para cuidar a su madre, que cayó enferma. Cuando murió, pocos años después, se casó. Cuidó de su marido durante toda la vida, hasta que, durante los últimos años, ella lo levantaba a él de la cama, de la bañera, del sofá. Así se acabó de fastidiar la espalda.

No se va a dormir hasta que oscurece: “Por la noche, cuando voy cerrando las ventanas y apagando las luces, pienso que todo es tan triste… y que estoy muy sola. Pero entonces pienso que al menos la Benita [o sea, ella misma], que siempre ha cuidado de todo el mundo, ahora te cuida a ti. Es una estupidez de pensamiento, pero me sirve”, y se da un par de besos a sí misma.

Explica De Eyto que en “Bajamos a la calle”, cuando detectan que una usuaria se siente sola, dedican esfuerzos para crear vínculo “y que la voluntaria y la usuaria establezcan una relación emocional”. Tienen ochenta y cuatro personas apuntadas al programa. Como comenta De Eyto, “puede parecer poco, pero el impacto en las usuarias es muy grande”.

Las flores antes que el pan

Berta Méndez acaba de cumplir noventa años. Vive sola en un piso de la Travessera de les Corts que, por suerte para ella, sí dispone de ascensor. Tiene la cadera operada y hace poco se cayó en casa y se rompió el coxis: “Si no fuera por Reyes, no saldría a la calle”. Reyes Carles tiene setenta y dos años y vive sola desde hace cuatro, cuando falleció su marido. Es voluntaria en la fundación privada Amics de la Gent Gran: “Pagaría por hacerlo, pero mira, es gratis”. Cada martes, desde hace dos años y medio, Reyes va a buscar a Berta a casa: “Lo que hay que hacer para acompañar es empatizar. No tratar a las personas como si fuesen niños, sino respetar y establecer lazos de amistad”, explica Reyes.

Foto: Dani Codina

Reyes Carles, voluntaria de la asociación Amics de la Gent Gran, con Berta Méndez, a quien va a buscar a su casa, en Les Corts, cada martes desde hace dos años y medio. Reyes también vive sola.
Foto: Dani Codina

Josep de Miguel es profesor del master de Gerontología Social de la Universidad de Barcelona (UB) y director de Inforesidencias.com, un portal que asesora a los familiares que buscan una residencia para sus mayores: “Por regla general, no sabemos cuidar a la gente mayor, quizá porque nunca ha habido un 18 % de la población con edades por encima de los sesenta y cinco años –opina De Miguel–. De este modo caemos en la infantilización, ya que los patrones de comportamiento que tenemos relacionados con los cuidados son solo esos, los de cuidar niños”.

Berta se agarra del brazo de Reyes para caminar por la amplia acera de la Travessera de les Corts: “Tengo miedo a caerme”, declara Berta. Y continúa, cuando se le pregunta qué le aporta su relación con Reyes: “Me ha dado la vida. Andamos un rato y nos explicamos cosas. Se sabe la historia de mis dos hijos, mis cuatro nietos y mis cuatro bisnietos”.

Además de charlar y de buscar en las tiendas del barrio el mejor alcanfor para conservar adecuadamente sus mantas desde tiempo inmemorial, dice Berta que lo que más le gusta es sentarse junto a la ventana, sobre dos cojines que la ayudan a incorporarse después, con la tele, y mirar quién entra y quién sale del Lidl que acaban de abrir enfrente: “Veo salir a alguien y me gusta pensar qué ha comprado, por qué, y para quién”.

Amics de la Gent Gran ofrece acompañamiento a casi mil personas más, entre domicilios y residencias, en toda Barcelona: “Las flores antes que el pan, sería el lema”, dice Albert Quiles, director gerente de la entidad, “poner el énfasis en esta parte emocional, relacional, incluso espiritual, para impedir la muerte social de la persona”.

Línea política

Albert Quiles avisa que faltan datos. Precisamente para dar herramientas, desde Amics de la Gent Gran crearon hace un año el Observatorio de la Soledad con motivo del treinta aniversario de la entidad: “Reuniones, conferencias y grupos de trabajo para entender cuál es la relación de la soledad con los momentos vitales de la persona, con la pobreza, el género y los movimientos migratorios; y para entender mejor cuál será la evolución del problema en el futuro”, explica Quiles.

El 21 % de los habitantes de Barcelona tiene más de sesenta y cinco años. Para 2030, cuando los hijos del baby boom sean los viejos del baby boom, en Barcelona una de cada cuatro personas tendrá más de sesenta y cinco años, según las previsiones del Ayuntamiento.

Ante la falta de datos para el análisis del problema y la multiplicidad de servicios y programas, el área de derechos sociales del Ayuntamiento ha estado preparando a la largo de todo un año una estrategia de envejecimiento: “Tenemos en mente una ciudad en 2030 compleja intergeneracionalmente, con justicia de género y que cuide los ciclos de vida –resume Natàlia Rosetti, responsable del proyecto–, de manera que se tienen que integrar todos los servicios y políticas que existen en la actualidad”. La estrategia, que busca listar lo que ya se hace y definir qué se precisa potenciar a corto y largo plazo, recoge propuestas como la reorganización del servicio de teleasistencia para que la relación sea más personalizada, la rehabilitación de hogares (ante la imposibilidad de instalar ascensores en todas las fincas) o la integración de servicios comunitarios y sanitarios.

El sentimiento de soledad es transversal, pero los factores de riesgo del aislamiento social tienen más que ver con la clase, el género y el origen. Rosetti describe el perfil que han podido elaborar con los pocos datos de que se dispone: “Mujeres que viven solas, sin familia o con la familia lejos. También mujeres y hombres migrados. Más alquiler que propiedad, menos renta y recursos formativos limitados, lo que les priva de herramientas para buscar información, y, en consecuencia, incrementa su aislamiento”, enumera.

Una de las muchas iniciativas que tendrá que ayudar a interconectar la próxima estrategia de envejecimiento es el proyecto Radares. Nacido en el barrio del Camp d’en Grassot hace diez años con la idea de relacionar más los servicios sociales del Ayuntamiento con la ciudadanía, en la actualidad ha llegado a tener 1.063 personas usuarias, de las cuales un 78 % son mujeres; 653 de esas mil viven solas. Rosa Rubio es la responsable del proyecto, que este año, el décimo de su historia, llegará a estar presente en cincuenta y tres barrios: “Radares se basa en la implicación de la ciudadanía y la complicidad del entorno de la persona mayor”, explica. Son los radares (agentes como entidades, recursos y servicios públicos; además de vecinos, farmacias y comerciantes) los que supervisan si las personas que viven solas están bien, o si han tenido algún cambio en sus rutinas: “El barrio es la unidad más pequeña de acción para las personas mayores, así que nuestro objetivo es crear vínculo social a través de la atención personalizada”.

Actualmente, 1.244 comercios, 527 farmacias y 1.571 vecinos son radares del proyecto: “Cuando se comunican, una serie de profesionales valoran la situación médica y otros mantienen el contacto con la usuaria”, explica Rubio. Y puntualiza: “Siempre el mismo voluntario, para crear y mantener el vínculo”.

Chateando y enviando ‘memes’

El benjamín de los proyectos al respecto se llama Vínculos. Acabada su prueba piloto en marzo de 2018, actualmente atiende a más de 560 personas. La iniciativa se llevó el primer premio en el Mayors Challenge 2014, un concurso financiado por la fundación Bloomberg que busca “estimular a las ciudades para que tengan ideas innovadoras”.

El proyecto Vínculos propone el uso de una tableta con conexión a internet como herramienta para combatir el aislamiento social. Para finales de este año se habrán realizado más de ciento cincuenta talleres para familiarizar a las usuarias con la tableta y la app de Vínculos. La idea es que se relacionen entre ellas por un sistema de mensajería y con el tejido social de la ciudad a través de la agenda social y cultural que proporciona la app. Los dinamizadores proponen actividades a las usuarias y también buscan actividades a las que puedan acompañarlas. A veces tienen bastante con quedar para tomar un café.

En una de las terrazas del paseo de Sant Joan se reúnen una mañana de mayo seis usuarias de Vínculos. Muchas no se conocían antes de conocer el proyecto. Toman variantes de café descafeinado y charlan, se explican su vida y sus temores, como los de una de ellas, que vive en la calle de València con Castillejos, y los de otra, en Provença con Lepant. Dicen que en sus fincas ya no conocen a ningún vecino, que son todo apartamentos turísticos, y recuerdan que ellas nacieron en la misma casa en que aún viven.

Un par de ellas han traído la tableta y hacen fotos de la quedada, que comparten al momento. Comentan con sorna y cariño las fotos del desayuno que sube religiosamente cada mañana una compañera, y con mucho cachondeo un meme bastante escabroso en que se ve a una persona tirando un ramo de flores a la multitud en un funeral con el siguiente texto: “¿Quién quiere ser el siguiente?” Ríen sonoramente con este. Al fin y al cabo, se reúnen para hacer lo que todo el mundo: compartir penas, alegrías, cotillear, sociabilizarse. No necesitan mucho, más allá de no estar solas.

El servicio de teleasistencia del Ayuntamiento barcelonés atendió el año pasado a más de noventa mil personas, mujeres en el 72 % de los casos. Los técnicos del servicio instalan en las casas de las personas mayores que viven solas un aparato que conecta directamente con la central mediante el teléfono y también pulsando el botón rojo de un colgante que han de llevar encima permanentemente o tener siempre a mano. Gracias al colgante, “la medalla”, Berta pudo avisarlos y le enviaron una ambulancia cuando se cayó y se rompió el coxis. Con todo, la mayor parte de las llamadas que se reciben en la central de teleasistencia no son emergencias, sino que empiezan con un “no, no he tenido ningún accidente… He apretado el colgante sin querer…”

Encuentro de usuarias de Vínculos en una terraza del paseo de Sant Joan. El programa Vínculos, que atiende a más de 560 personas, propone el uso de una tableta con conexión a internet como herramienta para combatir el aislamiento social.

Reyes Carles, voluntaria de la asociación Amics de la Gent Gran, con Berta Méndez, a quien va a buscar a su casa, en Les Corts, cada martes desde hace dos años y medio. Reyes también vive sola.

Benita Rodrigálvarez, usuaria del programa Bajemos a la calle, en su piso de la zona de Arc de Triomf, que habita en total soledad a sus ochenta y cuatro años. Poder salir a la calle y conocer a los voluntarios del programa le cambiaron totalmente la vida.

Texto: Walter Oppenheimer Periodista residente en Londres, donde fue corresponsal de El País entre 2001 y 2014

Solos en la multitud

El problema de la soledad se ha agudizado de tal forma en el Reino Unido que el Gobierno del país decidió a principios de año centrar en un solo departamento la lucha contra esa plaga del siglo xxi y creó una especie de ministerio para la soledad.

Monseñor Michael Bernard McPartland pasó más de quince años en las remotas islas Malvinas, donde fue prefecto apostólico en tiempos del papa Juan Pablo II, además de superior de la misión sui juris de las igualmente remotas islas Santa Elena, Ascensión y Tristán Acuña. Curiosamente, al sacerdote inglés no le molestaba tanto la aparente soledad asociada a vivir en un lugar tan solitario y lejano, cuanto la ausencia de esa soledad.

“Hay dos cosas que los ingleses aprecian por encima de todo: el anonimato y la vida privada. Aquí tienes negadas las dos. Vives en una pecera. Todos saben todo sobre todos. Pero, una vez te acostumbras, está muy bien”, le comentó a este periodista en 2012 con ocasión de un reportaje para un diario español en el 30 aniversario de la guerra de las Malvinas, un archipiélago más extenso que la Comunidad de Murcia pero con apenas 3.500 habitantes.

“En los diez años que llevo aquí nunca he ido al pub a tomar una copa. Y nadie disfruta de una copa más que yo. En Inglaterra me encanta ir a un pub, con ropa de seglar, pero allí seré anónimo, nadie sabe quién soy, y, más importante aún, a nadie le importa quién soy. Aquí, o bien todo el mundo se callaría o cambiarían de conversación mientras están sobrios, pero después de unas copas me empezarían a hacer preguntas que no podría contestar”, añadió el sacerdote, que regresó en 2016 a Inglaterra y falleció un año después, a los setenta y siete años. McPartland renegaba de la falta de intimidad en una comunidad tan pequeña y cerrada y apreciaba el anonimato que le otorgaba la gran urbe. Agobiado por la ausencia de ese anonimato en las Malvinas, él convertía en virtud lo que para otros es tormento: la soledad.

La soledad es un problema creciente en un mundo en el que hay cada vez más gente que trabaja en casa, que encarga la comida y las compras a domicilio, que se relaciona cada vez más a menudo a través de las redes sociales y cada vez menos cara a cara. Un mundo en el que hay cada vez más gente, especialmente gente mayor, viviendo sola.

Tras más de quince años residiendo en Londres, a este periodista aún le sorprende el silencio que impera en el metro y lo difícil que es entablar relación con los vecinos del barrio (salvo paseando a un perro o tomando una pinta de cerveza en el pub, el único lugar en el que los ingleses olvidan sus rígidas convenciones sociales). Una encuesta realizada en septiembre de 2016 entre veinte mil lectores de la revista Time Out en una veintena de ciudades de todo el mundo situó a Londres como la capital mundial del sentimiento de soledad de sus habitantes.

Sin barreras de edad, clase social o género

En el Reino Unido, el problema se ha agudizado de tal forma que el Gobierno decidió a principios de este año centrar en un solo departamento la lucha contra esa plaga del siglo xxi y creó una especie de ministerio para la soledad (que en España equivale a una secretaría de estado), siguiendo así los consejos de una comisión creada en 2016.

La comisión siguió la estela del trabajo previo realizado por Jo Cox, una diputada laborista que había conocido en carne propia el problema de la soledad en su juventud y que, ya en el Parlamento, comprendió a través de su circunscripción de Batley & Spewn, en Yorkshire (norte de Inglaterra), que en realidad es un problema que apenas tiene barreras de edad, clase social o género, aunque afecta más a la gente que vive sola y con pocos recursos. Jo Cox, que defendía la llegada de inmigrantes y de refugiados y que se oponía a que el Reino Unido abandonase la Unión Europea, fue asesinada por un neonazi inglés que la apuñaló y tiroteó en medio de la calle en Birstall (norte de Inglaterra) pocos días antes del referéndum sobre el Brexit.

El informe inspirado por ella y que llevó al Gobierno británico a crear el ministerio para la soledad, destaca que en el país hay más de nueve millones de adultos que están en permanente soledad y que el 43 % de los jóvenes de entre diecisiete y veinticinco años sufren también por ella. Para 3,6 millones de británicos mayores de sesenta y cinco años, la televisión es la única compañía en su vida diaria.

Se estima que la mitad de los ingleses de más de setenta y cinco años viven solos. Son más de dos millones de personas, y muchos de ellos dicen que pueden pasar días e incluso semanas sin tener ningún tipo de interacción social: más de doscientos mil ancianos pasan un mes entero sin hablar con un amigo o un pariente.

Formas sencillas y económicas de ayudar

Y, sin embargo, hay formas sencillas y muy económicas de ayudar en esos casos. Por ejemplo, pararse a hablar con ellos en la calle, sin mostrar prisas, comprendiendo que esa señora mayor que nos parece tan pesada cuando se pone a hablar a lo mejor lleva días sin que nadie le diga ni media palabra. Podemos ayudar en pequeños detalles como llevarles la compra, recoger una receta médica, pasear al perro. Ofrecerse para acompañarles al médico, a la biblioteca, a la peluquería. Trabajar de voluntario para pasar un rato al día o a la semana con personas que viven solas. Ayudarles en las tareas domésticas, desde cambiar una bombilla a llevarse unos trastos viejos o colgar un cuadro. O, simplemente, comer con ellos.

También los jóvenes pueden necesitar un poco de esa compañía inesperada: hablar con alguien que no les juzgue previamente por su aspecto, que les ayude a encontrar una puerta de salida a sus problemas, que les anime a expresarse, aunque sea a través de las redes sociales.

El problema es especialmente agudo entre las personas con problemas de demencia, los inmigrantes y los demandantes de asilo (en Londres, un 58 % de ellos creen que la soledad y el aislamiento es el mayor reto que afrontan).

Consecuencias económicas y de salud

La soledad tiene severas consecuencias económicas y de salud pública. Se estima, por ejemplo, que la falta de relaciones sociales sólidas es tan dañina para la salud como fumar quince cigarrillos al día. Tres de cada cuatro médicos de cabecera británicos creen que el 20 % de los enfermos que visitan cada día acuden a ellos porque se sienten solos. La soledad les cuesta a las empresas del país unos 2.500 millones de libras al año, y la desconexión entre comunidades, 32.000 millones de libras al año a la economía británica.

¿En qué puede ayudar un departamento ministerial para solucionar el problema? La intención en el Reino Unido no es tanto echar a las espaldas del Gobierno la lucha contra esa epidemia como utilizarlo como catalizador de los esfuerzos que ya se están haciendo desde organismos públicos (como el NHS, el servicio público de salud) y privados (organizaciones sociales como Cruz Roja, Age UK, Action for Children, Campaign to End Loneliness, etcétera).

Uno de los objetivos es crear un indicador nacional de soledad, buscar herramientas para medir el fenómeno, realizar un informe anual que permita examinar la evolución de los datos disponibles, invertir en programas que pongan de relieve cuáles son las medidas que funcionan o para lanzar campañas de mensajes fáciles de entender para ayudar a los individuos a conectar unos con otros. Conseguir, en fin, que la soledad no sea un problema ni para la gente que vive aislada en lugares remotos ni para la gente que se siente sola entre la multitud.

Un relato de lucha urbana

Las políticas neoliberales han transformado los tradicionales espacios urbanos de sociabilidad, que han pasado a estar intervenidos por el mercantilismo. La gentrificación, lejos de ser algo neutro, es un proceso definido en términos de conflicto.

Foto: Vicente Zambrano

Dos Barcelonas sobrepuestas: al fondo, Diagonal Mar, construida a partir de los últimos años del siglo XX junto con otras áreas de desarrollo urbanístico y económico como el vecino distrito tecnológico 22@, y delante la ciudad de la primera mitad del mismo siglo.
Foto: Vicente Zambrano

En el capítulo llamado “Fizbo” de la serie estadounidense de televisión Modern family –un retrato de los roles familiares en la sociedad norteamericana, maquillado de progre, pero muy sujeto al orden–, el personaje de Phil Dunphy (padre de familia nuclear, agente inmobiliario) dice mirando a cámara y derribando así la cuarta pared: “Soy valiente. ¿Montañas rusas? Me encantan. ¿Pelis de miedo? He visto Los cazafantasmas unas siete veces. Conduzco regularmente por barrios que acaban de ser gentrificados. Así que no, no le tengo miedo a casi nada”. Más allá del componente de comedia evidente en sus palabras, la referencia a la palabra “gentrificación” resulta ideológicamente significante. Dunphy no tiene miedo a conducir (ya no pasear, sino conducir, sin bajar las ventanillas de su SUV) por una zona aún estigmatizada, que solo acaba de ser gentrificada (“aburguesada”, según la traducción en subtítulos que ofrecía para el capítulo la cadena Neox) y, por lo tanto, se entiende que salvada, revitalizada, regenerada.

Gentrificación es un término derivado de la raíz gentry (la pequeña nobleza británica). La primera en usarlo fue la socióloga Ruth Glass, en 1964. Lo hizo para referirse a la llegada de hogares de clase media, muchos de ellos retornados de los suburbios, a los barrios céntricos y obreros de Londres. La gentrificación es, pues, un proceso mediante el cual un barrio cambia la población que lo habita y usa por otro grupo social que lo habitará y usará, con mayor capacidad adquisitiva, lo que comportará un cambio en el aspecto formal y en los negocios que sustentan al propio barrio. Ahora bien, esta definición suena muy neutra y la gentrificación, lejos de ser algo neutro, es más bien un proceso definido en términos de clase y, por tanto, de conflicto. José Mansilla, antropólogo y miembro del Observatorio Antropológico del Conflicto Urbano (OACU), afirma: “Hay una intencionalidad a veces por acción y a veces por omisión en que los barrios cambien, y que lo hagan para atraer a grupos sociales cada vez con mayor capacidad adquisitiva”.

Para los intereses de Phil Dunphy, la gentrificación produce efectos positivos. Los tiene también para los grandes inversores, que ganan importantes cantidades de dinero e, incluso, para los nuevos vecinos, que obtienen beneficios de distinción identitaria, tal y como argumentan los autores del ensayo First we take Manhattan. La destrucción creativa de las ciudades (ed. Catarata, 2016). Y uso una cita que los propios autores (Daniel Sorando y Álvaro Arduna) mencionan: “La residencia se ha convertido en un identificador crucial, posiblemente el crucial, de quién eres” (Savage et al., 2005: 207). ¿Te gustaría vivir en Gràcia o en el pujante Sant Antoni? Normal, es cool. ¿Eres cool?

Los procesos de gentrificación, sin embargo, sí resultan harto costosos para los vecinos tradicionales. En el mejor de los casos se quedarán en el barrio, pero asumiendo contratos de arrendamiento más caros: de 2013 a 2017, el precio medio del alquiler en Barcelona ha subido un 27 %. En algunos barrios, más de un 60 %. Si no pueden quedarse, se marcharán en silencio en lo que la portavoz del Sindicato de Inquilinos, Irene Sabaté, llama “desahucios invisibles. Muchos se iban a la periferia, pero ahí también se han disparado los precios: “Esta problemática es ya metropolitana, y afecta a municipios como Hospitalet de Llobregat”. La cercanía al estadio del FC Barcelona y la llegada de la L9 del metro han provocado que alguna revista de las que se dedica a señalar qué está de moda haya rebautizado el popular barrio hospitalense de Collblanc como Coolblanc.

En First we take Manhattan. La destrucción creativa de las ciudades se desgrana la gentrificación, ese proceso de destrucción creativa, en cuatro fases, a saber: abandono, estigmatización, regeneración y mercantilización: “Una intervención urbana que acostumbra a ir acompañada de una guerra de baja intensidad contra los pobres”, se lee en el libro. Para seguir estas cuatro fases, pongamos el ejemplo del Barrio Chino/Raval. El abandono comienza cuando un barrio histórico como este sufre un deterioro progresivo por no contar con el mantenimiento ni los servicios suficientes por parte de las administraciones. Parte de la población residente desiste y se marcha a otros barrios de la ciudad que, si bien no son tan baratos, quizás sí ofrecen más comodidades. Al abandono le sucede el estigma, la abominación de la underclass, la denuncia de guetos y la culpabilización de la pobreza. Las viviendas vacías van quedando ocupadas por grupos sociales con muy pocos recursos, que si bien no disponen de rentas, sí protagonizan y capitalizan luchas urbanas en demanda de mejores condiciones de vida.

Es entonces (cuando los precios tocan fondo) cuando hay que comprar barato. Aquellas casas que aún quedan vacías desde la época del abandono comienzan a ser repobladas por grupos sociales con rentas más altas. Empieza la regeneración. Esta inversión urbanística (que a menudo fue pública) no se destina a rehabilitar las fincas más deterioradas para mejorar el nivel de vida de sus habitantes (un ascensor en esa finca de 1900 hubiese ayudado a las personas, a menudo mujeres, ancianas y dependientes, las más afectadas por la gentrificación), sino que el dinero se destina a abrir la rambla del Raval (cambiarle el nombre al barrio va muy bien), o a traer la Filmoteca, o a lavarle la cara al tejido comercial abriendo tiendas de cupcakes. Todo esto acaba provocando que suba el coste de la vida en el barrio y que sus antiguos moradores no puedan afrontar ni la subida del alquiler ni la del precio de la barra de pan (que ya no pueden comprar en la panadería de siempre, sino en la preciosa tienda de cupcakes, o en la franquicia de turno). Ahora el Raval ya es un sitio multiculti y muy in, donde los vecinos antiguos han de hacer out y el inversor que compró barato puede ahora vender carísimo.

Empezar a gentrificar es muy fácil y no es necesario que se manifiesten procesos de especulación inmobiliaria. Una nueva boca de metro o zona verde, o simplemente unos alquileres más baratos que en el barrio limítrofe pueden llamar a nuevos habitantes con más poder adquisitivo. Entonces, ¿cualquier inversión o regeneración es potencialmente el principio de un proceso de gentrificación? Para José Mansilla, sí: “Aunque no tiene por qué acabar siéndolo, siempre que se proteja a la población que ya vive en la zona en la que se invierte capital”. Para ello se requieren contratos de arrendamiento más largos, con medidas de protección para los inquilinos y más parque de vivienda pública.

Sin un control de los alquileres y del suelo público, la lucha de los ayuntamientos parece restringirse a la creación de redes interurbanas que apuesten por revertir la situación y a la reclamación de reformas y nuevas competencias a órganos de gobierno superiores a los locales. Para Mansilla, desde el OACU, la vía de actuación está clara: “El mejor modo de evitar la gentrificación es asegurar que la gente esté en su casa y que no se asuste porque la vayan a echar.”

Según datos publicados por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), en Barcelona se han llevado a cabo en los últimos tres años 12.322 desahucios, el 84 % de los cuales directamente relacionados con el alquiler. Con un parque público de vivienda de entre el 1 y el 2 %, Barcelona tiene grandes dificultades para realojar a estos vecinos. Desde el Sindicato de Inquilinos se lucha para crear la conciencia de un sujeto colectivo arrendatario que, más allá de la procedencia, la residencia o la problemática, aúne todas las luchas y vindicaciones de los inquilinos y las inquilinas de la ciudad y el área metropolitana.

Irene Sabaté asume que, aunque el alquiler sube más en los barrios populares (es donde era más bajo), la gentrificación se ve con claridad “en la zona del mercado de Sant Antoni, o en algunas partes del Poble-sec, en relación a las transformaciones previstas para el Paral·lel. En la Esquerra de l’Eixample, con el cierre de la Modelo (los precios se dispararon cuando se anunció). Y en el Poblenou, por el distrito tecnológico 22@ y la presión turística. Además del caso clásico de Ciutat Vella”. Preguntado por lo mismo, el antropólogo José Mansilla no deja lugar a dudas: “Toda Barcelona. La dinámica capitalista de mantener el valor en continuo movimiento hace que toda la ciudad esté afectada o pueda estarlo a corto plazo. Esto no va a parar..

Vuelvo a First we take Manhattan: “En pocos procesos como en este [el de gentrificación] son tan elocuentes los principios del neoliberalismo”. Estas políticas, llevadas a cabo durante décadas en la ciudad, han transformado los espacios de sociabilidad (“la gentrificación erosiona el asociacionismo”, apunta Irene Sabaté), que han pasado a estar intervenidos por prácticas mercantiles. Degrada, compra barato, invierte dinero público, atrae a grupos sociales con más pasta, expulsa a los vecinos pobres y vende caro. Ante tal panorama, resurge (o se llama al resurgimiento de) aquella denostada identidad de barrio, y su rol singular de clase subalterna. La gentrificación es tanto un problema global como un relato local de lucha urbana.

Las salas de cine se reinventan

Foto: Arianna Giménez

Foto: Arianna Giménez

Fue un sábado 29 de abril de 1967 cuando Roberto Lahuerta Melero fue al cine por primera vez desde que llegase cuatro años antes, con su familia, procedente de Ainzón, Zaragoza. De sus exhaustivas crónicas sobre las salas barcelonesas se destila un recuerdo nostálgico, de infinito agradecimiento a todos los elementos de aquel paisaje. Un retrato que nace en el cine Turó, donde asistió a un programa doble (La ciudad no es para mí y La carga de la policía montada), pero que se podría aplicar a buena parte de los antiguos teatros reciclados en cines, que se constituyeron en espacios de ocio y cultura asequibles para las clases populares.

Durante las décadas siguientes, los cines históricos –esos de barrio, y otros del centro, más encopetados, dedicados a los estrenos– se verían repetidamente enfrentados al reto de la supervivencia: los gustos y las costumbres de la ciudadanía en materia de entretenimiento experimentarían cambios enormes, y el cine como estilo de ocio e incluso de vida lucharía por adaptarse a las nuevas realidades. A lo largo de esta lucha, y más allá de la avasalladora comercialidad que todo lo invade, se han creado unos circuitos alternativos que han facilitado nuevas experiencias cinéfilas y el mantenimiento de lo mejor de las tradicionales, y que incluso, en algunos casos, han sabido recuperar el enraizamiento local de los antiguos cines de barriada. Veamos el fenómeno de la mano de algunos de sus principales protagonistas.

En uno de los libros de Lahuerta Melero –Barcelona tuvo cines de barrio (editorial Temporae, 2015)– se evocan los viejos cines en términos como estos: paredes de madera y/o de terciopelo, una señora mayor en la taquilla, butacas incómodas que chirrían, el agua del grifo de los urinarios con ese sabor a cloro, todo el mundo merendando o cenando entre el público –“el placer de comer un bocadillo y fruta entre película y película es uno de los que todavía echo en falta”–, comentarios en voz alta más o menos ingeniosos sobre lo que se proyectaba, y los vestíbulos como improvisadas guarderías llenas de los hijos que se aburrían en las pelis de los mayores. Esos cines fueron un elemento importante de la identidad de los barrios de Barcelona en un tiempo en que, además de los toros y el fútbol, la sociedad no disponía de muchos más medios de entretenimiento.

Los cines de barrio funcionaban como salas de reestreno, con programas dobles de películas que ya habían saltado de las salas de estreno. Eran tiempos en que se podía entrar a la hora que fuese, a media película, y esperar a que volviese a empezar la sesión para ver el fragmento que se te había escapado antes. Los grandes cines de estreno como el Urgell o el Novedades, con más de dos mil butacas, disponían de la exclusiva para la provincia e, incluso, para toda Cataluña. El director adjunto de la Filmoteca de Catalunya, Octavi Martí, recuerda que los fines de semana llegaban autobuses de todo el país para asistir a la proyección, por ejemplo, de West Side Story. Esa exclusiva comportaba que muchas películas se eternizasen en los cines, ya que siempre tenían público, con lo que se bloqueaba la programación de nuevos estrenos.

Foto: Arianna Giménez

Octavi Martí, subdirector de la Filmoteca de Catalunya y comisario de la exposición que se presenta en ella sobre el Cercle A.
Foto: Arianna Giménez

Ese mismo año 1967 en que Roberto Lahuerta Melero pisaba el cine Turó por primera vez para ver La ciudad no es para mí, Pere Fages y Antoni Kirchsner decidían llevar adelante la idea del Círculo A: programar películas de arte y ensayo, en versión original, en las salas de toda la vida. Contactaron con Jaume Figueras, que trabajaba de publicista para CB Films. “Tenían amistad con él y sabían que era muy bueno como empresario”, recuerda Octavi Martí, que también es el comisario de la exposición “La quadratura del Cercle A”, presentada en la Filmoteca de Catalunya –que se puede visitar hasta el día 11 de febrero– con motivo del cincuenta aniversario de su nacimiento.

Los tres socios realizaron un estudio de mercado para detectar las salas mejor situadas. La primera en la que se fijaron fue el cine Publi, emplazado en el espacio hasta hace poco ocupado por el Bulevard Rosa; hasta entonces solo se proyectaban películas para niños y documentales, y con ellos se convirtió en la primera sala de arte y ensayo de España. Les dejaron llevar la programación nocturna y en 1967 la inauguraron con Sueños, de Ingmar Bergman, a la que siguieron títulos como Noches de vino tinto, de José María Nunes, o Repulsion, de Norman Polanski, primera película en versión original y al mismo tiempo el primer gran éxito del Círculo A.

De ahí pasaron a programar cine de autor en varias salas cuyo nombre –excepto el Publi– contenía una A: Alexis, Aquitania, Arcadia, Arkadin, Ars, Atenas, Capsa, Casablanca, Maldà. En el cine Atenas, producciones británicas de contenido social; en el Alexis, las películas más arriesgadas intelectualmente (era el de dimensiones más reducidas); en los Casablanca, cine predominantemente para jóvenes; en el Ars, programas dobles con una película antigua y una moderna; en cuanto al Arcadia, más burgués, situado en la calle Tuset, “ponía más películas de Éric Rohmer con historias de matrimonios en crisis”, resume Octavi Martí.

Consiguieron dotar de identidad a cada una de las salas, de manera que el espectador podía acudir a ellas sin saber qué ponían, pero confiado en que, fuera lo que fuera, le gustaría. Hacia los ochenta estrenaron una película china, la primera por estas tierras en infinidad de años. Se llamaba El sorgo rojo: “Completamente desconocida y difícil de vender, atrajo, sin embargo, a diez mil espectadores. Este era el peso del club de fans del Círculo A. No estaba mal, aseguraba la producción”, explica Martí.

Además, innovaron en la manera de publicitar las películas, sobre todo gracias a los conocimientos en publicidad de Jaume Figueras. Para atraer a más público a El marido de la peluquera (1990) cuando ya llevaba un año y medio en cartel, decidieron invitar al director (Patrice Leconte) y a la actriz principal (Anna Galiena) y poner una silla de peluquero en la entrada del cine. Afeitaban gratis a todo el mundo que compraba una entrada.

El surgimiento de un nuevo espectador

Con todo ello, el Círculo A contribuyó decisivamente a la creación en Barcelona de un nuevo espectador de cine. Para Octavi Martí se trataba, de hecho, de “todo un club de espectadores con una manera propia de asistir a las proyecciones. Un público que leía subtítulos sin problemas y que entendía que el cine tiene un valor intelectual que lo sitúa más allá del puro entretenimiento”. Y que se acostumbró a que le diesen una hoja con críticas y información sobre la cinta en una época en que no se impartían cursos de cine en facultades o escuelas.

Foto: Arianna Giménez

El director Ventura Pons en el despacho de su productora. En 2014 se lanzó a la aventura de comprar un local, el Texas, y de dotarlo de una programación y una identidad.
Foto: Arianna Giménez

Sentado en un sofá de esos que hacen que las rodillas te queden más elevadas que las caderas, Ventura Pons responde a las preguntas a veces con pocas palabras, a veces explayándose. Enciende cigarrillos que se le consumen entre los dedos y bebe café como si fuese agua. Cuando se le pregunta por el estreno de su primera película –Ocaña, retrato intermitente–, se explaya con la respuesta: “La estrené hace cuarenta años, en junio de 1978, a los pocos meses de que desapareciera la censura. La rodamos clandestinamente y se convirtió en un fenómeno que creció como una bola de nieve al entrar en la selección oficial del festival de Cannes”. La estrenó el Círculo A. Ocaña compró flores y decoraron la première con mantones de Manila: “La película parece hecha ahora, porque su mensaje es actual”, asegura el cineasta barcelonés. Y cierra su recuerdo con esta frase: “El cine fija las cosas; el teatro, no”.

Hace pocos años, en 2014, Ventura Pons se lanzó a la aventura de comprar un cine y dotarlo de una programación y de una identidad. Cuando le pregunto por la razón de que a estas alturas de su carrera, con la vida solucionada, se meta en tal empresa, Pons responde emitiendo titulares: “Lo que me llevó a reabrir los cines Texas fue el compromiso que tengo con la vida. Mi vida es el cine y el cine es mi vida”. La explicación más prosaica es que cuando se enteró de que cesaban a Ricard Almazán como programador de los cines Verdi al cabo de veinticinco años de realizar esa función, a Ventura Pons se le encendió la bombillita: “Hablé con Almazán, ahora capitán Texas, y nos pusimos a buscar cines”.

El cineasta, dramaturgo y escritor explica con naturalidad el elemento base de su oferta cinematográfica: “No hemos inventado nada; ofrecemos reestrenos como los que se hacían cuando yo era pequeño, second run de las películas, como los llaman en inglés. Y las tres B de nuestros abuelos: bueno, bonito y barato; a tres euros la entrada, ya me dirás. Todo ello hace que la gente vuelva al cine”. Y detiene su discurso para apuntar que, aunque vendan muchas entradas, “lamentablemente, el oro se lo lleva Montoro”.

Pons lleva cuarenta años dirigiendo películas, obras de teatro y escribiendo algunos libros. Mientras hablamos muestra cierta prisa por acabar la entrevista. Sin embargo, cuando esta concluye efectivamente, se olvida del reloj y nos invita a curiosear junto a él en un cuartito del local de su productora donde guarda guiones originales con sus anotaciones y tachaduras manuscritas –algunas del censor, apunta–, y correspondencia familiar amarillenta de caligrafía cuidada.

Pons recuerda cómo ha cambiado la oferta y el consumo de cine en la sociedad barcelonesa: “Hasta los años setenta se podían distinguir las películas por la productora: la Metro, la Fox, la Warner… –enumera con los dedos–. Pero ahora son todas iguales. Además, han desplazado al público del centro de las ciudades con sus ofertas de cine en los grandes complejos comerciales de la periferia. Fast cinema”.

La proliferación de centros dotados con una oferta holística de entretenimiento para una tarde de consumismo en familia es un fenómeno que procede en buena parte de Estados Unidos. Una sociedad, la norteamericana, que va a casi todas partes en coche, que no está a gusto en la intemperie porque hace más frío que aquí, y que está mucho más dispuesta a poblar centros comerciales cerrados, a veces incluso subterráneos, que una sociedad mediterránea más dada a pasear, a estar en la calle. Ese modelo de negocio se empieza a instaurar en Barcelona a partir de los años ochenta y resulta decisivo para entender el cambio brindado por el éxito de las multisalas en el consumo de cine.

Foto: Filmoteca de Catalunya

Asistentes a la proyección del film Repulsion de Roman Polanski, la primera película en versión original que se pudo ver en el cine Publi cuando, en 1967, se hizo cargo de su programación el Círculo A, convirtiéndola así en la primera sala de arte y ensayo de España.
Foto: Filmoteca de Catalunya

La propuesta del Círculo A duró años, hasta 1992. Las razones del final, para Octavi Martí, se encuentran en el propio éxito del proyecto: “Otros empresarios también vieron que aquello era negocio y se sumaron a programar en versión original, pero no todos tenían criterio ni sabían vender lo que llevaban entre manos”. Los tres del Círculo A no eran propietarios de las salas y no fueron tan ambiciosos, de modo que se vieron desbordados por los empresarios que sí lo eran cuando estos entraron en su terreno: “Les empezaron a robar los autores que ellos habían conseguido popularizar”, asegura Martí. Una vez más, los circuitos comerciales tradicionales –de discurso cultural hegemónico– volvieron a engullir un proyecto alternativo, fagocitándolo de acuerdo con la lógica de mercado: “Como fenómeno global, las humanidades han perdido mucho peso dentro de la cultura general. La gente ya no se siente acomplejada si no ha visto una película famosa –remata Octavi Martí desde un despachito de la Filmoteca de Catalunya–; grosso modo, la curiosidad ha desaparecido”.

El televisor, el vídeo y el criterio comercial

Aunque el fenómeno de los cines de barrio o salas de reestreno no sea muy remoto en el tiempo, ha desaparecido tal y como se produjo hasta los años ochenta. La ebullición de salas S y X después de la dictadura, así como la recuperación de otras películas censuradas, amortiguó un tanto la caída de espectadores; pero la rápida evolución tecnológica, las modas, la universalización de los televisores –y del vídeo doméstico, que permitía pausar una película para ir al lavabo…– y, como remate, el dominio de una industria que prioriza el rendimiento económico sobre la calidad cinematográfica o la implicación social de lo que se proyecta, acabó con aquellos cines de barrio. Con ellos se perdió la oportunidad de acudir a una sesión doble y encontrarte con los vecinos, los amigos o los compañeros de clase, así como aquello tan habitual en otros tiempos de comentar la peli a lo largo de toda la semana. La tele cubrió esas necesidades.

Según datos de 2016 del Observatorio de Datos Culturales de Barcelona, dependiente del Instituto de Cultura del Ayuntamiento, en Barcelona había ese año 173 salas de cine –veinte menos que en 2010–, que acogieron a más de 6 millones de espectadores –frente a los 7 millones y medio de 2010– y llegaron a recaudar más de 42 millones de euros en taquilla, cifra que seis años antes había sido de casi 55 millones. Cada día va menos gente al cine.

Foto: Arianna Giménez

El vestíbulo del Phenomena, que combina el concepto de cine de barrio con el de gran sala de estrenos.
Foto: Arianna Giménez

Phenomena, una experiencia híbrida

Nacho Cerdà, director del cine Phenomena, recuerda que antes uno se podía pasear por los barrios de Barcelona y “tipificar cada cine en función de si eran de estreno, de reestreno o de arte y ensayo. Cada uno tenía su oferta y ahora parece que todo se ha homogenizado en esos centros comerciales donde prácticamente el cien por cien de la oferta es cine comercial”.

A la manera del Círculo A –programando en varias salas, sin ser propietarios de ninguna–, Nacho Cerdà comenzó a organizar sus sesiones Phenomena en diciembre de 2010 en diferentes cines de Barcelona. Recuperando grandes clásicos, que han conformado una cultura pop cinematográfica en el imaginario icónico moderno, empezó a ganar popularidad hasta que, en 2014, inauguró su propia sala de cine: “El sueño húmedo de cualquier director, o de cualquier aficionado al cine: abrir esa sala en la que puedes llevar a cabo tu programación ideal”.

Defensor de la sala única, donde todo el público se junta a oscuras, durante casi dos horas, para ver la misma historia en la pantalla grande, a Cerdà no le gusta, por ejemplo, que se obligue a los espectadores a salir por la salida de emergencia; él considera que lo han de hacer por la misma entrada principal: “La experiencia del cine no ha de acabar hasta que sales a la calle”, sentencia. Lo que le enamora del proyecto es que la gente vaya a su cine y se relacione entre ella, hablando, tomando una copa: en resumen, realizando “esa especie de acto social que se ha ido perdiendo para dar paso a la alienación de las multisalas”.

En Phenomena se proyectan desde producciones realizadas en los años treinta hasta otras de rabiosa actualidad. Se combinan así, para Cerdà, dos conceptos de cine que a priori serían antagónicos: el de la pequeña sala de barrio y el del gran local de estrenos. Desde hace un tiempo, en Phenomena pasan más blockbusters que antes. Ayudan a sufragar las películas más minoritarias, las que son “las niñas de mis ojos”, confiesa. “Por un lado cintas de los años setenta que vienen a ver veinte personas, y por el otro Star Wars”.

Todavía con la mirada puesta en el pasado, Cerdà no considera que su oferta juegue con la nostalgia cinéfila: “No, ese argumento lo he oído algunas veces y no lo comparto. El cine es antiquísimo, podría uno pensar que el acto de ir al cine ya es nostálgico, pero no. Aquí solo queremos transmitir la experiencia de la gran pantalla, del terciopelo, de la sala única, de la alfombra roja”. Asegura que muchas veces entra en la sala para asistir a la proyección como una persona más del público: “Me encanta descubrir las reacciones de la gente a esa experiencia colectiva que es ver una película en el cine, y no en casa”.

Para Cerdà, “la pervivencia –ríe al pronunciar la palabra, como para desdramatizarla– de algunos cines como nosotros o los Verdi, los Girona, los Renoir, los Texas, e incluso los Floridablanca, ha permitido que continúen existiendo personas que entienden el cine así, como una filosofía”, y detalla que lo que diferencia a estos locales de las multisalas es, de nuevo, la confianza: “Ahora ya no solo se trata de ir al cine, sino que se va también por otras razones. Estos locales tienen muchos seguidores fieles que no acuden solo por una película en concreto, sino, en general, para ver qué dan”.

No es tarea fácil. Nacho es consciente del gasto y el desgaste derivados de llevar un cine: “Parece mentira la de trabajo que podemos sacar adelante entre ocho personas bien organizadas. Hay que negociar con las distribuidoras, mantener una programación atractiva, atender al público y a sus necesidades y, por supuesto, cubrir los gastos de mantenimiento del espacio. Ya te digo que, si quisiera ganar dinero fácil, me dedicaría a algo menos complicado”, asegura, sin un ápice de arrepentimiento por la aventura emprendida tres años atrás.

Foto: Arianna Giménez

Xavier Escrivà, que desde 2010 dirige la sala Maldà en compañía de Natàlia Regàs. Escrivà inició su larga relación con el local de Ciutat Vella como espectador, cuando estaba empleado en las Galerías Maldà, y más tarde, a principios de los años ochenta, como acomodador.
Foto: Arianna Giménez

La ardua vida del Maldà

Xavi Escrivà lo tiene todo preparado para la sesión de las tres y diez de la tarde: en esta ocasión se trata del film documental Kedi (Gatos de Estambul) –“el Ciudadano Kane de los documentales de gatos”, según la publicación IndieWire, tal y como destaca el cartel. En cuanto empiece la proyección, activará el cronómetro que lleva colgado del cuello. Al cumplirse una hora, dieciséis minutos y cuarenta y siete segundos, Xavi sabrá que empiezan los títulos de crédito y que estos durarán dos minutos y medio, con lo que la proyección del film terminará cuando su cronómetro marque una hora, diecinueve minutos y catorce segundos.

“Antes, con las bobinas de 35 milímetros, hacían falta dos personas trabajando en la sala, uno arriba para cambiar las bobinas y otra abajo, atendiendo al público”, explica Escrivà, y se desvía del tema recordando aquella doble marca redonda y negra situada al final de una escena en las cintas antiguas, que era un chivato para que el operario supiese cuándo debía proceder al cambio. Ahora, como las películas le llegan a sus cines Maldà en disco óptico Blu-ray o en unos discos duros externos, ya no se requieren dos personas para un pase; solo están presentes Xavi y su cronómetro de marca Geonaute.

Trabajador allá por finales de los setenta en la antigua tienda de muebles de las Galeries Maldà (en la calle del Pi), Xavi Escrivà no se perdía ninguna sesión de cine de los viernes, cuando salía de trabajar en las galerías. A principios de los ochenta le ofrecieron el puesto de acomodador –“qué bien, veré muchas pelis, y además gratis”, pensó. Más adelante el operador se marchó y Xavi se sacó el título necesario para convertirse en el sumo comandante, en el responsable de la proyección, y ocupó el puesto a mediados de los noventa. Más tarde se coronaría y empezaría a ocuparse de la programación. Ir al cine, pues, le cambió la vida: “Cada viernes, cuando mis amigos iban a ver las películas de Bud Spencer y Terence Hill, yo venía aquí a ver a Visconti, a Fellini o a Bergman –recuerda–. Mis amigos alucinaban, pero es que las películas que ellos frecuentaban a mí no me atraían nada. El otro cine, en cambio, aunque al principio no lo entendía, ya me llegaba”.

Escrivà se ha dedicado a mantener una sala de cine durante los peores años que ha vivido (y vive) la exposición cinematográfica en nuestro país. Empezó cuando la gente dejaba de ir al cine porque ya tenía televisor en casa, a lo que siguió el auge de los multicines, el envejecimiento del público que aún acudía a las salas de reestreno (o cines de barrio, como el suyo), la decadencia de los circuitos independientes, el proceso de gentrificación de un barrio como el del Maldà –Ciutat Vella–, con la consiguiente desaparición de sus vecinos más jóvenes y, más recientemente, la crisis de 2008 y la subida del IVA del cine al 21 % –productos de lujo–, lo que supuso un revés definitivo para los locales pequeños como el suyo. Aun así, el Maldà, inaugurado en 1945, sigue vivo: “Las distribuidoras se llevan el 50 % del importe de una entrada, el 21 % se va con el IVA, y sumando lo que hay que pagar a la SGAE ya llegamos al 75 %. Con el 25 % restante hay que pagar la luz, los impuestos, a los tres trabajadores que somos…”, enumera Xavi Escrivà, mientras una gota de preocupación se le desliza por la sien.

La pervivencia del Maldà se decide año tras año, después de repasar el balance y asegurarse de que puede mantenerse abierto, al menos, doce meses más: “Hace cuatro años, los meses de septiembre, octubre y diciembre nos machacaron; tuvimos unas pérdidas enormes. Entonces lanzamos la campaña ‘Salvem el Maldà’ con la emisión de carnets de patronos y otros descuentos, y salimos adelante”, recuerda.

El problema del Maldà tiene que ver con la evolución de su clientela. Hace años, asegura su gerente, acudían al cine tanto jóvenes como mayores, pero ahora el cliente tipo ha envejecido: “Nuestros usuarios son en su mayoría –hasta un 80 % del total– mujeres de entre cuarenta y setenta años. El público no se rejuvenece y eso es un problema”. Xavi insiste en que mencione en el artículo las sesiones Maldanins, pensadas para que padres y madres lleven a sus hijos al cine. No hay otro futuro para estas salas que recuperar a los más jóvenes.

La fidelidad del público le levanta el ánimo a Xavi; cuando explica cómo habla con la gente sobre las películas que proyecta traer, o sobre las que querrían que trajese, se le iluminan las facciones y se deja llevar por su plácida locuacidad: “En cuanto apago el proyector y bajo de la cabina, comentamos la obra entre todos”. Y de nuevo aparece el fenómeno de la confianza: “Hay mucha gente que viene sin saber qué vamos a poner, pero confiados en que, sea lo que sea, les gustará. Es algo muy satisfactorio”, concluye.

Foto: Arianna Giménez

La cooperativa Zumzeig, en los alrededores de la estación de Sants, es a la vez cine y bistró. Sobre estas líneas, la taquilla y el vestíbulo.
Foto: Arianna Giménez

Zumzeig, herramienta cultural y social

Programar no es nada fácil. Anna Brufau es socia colaboradora de la cooperativa Zumzeig, una sala de cine y bistró en el entorno de la estación de Sants que, además de ofrecer una selección cuidadísima de cine de autor, pretende convertirse en herramienta social y cultural del barrio. “Nuestra sala ha de trabajar con la industria, pero queremos llevarlo siguiendo otros caminos”, asegura Brufau. Un objetivo que no es nada fácil de conseguir porque, según explica, para proyectar una película hay que pagar unos 200 euros de media en concepto de derechos de emisión y estar respaldado por una empresa distribuidora que asuma los costes de comunicación y publicidad, además de subvenir al resto de gastos regulares. Ello hace que solo aquellas personas con dinero y una infraestructura detrás puedan permitirse mostrar las películas que les venga en gana.

Los filmes que se programan en Zumzeig permanecen en cartel más que en el resto de salas: “El cine independiente necesita más tiempo –asegura Brufau–. Muchas de las películas que traemos no están respaldadas por una campaña de comunicación y acaban funcionando más bien por el boca a boca. De modo que, si hacen falta tres meses para que venga más gente a presenciarla, la mantenemos todo ese tiempo”. Práctica que choca de frente con la lógica del negocio de la proyección cinematográfica, que les hace pasar por el aro: “Apenas cuatro o cinco de las distribuidoras que operan en Barcelona son independientes, y las demás, las comerciales, lo que quieren es que el público asista de manera intensiva a sus proyecciones; si un título no funciona en los primeros diez días, lo sacan de pantalla y listos”, señala Anna.

Cada semana se estrenan unas quince películas en España. De ellas, explica Brufau, solo una o dos interesarían para su pase en el Zumzeig: “Y aún puede ser que la distribución de estos uno o dos títulos la haya asumido alguna empresa grande, sobre todo si han presentado en algún festival importante, como Cannes; en tal caso, posiblemente la distribuidora no tendrá interés en colocarla en nuestra sala”. Según Brufau, cada vez es más fácil ver este tipo de películas en los festivales que en las salas de cine. Y los festivales abundan, progresivamente especializados. Uno de ellos es el CineMigrante, que cuando se celebra en Barcelona colabora con la Filmoteca de Catalunya y con el propio Zumzeig. Creado en 2010 en Buenos Aires como espacio político y cultural, “surgió de la necesidad de mostrar que el lenguaje cinematográfico también se ve, hoy en día, interpelado por el fenómeno migratorio”, apunta Martina Bernabai, miembro del proyecto.

CineMigrante apuesta, igual que Zumzeig, por la creación de espacios comunes, sobre todo en un contexto histórico “en que las migraciones y su gestión por parte de las instituciones representan un desafío para la construcción de nuevas sociedades”.

Foto: Arianna Giménez

Anna Brufau, socia cooperativista de Zumzeig, justo antes del comienzo de una proyección.
Foto: Arianna Giménez

La especialización, sin embargo, no es la clave para un proyecto como Zumzeig, que trabaja por convertirse en una suerte de centro cultural para los barrios de Sants y Hostafrancs con el mismo objetivo de fondo de CineMigrante: trascender el cine para llegar a ser una instancia de reflexión cinematográfica, pero también política y de incidencia. “La especialización es contraria a la idea de proximidad –asegura Brufau–. Por supuesto, queremos que venga gente de toda Barcelona, pero trabajamos para tejer redes de cooperación con otras entidades del barrio; procuramos que exista trasvase de públicos, de artes y de ideas entre asociaciones y, sobre todo, luchamos para que se rompa el prejuicio de la mayoría de los vecinos del barrio no están preparados para seguir sin dificultades estas películas”.

El trabajo en comisiones les ayuda. Existe un grupo nuclear que se dedica a programar y diferentes comisiones que disponen del tiempo y la tranquilidad para trabajar otros aspectos importantes del proyecto que precisan de ideas frescas y creativas, como la comisión que estudia la línea pedagógica a seguir para combatir el estigma esnob del cine independiente, o la de barrio, enfocada a tejer relaciones con entidades y vecinos.

Esa filosofía, hacer barrio, es la que el colectivo Zumzeig ha procurado darle al proyecto en el último año, desde que funcionan como cooperativa. Su propietario, Esteban Bernatas, abrió Zumzeig en 2013, y tres años más tarde les cedió el uso a los actuales cooperativistas y se retiró a vivir a París. Preguntado por sus referentes a la hora de montar la sala, Bernatas apunta a la “excepción cultural” que existe en Francia, en comparación con España: “Allí es como si la cultura formase parte de un bien común que hay que proteger ante un implacable neoliberalismo”. Brufau, en esa línea, asegura: “No queremos ser tan solo una sala de cine; desarrollamos actividades de centro cultural y pasamos las películas que pasamos no por el rendimiento económico que podamos obtener, sino porque nos sentimos obligados a ello”. Preguntado por si se inspiró en el estilo francés para montar Zumzeig, Bernatas aventura que, en lo referente al tipo de programación elegido, quizá sí, pero la idea de introducir un bar en la sala es más bien de origen berlinés. “Aunque, pensándolo mejor –Bernatas había visitado su sala de cine semanas antes de responder a esta pregunta–, diría que ahora Zumzeig sobre todo es santsenc [del barrio de Sants]”. Buena señal.

Adiós a la Modelo tras 113 largos años (menos un día)

La cárcel Modelo ha reunido, durante 113 años menos un día, lo que el estándar social y legal del régimen de turno separaba de lo colectivo y normativo, de la cosa pública. La sociedad, por sumisión o por inacción, aceptó el contrato: el Estado nos protege de la delincuencia a cambio de la potestad de decidir qué es delincuencia y de ejercer el uso legítimo de la fuerza y de la privación de libertad.

Foto: Arianna Giménez

Foto: Arianna Giménez

Hasta que el 10 de enero pasado la Generalitat y el Ayuntamiento firmaron el fin de la Modelo, nadie se acababa de creer que cerrase. Los alcaldes Clos, Hereu y Trias lo prometieron. Hoy ya no tiene presos –el último grupo salió en junio–, y esas dos manzanas representan una oportunidad y, a la vez, una amenaza para los residentes de la Nova Esquerra de l’Eixample, que ven como se revaloriza el suelo de un barrio que, a lo largo de cuatro décadas, ha pedido con insistencia el cierre de la cárcel para instalar en su lugar equipamientos, zonas verdes y escuelas.

La Modelo, prisión de preventivos –los que tienen cargos pendientes de juicio–, es una de las instituciones públicas que mejor pueden explicar cómo ha vivido el siglo xx la ciudad de Barcelona. Allí han estado encerrados sobre todo quienes robaban (con independencia de si lo hacían para comer, para pasarse el mono o por avaricia), quienes traficaban con drogas (sobre todo los que lo hacían con poca cantidad), y los que pensaban diferente y/o propagaban sus ideas políticas.

A Francesc Ferrer i Guàrdia, pedagogo y fundador de la Escuela Moderna, lo detuvieron en Barcelona en agosto de 1909. Le acusaban de ser el instigador de las revueltas de la Semana Trágica. El sábado 9 de octubre se celebró –en la sala de actos de una prisión Modelo que entonces solo contaba con cinco años de vida– el consejo de guerra que lo juzgaría sin garantías procesales, y lo condenaría a muerte por rebelión militar. La mañana del 13 de octubre fue fusilado en el cementerio de Montjuïc, después de rechazar arrodillarse y de gritar “¡Viva la Escuela Moderna!”

Foto: Arianna Giménez

Las excavadoras preparando el terreno para los barracones de la escuela Eixample I, el pasado mes de julio, en la parte del recinto que se derribó en 2015.
Foto: Arianna Giménez

Coincidiendo con la inauguración del nuevo curso escolar, el pasado mes de septiembre abrió sus puertas en el recinto de la antigua prisión la escuela Eixample I. Los vecinos del barrio de la Nova Esquerra de l’Eixample, que llevan décadas pidiendo al Ayuntamiento y a la Generalitat el cierre de la cárcel y la apertura en su lugar de escuelas, equipamientos y zonas verdes, llevan a sus hijos e hijas a clase allí donde el fundador de la Escuela Moderna recibió la condena a muerte.

Jaume Asens, cuarto teniente de alcalde de Barcelona, dirige el área municipal de Derechos de la Ciudadanía, Participación y Transparencia. Asens evoca la frase de Victor Hugo según la cual “quien abre la puerta de una escuela, cierra la de una cárcel”. Las puertas de la escuela Eixample I no son tan pesadas como las de la Modelo. Son ligeras, como el resto de la estructura modular. Se han instalado barracones en la esquina de las calles Entença y Rosselló, en la parte de la cárcel que el alcalde Trias hizo derruir en marzo de 2015. Las excavadoras entraron en julio; tras su paso, en la pared de la cárcel aún se puede leer un mural: “De prisión Modelo (1904-2017?) a modelo de transformación, cultura, cohesión, memoria, barrio”.

El Plan Director de Transformación de la Prisión Modelo de 2009, diseñado con la participación de vecinos y comerciantes, sigue siendo vigente para la Asociación de Vecinos de la Esquerra de l’Eixample. Contempla la creación de una escuela de primaria, una guardería, una residencia para personas mayores y centro de día, un centro juvenil, un polideportivo, un aparcamiento subterráneo, un equipamiento asistencial, un memorial democrático y una zona verde. Son servicios que necesita urgentemente un barrio sin apenas parques ni escuelas.

Hasta la apertura de la Modelo, la prisión más importante de la ciudad era la de la calle de la Reina Amàlia, en la actual plaza de Josep Maria Folch i Torres del Raval. El presidio ocupaba desde 1839 un antiguo convento de monjas paulas. Allí, en una situación deplorable de hacinamiento en patios y pasillos, se juntaban mujeres, jóvenes, niños y niñas, ancianos, condenados y preventivos, enfermos y personas a punto de enfermar. Los primeros habitantes de la Modelo fueron los hombres de Reina Amàlia, cárcel que se mantuvo en pie hasta la Guerra Civil como prisión de mujeres, en una situación de insalubridad deplorable.

Foto: AFB

La cárcel Modelo entre campos y solares vacíos el 9 de junio de 1904, fecha de su inauguración, aún inacabada.
Foto: AFB

Sin embargo, las condiciones previstas para el nuevo presidio habrían de ser muy diferentes. A la Modelo se la llamó así porque su funcionamiento tenía que ser ejemplar. Los diseños de los arquitectos Salvador Vinyals i Sabaté y Josep Domènech i Estapà se empezaron a hacer realidad en 1887, un año antes de la Exposición Universal, pero la prisión no se inauguró hasta el 9 de junio de 1904, aún inacabada. La Modelo se hallaba entonces entre campos, solares y chabolas, lejos de aquel Eixample que se detenía en la calle de Balmes y que aún tardaría treinta años en llegar a Sants y convertirla en una prisión urbana, la cárcel de Barcelona.

Fue la primera cárcel catalana de sistema celular, es decir, en la que cada preso dormía en una celda para él solo. Además, la Modelo se levantó con una estructura panóptica, basada en los principios arquitectónicos de Jeremy Bentham. Los vigilantes, situados en una estructura central circular, tenían una visión completa de las seis galerías que partían desde ese punto como los radios de una rueda.

En comparación con las cárceles de aglomeración, o con las condenas a galeras, o con las anteriores costumbres de tortura y suplicio públicas, la nueva Modelo de Barcelona no pintaba tan mal. Pero tales comodidades no eran arbitrarias. La vigilancia constante, el aislamiento, la disciplina en los trabajos, en las comidas y los horarios, el control del cuerpo del reo por parte del funcionario y la pena cuantificable según la variable temporal (años) buscan no solo moldear el cuerpo, sino modificar a los individuos. Como asegura Michel Foucault en Vigilar y castigar: “[La prisión] tiene que ser la maquinaria más poderosa para imponer una nueva forma al individuo pervertido; su modo de acción es la coacción de una educación total”.

Los presos barceloneses, por primera vez, se sentían constantemente vigilados y, además, estaban solos en una celda, sin posibilidad de hablar con nadie durante horas si no era a gritos, en una sociedad en que las relaciones verbales eran aún predominantes.

Durante los primeros años las condiciones de vida de los presos no eran malas y, en muchos casos, mejores que las que la sociedad les podía deparar en el exterior. La Modelo se pensó para que la poblasen unos 850 presos. Las celdas, de no más de 9 metros cuadrados, eran para una sola persona; el rancho, suficiente para alimentar el poco ejercicio que el aislamiento pedía a los presos, y las enfermedades, relativamente infrecuentes gracias a las campañas de vacunación y el trabajo de la enfermería. La situación, sin embargo, no se mantuvo así por demasiado tiempo.

Foto: Pérez de Rozas / AFB

Los presos en la misa de las fiestas de la Merced de 1946.
Foto: Pérez de Rozas / AFB


Foto: Pérez de Rozas / AFB

Un grupo de amotinados en demanda de amnistia, en el tejado de la prisión, el 19 de julio de 1977.
Foto: Pérez de Rozas / AFB

Represión política y social

A medida que la ciudad crecía en torno a la Modelo, la población reclusa fue aumentando y diversificándose, a la vez que disminuían los recursos para albergarla en condiciones. A los presos comunes se empiezan a añadir, a los pocos años de inaugurarse el centro, los políticos: los elementos que podían desestabilizar los sucesivos regímenes.

La Modelo se convierte así en un símbolo de represión y los barceloneses la empiezan a relacionar con las detenciones gubernativas –que no precisaban más que una orden policial para llevar a la cárcel a cualquiera– o con la llamada ley de fugas –perversa trampa consistente en liberar a un reo y tirotearlo por la espalda nada más salir de la cárcel, alegando que se estaba escapando (imaginen la escena en la puerta principal). Lo que en los primeros años se llegó a denominar comúnmente “la torre” o “el hotel de la calle Entença” pasó a ser en el plazo de una década uno de los símbolos más negros de la represión, junto con el castillo de Montjuïc o el Camp de la Bota de la época franquista.

La cárcel estaba prácticamente vacía hacia finales de enero de 1939, cuando las tropas de Franco entraban triunfales en Barcelona. Pero al caer la noche del jueves día 26 ya era una ciudad ocupada, y la cárcel Modelo, su mayor centro de detención. El régimen especial de ocupación duró hasta el 1 de agosto, y el estado de guerra proclamado por el ejército sublevado contra la legalidad republicana, hasta abril de 1948. Para los vencidos, la noche del 26 de enero de 1939 duró casi cuarenta años.

Según la reconstrucción de las cifras oficiales llevada a cabo por los autores de la Història de la presó Model de Barcelona (extenso libro publicado en el 2000 y reeditado hace pocos meses), a finales de aquel mismo año de 1939 malvivían en la Modelo 12.745 personas. El estado de las instalaciones era lamentable; la lista de las enfermedades que afectaban a los presos, inacabable, y de la represión política da buena cuenta el número de ejecuciones: 1.618. El grado de hacinamiento en las prisiones preocupaba a las autoridades franquistas, que idearon el sistema de redención de penas por el trabajo. Los presos que no cargasen delitos de sangre y que mostrasen buena conducta podían trabajar en los talleres de las cárceles o en el exterior a cambio de una pequeña retribución económica y la reducción de la condena a razón de un día por cada dos trabajados.

Foto: Arianna Giménez

Foto: Arianna Giménez


Foto: Arianna Giménez

Arriba, Gabriel Gómez evoca el paso por la Modelo de su padre, el cartelista, pintor y poeta libertario Helios Gómez, autor de los murales de la llamada Capilla Gitana, recreados –abajo– para la exposición “La Modelo nos habla. 113 años, 13 historias”.
Foto: Arianna Giménez

Redención intelectual

El chófer del ministro de Trabajo, José Antonio Girón de Velasco, entró una tarde de 1948 en la sala de arte Arnáiz de Barcelona. Allí se encontraba el cartelista, diseñador, poeta, pintor, periodista, libertario y anarquista Helios Gómez, con su hijo Gabriel, de cinco años. “El tipo llevaba botas de montar, traje gris, botones plateados en forma de uve y una gorra de plato enorme. Parecía un almirante”, recuerda Gabriel en el salón de su casa, una estancia decorada con pinturas y grabados de su padre. El niño quedó maravillado con el traje del chófer; se le representó como un personaje de tebeo.

El chófer llevó a Helios Gómez a ver al ministro. Girón de Velasco trató de convencerle, sin éxito, de que trabajara para el régimen. Nacido en Sevilla en 1905, Helios Gómez ya había pasado por la Modelo en 1930 –donde convivió con figuras como Lluís Companys y Àngel Pestaña–, por los campos de refugiados de Francia y de Argelia después de la Guerra Civil, y de nuevo por la cárcel barcelonesa entre 1945 y 1946. Diez años antes, en 1936, había fundado el Sindicato de Dibujantes Profesionales de Cataluña, que impulsó el cartelismo antifranquista durante la guerra. Era un “rojo significado, propagador de ideas”, tal y como se le definía en un documento que su hijo Gabriel encontró en el archivo de Salamanca casi medio siglo después. Como no quiso trabajar para el régimen, lo volvieron a meter en la Modelo al cabo de un par de días.

Gabriel Gómez recuerda el día de la Merced en que entró en la cárcel. Por gracia de la patrona de los presos, ese día se permitía la entrada de los niños para reunirse con sus padres: “No tenían camas, solo algunos colchones”, explica. En la cárcel, aunque el hacinamiento no era el de los 13.000 presos de 1940, convivían más de 2.505 personas –el triple de la ocupación prevista por los arquitectos– en unas condiciones insalubres.

Helios Gómez salió de la Modelo en 1954, enfermo, y murió dos años después. Gabriel ha realizado una extensa investigación sobre la vida y la obra de su padre, que empezó a raíz de haber leído un texto de Teresa Pàmies en que nombraba a Helios. A partir de aquí dio con sus compañeros de cárcel, militantes del POUM: “Me recibieron con mucho cariño y respondieron a todas las preguntas que les hice sobre mi padre, aunque ellos preferían hablarme de la historia que no se explicaba de este país”.

Fray Bienvenido Lahoz, de la orden de los mercedarios, aterrizó en la Modelo en 1941 como capellán de la prisión. Aunque amigo de mantener debates intelectuales con los presos políticos, mostraba poca paciencia ante los argumentos que no le gustaban. Conocedor de la capacidad artística de Helios Gómez, le pidió pintar una capilla en la primera celda de la primera planta de la cuarta galería , justo al lado de las celdas de los condenados a muerte. Corría el año 1950 cuando la finalizó: la Virgen de la Merced, patrona de los presos (y de Barcelona, título que detenta ex aequo con santa Eulalia) en el centro de la obra, sosteniendo al Niño Jesús, que tiene un molinete de papel en la mano. A los pies, un grupo de hombres encadenados y, en la pared contraria, la de la puerta, un coro de ángeles. A las autoridades de la época les hubiese gustado aún más la obra de no ser porque los hombres encadenados eran retratos de sus compañeros del POUM, y porque los rasgos de todos los protagonistas de la escena –incluida la Virgen– eran gitanos, como lo era el propio Helios Gómez.

Conocido como la Capilla Gitana, este espacio fue repintado de blanco en 1998, siendo Núria de Gispert la titular de Justícia del gobierno de la Generalitat. Después, durante el mandato de Montserrat Tura al frente del mismo departamento, la celda se clausuró. Actualmente, desde fuera, no se puede ni espiar por la rendija. Gabriel Gómez explica que, gracias a la ayuda de SOS Monuments, logró contactar con el arquitecto municipal y declarar la gran sala central del panóptico –junto a la cual se encuentra la celda-capilla– como elemento a salvaguardar. El teniente de alcalde Jaume Asens asegura que preservarán la capilla: “Está previsto retirar la pintura que cubre el mural y conservarlo”.

“Queremos visibilizar el sufrimiento que ha habido en la Modelo. Se ha hablado poco de ello, cuando la realidad es que ha sido uno de los lugares más terribles de nuestra sociedad”, añade Asens. Sobre la mesa del futuro proceso de participación para decidir los usos del recinto se encontrará la propuesta del consistorio de levantar un centro de memoria y documentación o, quizá, la idea del hijo de Helios Gómez: la apertura de un museo permanente de arte político.

Relevo generacional

A partir de los cincuenta, una vez que Estados Unidos y el Vaticano empiezan a abrir las puertas internacionales al régimen, la máquina represiva franquista está obligada a relajarse. Siguen entrando presos políticos, pero entre la redención de penas de los antiguos y las reducciones por buena conducta, la Modelo comienza a vaciarse progresivamente y pasa de los 8.685 reclusos de 1941 a los 1.832 de 1955, para continuar con una población más o menos estable desde entonces. La generación de reclusos de la inmediata posguerra es relevada por delincuentes comunes más jóvenes y, a partir de los años sesenta, por activistas y militantes antifranquistas.

La dictadura sigue intentando moldear moralmente a la sociedad dentro y fuera de las prisiones. La reforma de 1954 de la Ley de Vagos y Maleantes –ley originalmente promulgada durante la presidencia republicana de Manuel Azaña (1933)– añade la homosexualidad a la mendicidad, el nomadismo y la prostitución como conducta delictiva. Más tarde, en 1970, la Ley de Vagos es sustituida por la Ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social. Esta incorporaba como punibles con cárcel actividades como el tráfico y el consumo de drogas, la venta de pornografía y la prostitución y el proxenetismo, así como la inmigración ilegal. Los homosexuales no se beneficiaron del indulto del 25 de noviembre de 1975, ni de las amnistías posteriores. En la Modelo hubo gente presa por su orientación sexual hasta 1979.

Con Franco enfermo y la nueva ley en la mano, se metía en la cárcel a cualquiera que al régimen le pareciese peligroso social o moralmente: resistentes políticos, personas que manifestaran conductas sexuales y afectivas no normativas, personas afectadas por pobreza extrema, gitanos sin domicilio fijo y, hacia finales de los setenta, también a drogadictos. Fueron los años en que convivieron presos políticos con los comunes, cuando estos últimos crearon la Coordinadora de Presos Españoles en Lucha (COPEL) para exigir la misma amnistía que habían recibido los políticos. Consideraban que estaban encarcelados bajo unas leyes franquistas y que, por consiguiente, su privación de libertad era ilegal en el nuevo régimen democrático. No tuvieron éxito; los motines se sucedieron y, a finales de los años setenta, la heroína lo destrozó todo.

Foto: Arianna Giménez

El ex recluso Eduardo Borrás nos relata su experiencia en la prisión.
Foto: Arianna Giménez


Foto: Arianna Giménez

Daniel Rojo da testimonio en el reportaje de su paso por la Modelo.
Foto: Arianna Giménez

Testimonios de puertas adentro

Daniel Rojo estuvo preso en la Modelo entre 1981 y 1983, luego entre 1984 y 1989, y en un último período entre 1991 y 1993. Lleva más de quince años sin beber y asegura que se ha desenganchado de once adicciones, entre ellas la heroína: “Era una época muy mala; casi todos los internos éramos toxicómanos y casi todos teníamos el VIH”, explica sentado en el vestíbulo de un hotel bastante chic, cerca de la plaza Molina. Como el tratamiento con metadona no se introdujo hasta los noventa, los presos se pinchaban como podían: “Una jeringuilla nos duraba un mes. La lijábamos porque de tanto uso se iba rompiendo y se obstruía, y le teníamos que meter alambres”.

Cuando Rojo entró por primera vez en la cárcel Modelo tenía diecinueve años y ya había atracado decenas de bancos. Estaba forrado: “Me presenté ante los funcionarios con mi cadena de oro Cartier, un Cristo de Dalí y un Rolex Cadete. Me dijeron que lo dejase en la entrada, que dentro me lo robarían. Yo pensé que si lo dejaba allí no lo volvería a ver, pero que dentro, al menos, podría defenderme”. Daniel no quería más que preservar su estatus.

Recuerda que los funcionarios aún eran un cuerpo muy militarizado: “Botas altas, de verde, gorra de plato, galones (plateados para los interinos, dorados para los fijos)”. La relación con los presos no era buena: “Si tratas al preso como a un perro, se comportará como un animal”, sintetiza Rojo. Añade que si el preso tiene que hacer sus necesidades en un agujero del que saltan las ratas y muerden, eso tampoco ayuda al buen comportamiento.

La desmilitarización empieza con la nueva ley penitenciaria de 1979 y el traspaso de competencias a la Generalitat en 1984, y se culmina en ese decenio coincidiendo en el tiempo con la entrada de profesionales en psicología y de doctoras en vez de los habituales médicos hombres, y con la implantación de comunicaciones íntimas o vis a vis. Ya en los noventa, la introducción de la metadona acaba de apaciguar los años más convulsos de la cárcel Modelo. Fue por esos mismos años cuando Jaume Asens empezó a frecuentar la prisión trabajando de abogado de oficio (“por motivos ideológicos”, precisa). Ya hacía tiempo que los políticos prometían y postergaban el cierre de la cárcel. “La prisión es para los pobres; el sistema penal muestra una tendencia selectiva”, señala Asens. Lo que más encontró en la cárcel fueron pobres, enfermos y drogadictos.

Aunque la Generalitat asumiese las competencias sobre las prisiones, muchas leyes se siguen haciendo desde Madrid. En 1995 se publica en el BOE el nuevo código penal, el primero de la democracia. Desde entonces se ha reformado en una treintena de ocasiones, alargando las penas y sumando motivos para entrar en prisión, hasta llegar a la “prisión permanente revisable”. Según el informe de 2015 de la Red de Organizaciones Sociales del Entorno Penitenciario (ROSEP), se está dificultando la aplicación de alternativas de reinserción. Si en 1975 había 8.440 personas presas en España, en febrero de 2017 eran 60.203. El informe de la ROSEP concluye que un 60 % de los presos españoles lo es por delitos de media gravedad (hurtos, robos, tráfico de drogas), respecto a los cuales no existe gran alarma social, y que serían mejor gestionados mediante intervenciones no privativas de libertad.

Con el principio del nuevo siglo entró Eduardo Borrás en la Modelo, acusado de un delito de robo. En la prisión barcelonesa llegó a convivir con cinco personas en una celda, y cuando le condenaron, al cabo de un año y medio, pasó a Brians: “En la Modelo te quemabas rápido. Quizá algún día entraban los funcionarios en tu celda buscando chocolate y, si no lo encontraban, te hacían desnudar, además de dejarte la celda hecha un asco”, recuerda. Por su parte, Francesc López, funcionario de la prisión durante doce años, se lamenta de que aún haya quien crea que los funcionarios actuales trabajan como los de la época franquista.

La amenaza de los buitres

Una semana más tarde de la firma del acuerdo final para cerrar la Modelo, en enero de este año, el propietario de la finca del número 151 de la calle Entença empezó a rescindir los contratos de los vecinos, a anunciar que no los renovaría, y puso los pisos a la venta en internet. Los vecinos se juntaron y se han estado manifestando desde entonces para reclamar una solución al Ayuntamiento. A medida que ha ido echando a los inquilinos, el propietario ha sellado las viviendas con una plancha de metal.

Foto: Arianna Giménez

Rueda de prensa de inquilinos amenazados por la especulación en los alrededores de la Modelo; con el brazo en alto, Joan Gómez.
Foto: Arianna Giménez

Solo hay un vecino que no tiene contrato temporal: Joan Gómez, jubilado, el encargado de recibir a los medios de comunicación en nombre del colectivo de inquilinos en su saloncito del piso principal. Ahí, sobre una mesa, muestra todos los reportajes que han realizado sobre ellos y explica, con dominio y claridad, cuáles son sus alternativas: “O el Ayuntamiento compra la finca –difícil, porque se trata de un propietario particular, no de un banco–, o creamos una cooperativa de vivienda para gestionar los alquileres”.

Joan, que se considera una persona de izquierdas de siempre, no había tenido nunca tanta relación con sus vecinos hasta que empezaron a llegar los burofax para echarlos. “Vivo aquí desde 1981. Llevamos años pidiendo el cierre de la Modelo y, cuando lo conseguimos, nos surgen más problemas. Se van los presos y acuden los buitres”, concluye. Asens propone construir pisos sociales para combatir la gentrificación en la parte del recinto de la Modelo que da a la callede Nicaragua, donde durante un tiempo se habló de levantar un hotel. Las asociaciones de vecinos lo exigen, y recuerdan que el equilibrio entre la oferta pública y la privada ha de ser mayor.

La Modelo era un equipamiento obsoleto. Amand Calderó, director general de Serveis Penitenciaris de la Generalitat, asegura que era necesario gastar 25 millones de euros si se quería disponer de los espacios adecuados para los tratamientos de hoy en día. Así que se llegó a un acuerdo para cerrarla con tres de los cinco sindicatos –no firmaron ni la UGT ni la ACAIP (Agrupación de los Cuerpos de las Instituciones Penitenciarias). Francesc López, además de trabajar en la Modelo, es miembro de ACAIP. Mayoritarios en Cataluña solo en la Modelo, se sienten desengañados: “Llevaban años prometiendo que construirían otra cárcel de preventivos en la Zona Franca, pero al final no hemos podido elegir nuestro nuevo destino”.

López, que entró en 2005 “con 2.100 internos”, asegura que la cárcel podría haber seguido operativa hasta tener a punto las prometidas prisiones de régimen abierto y de preventivos de la Zona Franca. Sin embargo, el acuerdo entre Ayuntamiento y Generalitat fija la fecha de la inauguración del centro abierto para 2021 y la del centro de preventivos para 2025, y los costes previstos de construcción en 35 y 75 millones, respectivamente. En el acuerdo, de 2009, el consistorio cede los solares de la Zona Franca para poder acabar de cerrar las otras dos cárceles de Barcelona: la de mujeres de Wad-Ras y el centro abierto de Trinitat Vella. Calderó informa que los 35 millones para levantar el centro abierto ya están reservados. Habrá que ver qué se puede sacar de los terrenos de la Trinitat, más allá de los 5,5 millones que el Ayuntamiento ya ha pagado para construir pisos sociales, en espera de poder disponer de toda la parcela.

La cuestión, que no preocupa al director de Serveis Penitenciaris, es que si en quince años no se construye nada en la Zona Franca, el Ayuntamiento recupera los terrenos. El funcionario Francesc López tiene claro lo que, en su opinión, sucederá: “Si han conseguido meter a todos los preventivos en Brians 1, allí se quedarán, y en la Zona Franca solo inaugurarán el centro abierto. A las mujeres de Wad-Ras las llevan también a Brians 1, donde hay un departamento grande de mujeres. Así se ahorran dinero”.

Salvar las distancias

Los familiares de los presos que vivían en Barcelona o en la primera corona metropolitana fueron los primeros perjudicados por el cambio. Ahora se ven obligados a acudir a la prisión en coche, con la línea de autobús que parte de la estación de Sants o bien con los trenes de Renfe o de FGC hasta Martorell y desde allí en autobús. En cualquier caso, el tiempo y el dinero dedicado a transporte se multiplican.

Para el problema de la movilidad de los defensores, Serveis Penitenciaris firmó un convenio con el Colegio de Abogados con objeto de desarrollar las comunicaciones telemáticas. Se han instalado ya ocho salas de conferencia en Brians 1. Lejos quedan los locutorios que recuerda Jaume Asens, “que no tenían nada que envidiar a los de las películas”. Abogado y cliente no se podían tocar, solo mirarse a los ojos, y hablaban a voces a través de una rejilla, en medio de un griterío ensordecedor.

El teniente de alcalde muestra preocupación por si los abogados de oficio que viven o tienen el despacho en Barcelona harán ahora el esfuerzo de viajar para visitar a sus clientes: “Están mal pagados –alega–. En mi época ya veía que no asistían suficientemente a los internos, sobre todo después del juicio”.

Calderó asegura que el cierre de la Modelo no supondrá problemas de hacinamiento en el resto de las cárceles del sistema. De hecho, lo describe como una oportunidad para reorganizar el sistema de prisiones a escala de ciudad y país: “No queríamos tirarnos a la piscina. Con la Modelo abierta las prisiones catalanas estaban a un 67 % de su capacidad; una vez cerrada, el nivel se sitúa en un 73 % –lee, repasando las cifras en el papel con los datos impresos–. La previsión es que Brians 1 baje en septiembre del 85 % al 71 %”. Desde la ACAIP hablan, más que de piscinas, de ruletas rusas: “En el Departamento [de Justicia de la Generalitat] sabían que ni los presos ni los trabajadores estaríamos de acuerdo con el cambio, y que podría haber problemas”. Al final no hubo huelga ni más tensión que algún altercado con algún funcionario y la subida al tejado de un joven en marzo.

La difícil reinserción

Tantos años después, cabe preguntase qué ha hecho la cárcel por la ciudad. ¿Evitar la reincidencia? ¿Conseguir la reinserción social? A Daniel Rojo le ha ido muy bien desde que salió de la Modelo y le encanta hablar de su época entre rejas, pero asume que la reinserción es muy difícil: “Yo, cuando salí, no tenía ningún tipo de preparación. Sabía atracar bancos, y muy bien, pero nada más. Trabajo, amor y familia: si tienes esas tres cosas, todo en la vida es más fácil”. O quizá cabría discutir alternativas sociales que evitasen la desigualdad que supone el paso por la cárcel y la marca indeleble que este paso deja en las personas. A Eduardo Borrás, mientras va sorbiendo su lata de agua con sabor a cítrico, se le entristece la mirada cuando recuerda su tiempo en la Modelo, y asegura que cuando estaba dentro tenía ganas de enviarle cartas de queja por las condiciones de la prisión “hasta al Papa de Roma”; pero que en cuanto salió, pensó: “Ahí os quedáis”. Amand Calderó, director general de Serveis Penitenciaris, asegura por su parte que siete de cada diez internos no reincide, “pero no podemos sentirnos alegres; aún hay mucho trabajo por hacer”.

Al otro lado del teléfono, Asens, desde su despacho, recuerda la Modelo como un lugar en el que la gente convivía en un ambiente “hostil, estigmatizador, que causaba infantilización e impedía la autonomía personal”. Y Foucault, desde los libros, aún mantiene que la prisión “no puede dejar de fabricar delincuentes. Los fabrica por el tipo de existencia que hace llevar a los detenidos; ya se los aísle en celdas o se les imponga un trabajo inútil, para el cual no encontrarán empleo”.

Foto: Arianna Giménez

Una galeria y las correspondientes celdas, convertidas en espacios de la exposición “La Modelo nos habla. 113 años, 13 historias”, que se puede visitar en el marco de las jornadas de puertas abiertas que se extenderán hasta noviembre.
Foto: Arianna Giménez

Selfies entre las celdas

Francesc no había entrado nunca en la Modelo, aunque recuerda cuando se manifestaba ante ella para apoyar a Lluís Maria Xirinacs, que durante la Transición mantuvo una guardia diaria de doce horas, a lo largo de casi dos años, en demanda de amnistía para los presos políticos. Hoy, 5 de julio de 2017, este hombre robusto, de dedos ágiles y pelo blanco, ha entrado, junto a sus colegas de la Agrupación de Acuarelistas de Cataluña, hasta el patio en el que practicaban deporte los presos; es una de sus salidas de los miércoles para pintar la ciudad. “Ya verás cómo el cuadro será más bonito que la realidad”, asegura un compañero suyo. A su lado, trabajadores del Centro de Iniciativas para la Reinserción (CIRE) trasladan mobiliario que irá a parar a otras cárceles; son internos en régimen abierto de diferentes centros que cobran el salario mínimo interprofesional.

Como Francesc y sus amigos acuarelistas, todo aquel que lo desee y se inscriba previamente puede acceder a la Modelo para visitar los ámbitos más representativos del recinto y la exposición “La Modelo nos habla. 113 años, 13 historias”, comisariada por Agustí Alcoberro, en el marco de las jornadas de puertas abiertas que se extenderán hasta el mes de noviembre.

Los vecinos pasean por la quinta galería, cuyas celdas han sido decoradas para explicar las historias respectivas. Algunos se fotografían sosteniendo un palo de selfie ante la celda que representa los motines de la época del Vaquilla. El habitáculo está hecho unos zorros, con colchones, sillas y mantas, y suciedad y miseria. Enfrente, una recreación de una celda original de 1904, pensada para un solo preso, limpia y modélica, en la que habría pasado el tiempo Ferrer i Guàrdia esperando su condena a muerte.

Al lado de Francesc, que ya ha acabado su acuarela −ciertamente más bonita que la realidad que refleja−, un preso de tercer grado que ahora tiene que ir cada noche a dormir a Brians advierte, señalando a su alrededor: “Esto lo han dejado precioso, pero no os lo creáis; la Modelo no era así”. A la salida del recinto, pasadas las tres cancelas de seguridad, en el patio exterior, el Departamento de Justicia de la Generalitat ha montado –al modo de una tienda de museo– un puestecito donde se pueden adquirir cestos, bolsas, libretas, toallas, telas…, todo ello fabricado por presos. En las etiquetas de esos productos se lee: “Made in CIRE”.

El urbanismo barcelonés, una mirada a la vida cotidiana

Foto: Arianna Giménez

El Ayuntamiento propone rediseñar la ciudad para visibilizar la diversidad de actividades que se realizan en ella cada día, y no solo ni principalmente las centradas en la productividad. Desde el departamento de Transversalidad de Género se apunta que la ciudad actual está “centrada en el modelo del macho ganador de pan”.
Foto: Arianna Giménez

En el camino de desplazar el foco del urbanismo de la vertiente productiva a la humana cobra un relieve especial la perspectiva de género: se trata de conseguir un uso igualitario de la ciudad partiendo de la diversidad de género, origen, edad o funcional de la vecindad.

La calle Princesa se inauguró en noviembre de 1853, el mismo año en que el Ayuntamiento de Barcelona enviaba a Madrid el proyecto de demolición de las murallas, que comenzaría al año siguiente. Casi diecinueve siglos después de la fundación de Barcino, la ciudad se preparaba para su transformación urbanística más importante: la expansión hacia el Llobregat y el Besós. La construcción de la calle Princesa comportó el derribo de decenas de viviendas y algunas callejas medievales desaparecieron. Pero, para los dirigentes de la época, valía la pena: la apertura de la calle citada aseguraba una vía recta, directa y ancha para que los carruajes (militares) pudiesen cubrir fácilmente los 750 metros que separan la Ciutadella de la plaza de Sant Jaume.

Se buscaba esponjar la ciudad todo lo posible para evitar las revueltas populares en las callejas, en las que levantar una barricada era mucho más sencillo que en la esquina de la Gran Via con el paseo de Gràcia, por poner un ejemplo. El resultado fue una ciudad que facilitaba acudir al trabajo con un vehículo a motor, una ciudad que fue creciendo paralelamente a la consolidación del sistema capitalista y que tomaba como referencia para definirse el mundo público –el del hombre trabajador, el hombre público que lleva el sueldo a casa– frente al mundo privado –el de la mujer ama de casa, la mujer privada, que no ve ni un duro por su trabajo.

Las ciudades no son neutras; Barcelona, tampoco. Sonia Ruiz, jefa del Departamento de Transversalidad de Género del Ayuntamiento, apunta que hace falta un modelo de ciudad que responda a las necesidades y experiencias de la vida cotidiana: “La ciudad está centrada en el modelo del male bread winner [macho ganador del pan]. No está pensada para otro usos, los que no tienen en el centro tan solo el mercado laboral formal: es decir, los servicios públicos, las tiendas, las escuelas, los centros de asistencia primaria (CAP), entre otros”.

A fin de tener en cuenta otras necesidades y vivencias, imprescindibles para construir barrios, el Ayuntamiento de Barcelona se ha propuesto rediseñar la ciudad con el objetivo de visibilizar la diversidad de actividades, usos y tareas que realizan cada día las personas: desplazar el foco del urbanismo de la vertiente productiva a la humana. Este ambicioso objetivo necesita, pues, actuar de manera transversal –no solo desde el urbanismo– para asegurar que tales cambios tengan éxito. Al poco rato de conversar con Sonia Ruiz, esta necesidad sale a la luz: “Antes de poner en marcha algunas medidas, había que ordenar la casa”. En diciembre de 2015 (medio año después de iniciarse el mandato), la nueva administración municipal presentó la medida de gobierno de transversalidad de género, que tenía como objetivo “integrar la perspectiva de género en todas las fases de las políticas públicas”, explica Ruiz. Todo ello supone un proceso de cambio institucional que implica revisar procesos y rutinas para incorporar la igualdad como requisito, formar al personal del Ayuntamiento e incorporar expertos en feminismos.

Urbanismo con perspectiva de género

Foto: Arianna Giménez

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Las mujeres necesitan más imperiosamente una ciudad accessible porque son las que más la pisan, a menudo cargadas con el carro de la compra o con el cochecito del hijo o la hija.
Foto: Arianna Giménez

Ha sido, precisamente, el Área de Ecología, Urbanismo y Movilidad la que más ha trabajado la medida de gobierno “Urbanismo con perspectiva de género”, significativamente subtitulada “Urbanismo de la vida cotidiana”, que se presentó el 22 de marzo. El plan no se propone preocuparse solo de las problemáticas referidas a las mujeres, sino que pretende devolver el uso humano a la ciudad desde una perspectiva de igualdad teniendo en cuenta la diversidad de género, origen, edad o funcional de la vecindad. Una perspectiva que, justamente por basarse en la igualdad, se fundamenta en el feminismo: “Es cierto que tenemos más en cuenta a las mujeres porque hay una exclusión histórica, pero la medida no está pensada para las mujeres, sino que su objetivo es situar la vida cotidiana de las personas en el centro, con una perspectiva clara de género”, asegura Mercè Llopis, coordinadora técnica de la Dirección de Modelo Urbano (en el seno de la Gerencia de Ecología Urbana) del Ayuntamiento.

Hombres y mujeres no usamos la ciudad de la misma manera. El Plan por la justicia de género, publicado en julio de 2016, explicita que existe un “fuerte sesgo de género tanto en lo referente a los usos como en cuanto a las libertades y a los derechos asociados” a la ciudad. Además, el Plan muestra que las mujeres utilizan las tiendas de barrio, los CAP, las escuelas, las guarderías y los parques infantiles más que los hombres, que a su vez usan más los equipamientos deportivos y los de ocio. Una fotografía demasiado bien enfocada de los roles tradicionales: la mujer cuida de la familia, el hombre es el proveedor y disfruta de su ocio.

La Encuesta de Movilidad en Día Laborable realizada en 2014 por la Autoridad Metropolitana del Transporte, junto con el Ayuntamiento y la Generalitat, también muestra un uso diferenciado por sexos. Las mujeres, según la encuesta, se desplazan mayoritariamente por motivos familiares y en segundo término por motivos ocupacionales (15,6 %), mientras que los hombres se mueven sobre todo por motivos ocupacionales (19,4 %). Las mujeres realizan más trayectos, con más frecuencia y, sobre todo, de más proximidad. Aparte, las mujeres utilizan más el transporte público y caminan más, y los hombres, en cambio, usan más el transporte privado: un 32,3 % de los hombres utilizan el coche, por delante de un 25,4 % de las mujeres. Son las mujeres, pues, las que más necesitan una ciudad accesible porque son las que más la pisan, a menudo cargadas con el carrito de la compra o con el cochecito del hijo o la hija.

Ante esta situación, Sonia Ruiz, desde el Departamento de Transversalidad de Género, informa de que la estrategia a seguir tiene que ser dual: “Hay algunas actuaciones en que intentamos que las mujeres no sufran discriminaciones y otras en que el objetivo es equilibrar la participación de hombres y mujeres. Hay acciones positivas en espacios a los que nunca van mujeres, y otras en espacios a los que intentamos que vayan más los hombres, como las guarderías”.

Foto: Arianna Giménez

Los hombres, que se mueven sobre todo por motivos ocupacionales, usan más el transporte privado que las mujeres: un 32,3 % de los hombres utiliza el coche en sus desplazamientos, por delante de un 25,4% de las mujeres, según la última Encuesta de Movilidad en Día Laborable (2014) en el Área Metropolitana.
Foto: Arianna Giménez

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Los patrones de movilidad de las personas cambian según la carga de cuidados que pese sobre ellas, una carga que es especialmente importante en el caso de las mujeres. Buena parte de las actuaciones urbanísticas previstas se pensarán desde esta perspectiva.
Foto: Arianna Giménez

Una de las actuaciones que contempla la perspectiva de género es la de los ejes transversales de la avenida Meridiana. El objetivo, según Mercè Llopis, es convertirla en una calle más amable con aceras más transitables y por la que no circulen tantos coches. En estas mejoras la perspectiva de género se manifestará en la conformación de los itinerarios que siguen principalmente las vecinas para atravesar la avenida de lado a lado: “Intentaremos que las rutas que la cruzan sean cómodas, que la gente que vive a un lado de la Meridiana pueda ir al otro y comprar, ir a la escuela o llevar a cabo la actividad que prefiera. Hay que dejar de concebir la Meridiana como un río difícil de cruzar”, manifiesta Llopis.

Contra la feminización de la pobreza

Sin embargo, para romper con esta narrativa de separación de género en los ámbitos urbanos se precisa actuar de raíz sobre el problema de la feminización de la pobreza, un impedimento estructural para conseguir más igualdad de condiciones. El 28 % de los habitantes de Barcelona se encuentra en riesgo o situación de exclusión y, de este total, un 55 % son mujeres. “La media de ingresos de las mujeres por rentas del trabajo es un 18 % inferior a la de los hombres”, se recoge en el Plan para la justicia de género en Barcelona. Además, debido a su responsabilidad desproporcionada en la prestación de cuidados y en el trabajo doméstico no remunerado, para las mujeres barcelonesas es más difícil salir de la precariedad. “La gentrificación también afecta más a las mujeres no blancas, de edad avanzada, pobres, familias numerosas, mujeres mayores, familias monoparentales femeninas y mujeres inmigradas, entre otras”, según la medida de gobierno de Urbanismo y Género.

Sin duda, los ejes de desigualdad habituales (edad, origen, clase, identidad u orientación sexual) generan las experiencias de pobreza más flagrantes: “Así, la falta de permiso de trabajo y de certificación de estudios y la transexualidad excluyen a las mujeres del mercado laboral formal”, recoge la Estrategia contra la feminización de la pobreza y la precariedad, publicada en julio de 2016. Este plan, que busca reducir a medio y largo plazo la pobreza femenina en la ciudad, estudia las realidades socioeconómicas diferenciadas por género: “Las mujeres mayores, a consecuencia de una trayectoria laboral intermitente o centrada en el hogar, reciben pensiones contributivas en un 38 % menos de casos que los hombres, y las familias monoparentales encabezadas por mujeres sufren un riesgo de pobreza elevadísimo, del 40 %”.

Las políticas de austeridad y los recortes de derechos que han supuesto las reformas laborales y de las pensiones, junto con la reforma del artículo 135 de la Constitución o la firma del rescate bancario con dinero público han provocado una reducción de los presupuestos y del personal de los servicios públicos que afecta más a las mujeres, porque son las que más necesidades tienen.

Esta situación de desigualdad en el reparto de la riqueza se vio agravada con la disminución del gasto público destinado a los servicios de cuidados –debido a la congelación de la Ley 39/2006 de Autonomía Personal– y la reducción de plazas públicas en las guarderías. Con este panorama, y sin perder de vista el enfoque urbanístico, el Ayuntamiento trabaja por democratizar y sociabilizar los cuidados: no los pueden seguir llevando a cabo mayoritariamente las familias y, dentro de ellas, las mujeres, sino que deben responsabilizarse más de ellas los hombres y la Administración. O, como mínimo, se propone ayudar a cambiar la cara a la ciudad para que sea más amable e inclusiva con las personas que ejercen los cuidados.

En esta línea, la Concejalía de Ciclo de Vida, Feminismos y LGTBI preparó una medida sobre democratización de los cuidados que se presentó en plenario a finales del mes de mayo. Marta Cruells, asesora de políticas de igualdad de género de la Concejalía, asegura que esta medida se ha preparado durante un año y medio, realizando un diagnóstico con personas que son cuidadas y personas que cuidan, con grupos y servicios que proveen de cuidados, de crianza compartida y con organizaciones que cuidan de las personas mayores, entre otros.

La medida tiene como objetivo reconocer los cuidados y ponerlos en valor teniendo en cuenta, tal como explica Marta Cruells, que desde que nacemos y hasta que morimos “todas las personas necesitaremos ser cuidadas y, probablemente, todas también cuidaremos a alguien”. Una manera evidente de reconocer socialmente esta actividad es contabilizarla: “Los cuidados suponen un porcentaje de un 25 % del producto interior bruto de una sociedad”, asegura Cruells. Es, pues, mucho dinero para una actividad que a menudo no está remunerada.

La medida contempla más de setenta actuaciones, la primera de las cuales fue la realización de un mapa con todos los programas y los servicios que ya ofrece el Ayuntamiento a la hora de proveer de cuidados. Buena parte de las actuaciones urbanísticas se pensarán desde la perspectiva de los cuidados, ya que, como explica Marta Cruells, los patrones de movilidad cambian según la carga de cuidados que pesa sobre las personas: “Es una manera más de entender la ciudad desde la vida cotidiana”. Entre las medidas concretas que se proponen se cuentan la construcción de cinco espacios familiares más y la ampliación en diez el número de guarderías.

Seguridad y prevención

Los cambios estructurales en materia de transversalidad, lucha contra la precarización, movilidad y cuidados no tendrán nunca éxito si no se acaba con las violencias machistas. El Área de Prevención y Seguridad llevó a cabo una auditoria de seguridad y género en 2013 para transversalizar la perspectiva de género en la recogida de datos sobre seguridad y en la implementación de políticas públicas de seguridad y prevención en Barcelona. A raíz de la auditoria se formó al personal técnico municipal en la metodología de marchas exploratorias de seguridad con perspectiva de género. Las marchas sirvieron para empezar a diagnosticar los espacios que crean percepción de inseguridad y establecer actuaciones para mejorar el espacio público con el fin de errradicar las violencias machistas urbanas.

Foto: Arianna Giménez

El Plan de barrios prevé realizar marchas exploratorias de mujeres en todos los barrios para detectar los factores que les crean inseguridad.
Foto: Arianna Giménez

Sonia Ruiz, jefa del Departamento de Transversalidad de Género, valora la única marcha exploratoria que se ha realizado durante el presente mandato, el 24 de noviembre de 2016, en la Colonia Santiveri del barrio de la Mare de Déu del Port, en la Zona Franca: “Las demandas de las asistentes –unas veinte vecinas, técnicas y activistas, entre otras– eran muy asumibles, como por ejemplo alumbrado, escaleras, poda de árboles o limpieza”. Los lugares más peligrosos acostumbran a ser los puntos oscuros y las zonas con mucha vegetación, donde las mujeres son más vulnerables, allí donde no pueden ver ni ser vistas: “Por eso procuramos que a las marchas exploratorias asistan los actores que tienen el poder de ejecutar las mejoras; por ejemplo, Guardia Urbana y Parques y Jardines”.

En el marco del Plan de barrios está previsto llevar a cabo, como mínimo, una marcha de estas características en cada barrio. “La previsión es completar diez más durante los próximos dos años”, informa Sonia Ruiz. Una de estas tendrá lugar, probablemente, en la calle de Pi i Margall, en el marco del plan de remodelación de esta vía. Mercè Llopis, desde el Área de Ecología Urbana, asegura que se ha abierto un proceso de participación en el que se han implicado vecinos, comerciantes y, especialmente, los consejos de mujeres de los dos distritos afectados, Gràcia y Horta-Guinardó. El peligro radica en la posibilidad de que esta participación no contemple la perspectiva de género: “Dependiendo de la hora en que se realice el encuentro y si no ponemos herramientas para asegurar la participación de las mujeres (como un espacio de atención para cuidar de los niños pequeños) asistirán muchos más hombres que mujeres –argumenta Sonia Ruiz–. Y lo más probable es que los hombres, cuando les preguntes en qué tendría que consistir la renovación de su calle, respondan que se necesitan más plazas de aparcamiento”.

El 29,9 % de barcelonesas han sufrido a lo largo de su vida una agresión machista grave y el 16,3 % la ha sufrido en la calle; un 29 % procura no salir nunca sola, y solo un ­0,4 % de las mujeres victimizadas ha denunciado los hechos. Son datos de la Encuesta de violencia machista publicada en 2011; unos datos aterradores que ponen de manifiesto el aprendizaje de numerosas estrategias de autoprotección que son exclusivamente femeninas (más de un 9 % lleva encima algún objeto de autodefensa, como por ejemplo un espray) y que se basan en limitar la exposición a los riesgos del espacio público, lo que, de paso, limita su libertad de movimientos y su autonomía personal.

Los movimientos sociales y feministas del barrio del Poble-sec, avanzándose a la institución, establecieron un protocolo de acción durante las fiestas mayores del año 2015 para actuar ante las agresiones sexistas que pudieran producirse. El protocolo fue galardonado por el Consistorio con el Premio 25 de Noviembre (Día Internacional para la Eliminación de la Violencia hacia las Mujeres). Tras esta experiencia, durante el año 2016 se ha ido trabajando en el resto de distritos para poner en funcionamiento protocolos similares, pero adaptados a la idiosincrasia de cada fiesta: “Desde la Concejalía –explica Marta Cruells– hemos pedido que todos los protocolos incluyan unos mínimos elementos comunes, como la impartición de una formación básica a todas las personas responsables de la organización de cada fiesta. No es lo mismo una fiesta macro como la de Gràcia que una más pequeña como la de Nou Barris, que prácticamente no tiene conciertos”.

Durante las fiestas de la Mercè de 2016 se actuó siguiendo otra línea. Se colocó un stand en la avenida de la Reina Maria Cristina, que es donde se llevaban a cabo los conciertos que atraían a un público más joven. Dos personas atendían el stand y dos más deambulaban por la zona de conciertos. “Si presenciaban alguna situación de agresión o si alguien les reclamaba, actuaban directamente. Lo hicieron en un par de ocasiones. También se dirigieron personas al stand para informar que habían sufrido una agresión y pidiendo ayuda. En total hubo una decena de casos”, recuerda Marta Cruells.

Este mismo modelo también se puso en funcionamiento en las fiestas de la Lali Jove, el 12 de febrero, y el stand se instalará de manera permanente en la Vila Olímpica, una zona de ocio nocturno intensivo con abundancia de bares y discotecas, con mucha población extranjera que viene a pasar unos días de fiesta a Barcelona y muchos estudiantes universitarios con becas Erasmus. “Los Mossos –informa Cruells– detectaron un aumento de los datos de denuncia por agresión sexual en esta zona de la ciudad”.

Una de las actuaciones que se propusieron para las fiestas del Poble-sec consistía en detener la música cuando se produjese una agresión sexista y se informara del hecho a los asistentes por la megafonía. Que el motor del modelo urbanístico barcelonés se detenga del todo y vuelva a arrancar con una mirada diferente es algo que solo será posible gracias a la labor de vanguardia de los movimientos sociales y a la conciencia política de un consistorio con perspectiva de género.

Vecinas y obreras, décadas de lucha silenciada

Las narrativas históricas surgidas de la Transición han ignorado a menudo el papel de los movimientos sociales y, aún más, el peso de las mujeres en las luchas vecinales y obreras. Las cuatro historias de vida que presentamos ejemplifican la invisibilización de la mujer combativa por pertenecer a la clase trabajadora, por ser mujeres y, en su caso, además, por ser migrantes.

Foto: Lluís Salom

Manifestación del colectivo de limpieza del hospital de Bellvitge, organizada por el sindicato CC.OO., en petición de mejoras laborales; Via Laietana, 1986.
Foto: Lluís Salom

Paqui Jiménez tuvo una destacada participación en una de las luchas obreras emblemáticas del final del franquismo, la huelga de la Harry Walker. Maruja Ruiz, presidenta del Casal de la Gent Gran de La Prosperitat, fue una de las promotoras del encierro de mujeres y niños en la iglesia de Sant Andreu de Palomar, en 1976, en solidaridad con sus maridos y padres, trabajadores en huelga de Motor Ibérica. La barcelonesa Llum Ventura es consejera de Distrito de Ciutat Vella y una de las fundadoras de la asociación Les Dones del 36, que se ha esforzado por rescatar la memoria de las mujeres de la Guerra Civil. Las camareras de hotel, uno de los colectivos laborales más olvidados y peor tratados, se hacen presentes con el testimonio de Rosmery.

“Willy, nos siguen”, le dije a Willy, aunque en realidad no se llamaba así. “No fastidies, Ana”, me debió de contestar él, aunque mi nombre real tampoco era ese.

»Era 1970 y nuestro bus circulaba por Virrei Amat. Hacía unos días que las trabajadoras de la fábrica Harry Walker nos habíamos declarado en huelga. Yo había recogido las direcciones de todos los compañeros huelguistas y, de tanto miedo que tenía de que encontrasen los papeles con las direcciones, decidí guardarlos en las bragas, envueltos en plástico y telas, como si fuesen una compresa.

»“Ana, nos siguen”. A Willy le entró tal desespero que se bajó del autobús y me dejó sola. Todos tenemos momentos de pánico y en aquel momento la policía ya había detenido a algún compañero. Y le habían hecho bastante daño. Total, que me quedé en el bus hasta el final de la línea, en Trinitat Vella, y después corrí y corrí y acabé buscando refugio en casa de unos amigos curas.

»“Os lo montáis como queráis, pero yo esta noche duermo aquí”, les dije, y así fue. Qué miedo cuando bajé del autobús, en la Via Júlia: el tipo que me seguía estuvo a punto de cogerme, pero corrí y corrí.»

Foto: Albert Armengol

Paqui Jiménez, destacada protagonista de una de las huelgas emblemáticas de los últimos años del franquismo, la de la empresa de automoción Harry Walker, en 1971.
Foto: Albert Armengol

Ana en realidad se llama Paqui Jiménez y nació en Baeza (Jaén), en 1946, aunque desde hace décadas vive en un pisito de la Esquerra de l’Eixample, desde donde recuerda aquellos tiempos con una voz sosegada y fina, rodeada de infinidad de plantas de interior.

El Casal de la Gent Gran (centro asistencial y de ocio para personas mayores) del barrio de La Prosperitat se encuentra a una calle de la mencionada Via Júlia. Maruja Ruiz, su presidenta, nació en Guadix (Granada), en 1936. Es una veterana activista vecinal. Le pregunto cuántas veces acabó en comisaría: “Ay, nene… Muchas, ya ni me acuerdo, pero siempre terminaba por salir… El día en que protestábamos por el bloque fantasma de la Via Favència nos metieron en el calabozo con dos tipos que tenían el mono. Conmigo había un vecino que estaba muerto de miedo porque nunca lo habían detenido, lloraba y todo. Uno de los que tenía el mono se daba cabezazos contra la pared y gritaba… Creo que el vecino que me acompañaba debe de estar aún corriendo por ahí… ¡Nunca más supe de él!” Maruja, sombra de ojos azul celeste, cardado perfecto, se ríe al hacer memoria.

Llum Ventura es consejera del Distrito de Ciutat Vella. Nació en 1941 en el Poble-sec, “en el seno de una familia anarquista, de perdedores, muy comprometida –explica–. Tuve una infancia dura, era una niña muy invisibilizada. Pero un día una pariente, que tenía una peluquería en el barrio, me llamó para que la ayudase a lavar cabezas. Después monté mi primera peluquería en el piso en que vivía, un séptimo”.

Foto: Albert Armengol

Llum Ventura, consejera del Distrito de Ciutat Vella y una de las impulsoras del proyecto de preservación de la memoria histórica sobre las mujeres durante la República y la Guerra Civil a través de la asociación Les Dones del 36.
Foto: Albert Armengol

Allá por 1979, con una democracia frágil recién estrenada, Llum Ventura abría otra peluquería, llamada La Mar, bien cerquita del Museo Picasso. Era un espacio reducido donde había una pequeña biblioteca para las mujeres del barrio, en la que no había ninguna revista del corazón y Llum facilitaba información sobre cómo abortar: “Una vez al mes venía la Françoise, una mujer de Toulouse, a practicar abortos clandestinos”, recuerda.

Las uñas de las manos de Rosmery, boliviana llegada hace un decenio a Cataluña, están muy afiladas, como las de todas las camareras de hotel. Se ve que del roce constante con la tela, las sábanas, las toallas…, las uñas acaban afiladas como cuchillas. Si se despista y se roza la piel se hará una herida, y no se lo puede permitir. La jefa de Rosmery apenas le da media hora para limpiar de arriba a abajo el apartamento turístico que regenta. No tiene tiempo ni para rechistar: “Cuando es temporada alta, puede ser que ni siquiera tengamos un día de descanso. No sabemos ni de nuestras familias; llegamos a casa directamente para cenar o dormir, y al otro día a levantarse y a trabajar –se ajusta las gafas y aprovecha para hacer una pausa necesaria–. Esa es nuestra esclavitud, no tenemos vida”.

Rosmery ya no puede trabajar más, porque sufre epicondilitis (una lesión más conocida como codo de tenista), y apenas le quedan dos meses de paro. Si no fuese por la ayuda del colectivo de camareras de hotel Las Kellys, estaría completamente desamparada; ni siquiera han reconocido su lesión como enfermedad laboral.

Las narrativas históricas surgidas de la Transición, según defiende la historiadora Cristina Borderías, han ignorado durante bastante tiempo el papel de los movimientos sociales y, aún más, el peso histórico de las mujeres en las luchas vecinales y obreras. Las historias de vida de estas cuatro mujeres son una muestra a escala de una realidad gigantesca y perversa, la de la doble (e incluso triple) invisibilización de la mujer obrera, de la mujer combativa: un cerrojo en la na­rrativa oficial que las aparta de la memoria por pertenecer a la clase trabajadora, por ser mujeres y por ser migrantes.

Las mujeres del textil

Las uñas de las trabajadoras del textil catalán deberían de estar igual de afiladas que las de las camareras de hotel de nuestros días. “La Revolución Industrial se hizo en Barcelona gracias a las mujeres”, asegura la historiadora Isabel Segura. A partir de la introducción de la máquina de vapor, las industrias se modernizan y cambia la estructura de la ciudad. Las cocinas de las casas modernas tienen una sola entrada y en ellas no cabe más de una persona. Una mujer, claro. El trabajo doméstico no es remunerado y el jornal del marido no llega para alimentar a toda la familia. La mujer trabajará en casa y también en la fábrica. Una vecina del barrio de Sants de mediados del siglo xix, por ejemplo, coserá los remiendos de las ropas ajadas de su familia y no cobrará por ello, pero se levantará a las cinco de la mañana para entrar a trabajar en la fábrica de panas Güell, Ramis y Cía. –el Vapor Vell, la mayor fábrica textil de España por entonces– y tejerá y tejerá durante doce horas por un jornal de miseria, menos aún de lo que cobraría un hombre por la misma faena.

En aquella fábrica, activa de 1846 a 1890, tres cuartas partes de la plantilla eran mujeres. Su dueño, Joan Güell (Torredembarra, 1800) se hizo rico en Cuba, donde monopolizaba todo el mercado de La Habana. Existe la sospecha, no confirmada, de que parte de su fortuna provino del tráfico de esclavos. No es de extrañar que los movimientos sociales de Sants –responsables de la conversión de esa y otras antiguas industrias del barrio en equipamientos públicos– hayan cubierto la placa de la calle de Joan Güell, en la propia fachada de la fábrica, con el nombre de Carrer de les Dones del Vapor Vell [calle de las mujeres del Vapor Vell]. La lucha por desviar el foco desde la burguesía hacia las clases populares en las narrativas históricas de la construcción de la ciudad empieza, a menudo, por una revisión exhaustiva e igualitaria del nomenclátor.

Nunca ha sido fácil para la mujer combinar su condición de doble trabajadora (doméstica y remunerada) con una lucha activa en los movimientos sociales. Más allá de un evidente problema de tiempo, a muchos colegas de fábrica les parecía mal que las mujeres trabajasen con ellos, ya que consideraban que el puesto de trabajo se degradaba por el hecho de ocuparlo una mujer, lo que conducía a un descenso salarial, explica la historiadora Nadia Varo: “Estas cosas pasaban sobre todo en épocas de escasez de trabajo. Se las intentaba expulsar del mundo laboral, se les impedía trabajar como aprendizas y no se cuestionaba que sus salarios fueran mucho más bajos”.

Históricamente, tampoco ayudaron algunos intelectuales de las corrientes socialistas y anarquistas que florecieron durante la segunda mitad del siglo xix. Las ideas a este respecto de Pierre-Joseph Proudhon, uno de los padres del pensamiento anarquista, resultan perversas. Proudhon señala el hogar y el trabajo doméstico como el lugar natural de la mujer. Desde su punto de vista, aquella que trabajase fuera de su casa le estaba robando el puesto a un hombre. Cabe decir que esa no era una corriente mayoritaria dentro del pensamiento revolucionario y que, por ejemplo, Friedrich Engels apunta ideas más tranquilizadoras en su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el estado: “La emancipación de la mujer y su igualdad con el hombre son y seguirán siendo imposibles mientras permanezca excluida del trabajo productivo social y confinada dentro del trabajo doméstico, que es un trabajo privado”.

Foto: Pilar Aymerich

Manifestación multitudinaria por el centro de Barcelona pidiendo la amnistía para las mujeres, año 1977.
Foto: Pilar Aymerich

Según datos recogidos por Isabel Segura en el libro Dones de Sants-Montjuïc, itineraris històrics [Mujeres de Sants-Montjuïc, itinerarios históricos], en 1905 trabajaban en el conjunto de la industria textil barcelonesa más de 5.000 hombres, casi 16.500 mujeres y algo más de 5.000 niños y niñas en unas condiciones más que precarias y con unos horarios que a menudo no respetaban las leyes vigentes desde 1873, cuando se estableció la jornada laboral de once horas diarias. Ese mismo año de 1905, la obrera textil y anarquista Teresa Claramunt (Sabadell, 1862) publicó La mujer. Consideraciones generales sobre su estado ante las prerrogativas del hombre, uno de los textos pioneros del anarcosindicalismo feminista. Antes, en 1889, había fundado la primera organización feminista de España, la Sociedad Autónoma de Mujeres de Barcelona. Detenida a raíz de los atentados de la procesión de Corpus de 1896, Claramunt fue desterrada a Inglaterra hasta el año 1898, aunque oficialmente no se la acusó de ningún delito. En 1902 tomó parte en la huelga general de febrero y fue detenida de nuevo durante la Semana Trágica barcelonesa de 1909. Teresa Claramunt falleció en la víspera de las elecciones municipales de 1931. Fue enterrada el mismo día 14, mientras se proclamaba la Segunda República.

“Libertar a la mujer casada del taller”

La Guerra Civil y la dictadura de Franco truncaron cualquier atisbo de progreso, emancipación o libertad para las mujeres. El Fuero del Trabajo, de 1938, prometía “libertar a la mujer casada del taller y de la fábrica”. El matrimonio se declaraba “uno e indisoluble”, como establece otra de las leyes fundamentales del franquismo, el Fuero de los Españoles (1945). Abortar o difundir prácticas anticonceptivas se convirtieron en delito penal en 1941, y la maternidad, en poco menos que una obligación biológica y cristiana, como defendió Pilar Primo de Rivera, delegada nacional de la Sección Femenina de Falange de 1937 a 1977: “El verdadero deber de las mujeres con la Patria es formar familias con una base exacta de austeridad y de alegría, en donde se fomente todo lo tradicional”. Y si las mujeres querían trabajar, necesitaban el permiso de sus maridos. Con todo, la economía de posguerra no podía permitirse que millones de mujeres no trabajaran –sectores como el textil se habrían hundido–, de modo que aquel propósito de “libertar a la mujer del taller” quedaría en agua de borrajas. Son años de lucha silenciosa, aquellos que la consejera de distrito Llum Ventura recuerda como el tiempo del “calla, calla, calla, no hables de eso”.

Foto: Pilar Aymerich

Manifestacion en torno a la prisión de mujeres de La Trinitat para pedir que se sustituyese por funcionarias a las monjas que estaban al cargo de las internas, de la orden Cruzadas Evangélicas de Cristo Rey, y otras reivindicaciones como que se permitiera a las presas la lectura de publicaciones legales, hablar en la lengua propia y vestirse con su ropa. Año 1976.
Foto: Pilar Aymerich

No es la primera vez que Ventura trabaja para la administración. Sorbiendo un cortado y con ojos nostálgicos recuerda su época de consejera independiente en el consistorio de Pasqual Maragall: “Yo estaba mucho más a la izquierda, pero acepté el cargo para llevar a cabo proyectos como el de la recuperación de la memoria de las mujeres de la Guerra Civil, Les Dones del 36 [Las Mujeres del 36]”. Viajó a Madrid, preguntó nombres. En Barcelona visitó a mujeres comunistas, de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), pero lo que más le interesaba era contactar con alguna mujer anarquista, como su madre y su tía, llamada también Llum: “A los de la CGT [el sindicato anarcosindicalista Confederación General del Trabajo] les tuve que decir que mi nombre es Llum y que el de mi madre era Llibertat, y que el proyecto de recuperación de la memoria no tiraría adelante sin una mujer anarquista”. Así fue como conoció a Concha Pérez, libertaria, anarquista, presa durante unos meses en la cárcel de mujeres de la calle de la Reina Amàlia: “A través de aquel proyecto y, sobre todo, tras conocer a Concha, recuperé mis orígenes y valores libertarios”. Se acabó el “calla, calla, calla”.

La memoria no perdura si no se cultiva. Ventura y las mujeres del 36 crearon una asociación y recorrieron escuelas e institutos avivando el recuerdo, perpetuándolo en las siguientes generaciones. Una de las charlas tuvo lugar en Montjuïc con motivo del vigésimo aniversario de las primeras Jornades Catalanes de la Dona [Jornadas Catalanas de la Mujer], celebradas en la Universidad de Barcelona en 1976.

Mujeres en movimiento[s]

Precisamente para conmemorar el cuadragésimo aniversario de estas jornadas, el Ayuntamiento ha puesto en marcha el proyecto “En moviment[s]. Dones de Barcelona. 40 anys i més… 1976-2016” [En movimiento(s). Mujeres de Barcelona. 40 años y más… 1976-2016]. Se desarrollará hasta el mes de julio y en su programa figuran exposiciones, mesas redondas, actividades de cinefórum y la edición de un texto a cargo de la historiadora Cristina Borderías, comisaria del proyecto: “Ha salido adelante porque tenemos un gobierno municipal más abierto a estos temas, además de que en los últimos años se ha registrado un cierto auge del movimiento feminista. La propuesta ha sido bien recibida por estos colectivos, lo que no siempre ocurre con los proyectos impulsados por las instituciones. Ahora hay más conexión entre el movimiento feminista y el gobierno local”, asume Borderías.

El compromiso democrático y antifranquista de aquellas mujeres sigue inalterable, aunque se haya arrinconado su memoria: “Tuvieron presencia en los sindicatos, los partidos políticos y las asociaciones vecinales, pero se les vetaba el acceso a los niveles directivos y se les negaba la capacidad de representación de aquellas organizaciones”, recuerda Borderías en el libro escrito a propósito de la muestra “En Moviment[s]”. Tal compromiso es el que tuvieron Paqui Jiménez y sus compañeras de la empresa de automoción Harry Walker cuando hicieron huelga en pleno franquismo.

¿Cómo era trabajar en esa fábrica? Paqui Jiménez lo explica con detalle: “Nos llegaban los carburadores y nosotras, con unas cuchillas finas y duras, quitábamos las rebabas. Éramos casi veinte mujeres trabajando en cadena. Era muy duro; cuando iba al lavabo me fallaban las piernas del esfuerzo que tenía que hacer. Si no conseguíamos la prima de productividad, el sueldo no nos alcanzaba. Trabajábamos desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde, con dieciocho minutos para desayunar. Los hombres eran muy rudimentarios; trabajaban en el torno, donde les saltaba una especie de aceite que quemaba las manos. Los jefes llevaban allí a trabajar a las mujeres más combativas. Yo protestaba, no quería ir. –Paqui tuerce el gesto, se muerde la lengua, pero al final se suelta–. Maldecía al patrón y me negaba. Era un tipo analfabeto, un desgraciado, un garrulo, que trataba a las mujeres como si fuéramos cerdos… Me enfrentaba a él, lo atemorizaba y al final me quitaba del torno”.

Durante la dictadura fue constante la masculinización de las trabajadoras, sostiene Nadia Varo, historiadora experta en el papel de la mujer en las luchas obreras de Comisiones Obreras en aquella época: “A las mujeres se las victimizaba cuando padecían por las condiciones de trabajo, pero cuando protagonizaban un conflicto real se las masculinizaba y pasaban a ser ‘trabajadores’”. Esto se hacía por miedo a que los trabajadores varones no aceptasen a las mujeres como compañeras de lucha.

“Cada vez nos subían más la cuota de trabajo necesaria para conseguir la prima –recuerda Paqui Jiménez–, y no podíamos llegar, era imposible. La gente estaba muy caliente. Amenazaron con despedir a unos compañeros especialmente combativos y ahí fue cuando, en 1971, formamos el comité de empresa de la Harry Walker y empezamos la huelga. Nos reuníamos clandestinamente. Recuerdo levantarme a las tres de la madrugada para ir a lanzar octavillas a la boca del metro de Santa Eulàlia. Era todo muy rápido, las tirábamos y salíamos corriendo para poder entrar a las seis en la fábrica. De este modo, si ocurría algo, yo siempre podía alegar que había acudido a trabajar”.

Foto: Albert Armengol

Maruja Ruiz, actual presidenta del Casal de la Gent Gran de la Prosperitat, fue una de las organizadoras de la protesta de la fábrica Motor Ibèrica.
Foto: Albert Armengol

La historiadora Cristina Borderías explica que a través de la lucha obrera muchas mujeres descubrieron “los límites de la acción individual y la necesidad de darse apoyo mutuo”. Paqui Jiménez es más explícita y recuerda que cuando se metió en aquel mundillo “se le abrieron los ojos como platos”. La lucha vecinal también significa solidaridad, unión y cooperación para Maruja Ruiz: “¡Es que no tenéis ni idea de lo mucho que podéis llegar a perder! –abronca Maruja a la juventud actual, muy solemne–. Se me pone la piel de gallina solo de pensar que tengáis que pasar por lo mismo que nosotros…, ¡piel de gallina!”

El encierro de Motor Ibérica

“Mi marido se tiró trece años trabajando en la fábrica [de vehículos de transporte y maquinaria] Motor Ibérica, y por encabezar una huelga le echaron. Era el mismo año en que se pedía la amnistía laboral, 1976. Entonces yo hablé en la asamblea de vecinos y dije que podía movilizar a las mujeres de los trabajadores –Maruja Ruiz rebosa confianza en sí misma–. Intentamos que nos hicieran caso, pero no había manera, así que al final decidimos encerrarnos”.

Para movilizar a las mujeres Maruja acudió al sindicato vertical franquista. “Me voy al sindicato y les digo a los hombres que haremos una asamblea con las mujeres. Las llamo. Cuando ya tenía el grupo formado, un grupo bastante majo, decidimos encerrarnos las mujeres y los niños. Buscamos un sitio céntrico, que fue la iglesia de Sant Andreu de Palomar. La actual sede del Distrito de Sant Andreu, frente a la iglesia, la ocupaba entonces un ambulatorio, y pensamos que nos iría bien tenerlo tan cerca por si le pasaba algo a algún crío. El metro estaba a pocos pasos, y la Pegaso, la Maquinista y la Fabra i Coats muy cerca también. De este modo la gente lo tuvo fácil para seguir el encierro”.

Foto: Pilar Aymerich

Un numeroso grupo de mujeres de trabajadores de la empresa Motor Ibérica, con sus hijos, se encerraron en junio de 1976 en la iglesia de Sant Andreu de Palomar en apoyo a la huelga que sostenían los hombres hasta que la policía las desalojó al cabo de 28 días.
Foto: Pilar Aymerich

A Maruja Ruiz, en cuanto coge carrerilla, es imposible interrumpirle el fluir de los recuerdos. “El cura, Camps, estaba muy escamado porque los de la CNT [el sindicato anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo] se habían encerrado allí también en su momento y lo habían dejado todo hecho un asco. Yo le aseguré que todo lo que destrozásemos lo arreglaríamos. Así que entramos. Me llevé conmigo un fogón y algo de leche, poca, porque creía que al día siguiente nos echarían. Nadie podía pensar que aguantaríamos veintiocho días”. Llegaron a ser más de 250 mujeres y niños. “Poníamos los santos en la puerta por si la policía entraba de noche…” Y al final entraron.

“Ya sabíamos que algo se preparaba cuando abrieron la empresa y entraron a trabajar los cabrones de los esquiroles”, explica Maruja. Mira a la grabadora, duda un momento y por fin declara: “Bah, esto ya da igual que se sepa”. Y sigue: “Al llegar la policía nos pusimos a tocar las campanas a rebato y la plaza se llenó de gente para impedir el desalojo. Les pedí a las compañeras que nos pusiéramos las chaquetillas de Motor Ibérica sin nada debajo. A mí Motor Ibérica me había multado por llevar su ropa sin pertenecer a la plantilla, así que ya imaginaba que la policía nos obligaría a quitarnos las chaquetillas. Había una, la Julia, que tenía las tetas como campanas… Cuando a las tres de la tarde entraron los policías por el patio, rompiéndolo todo, ordenaron: ‘¡Quítense las chaquetillas!’ Pero al ver aquellas tetas cambiaron de idea y volvieron a gritar: ‘¡Pónganse las chaquetillas!’”

Aquí Maruja Ruiz ya no puede contener la risa y pierde el hilo del relato. Su manera de expresarse es así, fractal y dispersa. “Ya tengo lo del Carnaval preparado. ¿Tú sabes lo que son cincuenta yayas de ochenta años vestidas de ratita? Iremos en la rúa del barrio”. Desciende las escaleras del casal a un paso ligero y decidido. Posa la mano en la barandilla, pero no tiene ninguna necesidad de agarrarse. “Nos tiramos diecisiete años luchando para tener este casal. En el solar iban a levantar un bloque de pisos y nosotros desmontábamos la grúa cada noche. Creo que entonces el alcalde era Porcioles…” Las fechas y los nombres le bailan un poco en la cabeza, pero no le molesta, porque a ella le interesan más las historias que las cifras. “Cuando vino [el entonces presidente de la Generalitat] Jordi Pujol a inaugurar el casal, le dije que llegaba con diecisiete años de retraso”.

La historiadora Isabel Segura explica que “no existe escisión entre movimiento vecinal y movimiento feminista, pues el movimiento feminista estuvo directamente implicado en las demandas de mejoras en los barrios. Si, por ejemplo, faltaban institutos, eran dos madres, hartas de recorrer cantidad de kilómetros cada día, las que se movilizaban”. Las mujeres se organizaban en redes y había relativamente pocas en estructuras estables, recuerda Segura: “Cuando aparece un conflicto, las mujeres crean red, otros actores se les van sumando y por fin acaban siendo los hombres los que ofrecen la imagen pública de la movilización”.

El enemigo en las propias filas

Con todo, en demasiadas ocasiones las mujeres que han tomado parte en los movimientos sociales de Barcelona han encontrado al enemigo entre sus propias filas. “La sociedad de entonces era aún más machista que la actual, y la gente que participaba en estos movimientos también lo era mucho. No estaban al margen de la sociedad y reproducían sus mismos modelos”, explica Nadia Varo. No todos defendían realmente una sociedad igualitaria, aunque algunos se llenaran la boca predicándola.

Paqui Jiménez recuerda que, durante la huelga de la Harry Walker, fueron dos veces a dormir a un piso del barrio del Besòs. “Dormíamos todos en el suelo, y había uno que se arrimaba y me tocaba. ‘Haz el favor de no tocarme’, protestaba yo. Y él respondía: ‘Eres una reprimida. Si quieres ser una luchadora obrera tienes que liberarte sexualmente’. Y yo replicaba: ‘Me liberaré cuando y con quien me dé la gana. Pero no me vas a venir tú hurgándome, porque no paso por ahí. Y si eso es ser una reprimida, pues lo soy y se acabó’”.

En el salón se respira un aroma a puchero, al potaje que Paqui ha cocinado hace un rato. La antigua trabajadora de la Harry Walker se apena mucho al evocar estas situaciones. “El machismo siempre ha existido, y cuando se presentaba a tu lado parecía que no había más solución que comértelo con patatas…” Si tales cosas pasaban entre compañeros, peor era el comportamiento de la policía franquista. Recuerda que “te llamaban puta, te decían de todo menos bonita, y también eso de que deberías estar en tu casa limpiando…”

Aquella experiencia fue un aprendizaje para Paqui Jiménez. “Aprendí lo que es la unión de la clase trabajadora, el sentimiento de orgullo de clase. Conceptos muy importantes que ya no se tienen en cuenta hoy en día. La conciencia de pertenecer a la clase obrera me daba la fuerza para seguir adelante. Había mucho compañerismo en la fábrica, aunque también apareció alguna esquirola… A una de ellas le echaron en cierta ocasión cinco kilos de pintura por la cabeza; me supo mal, os lo prometo –su gesto apenado no deja lugar a dudas–. Yo no habría sido capaz de hacerlo, pero en ese momento, en el fondo, pensabas que se lo merecía, que se lo estaba buscando… Y es que, como era más corta que la cola de un conejo, no se enteraba de nada”.

El hecho de ser mujer obrera también la cambió: “Descubrí lo que representaba ser mujer entonces. Aprendí que se puede decir que no, que teníamos los mismos derechos que cualquiera, que si las mujeres nos uníamos, podíamos ganar. ¡Ah!, y también descubrí la independencia económica. Como mi familia era pobre le entregaba todo el jornal a mi madre, y comprendí que si me quería ir de casa no podía depender de ningún hombre. Fue la liberación más grande que he sentido en mi vida. Vosotros, los hombres, sobre todo los jóvenes, no os podéis hacer cargo de este sentimiento”.

Tampoco fue fácil para Maruja Ruiz: “Como yo estaba siempre pallá y pacá, rodeada de hombres todo el día, había gente que se creía que era prostituta, y así me lo habían dicho algunos compañeros cuando los llevé por primera vez a una reunión clandestina”. Uno de los trabajadores de Motor Ibérica intentó obligar a su mujer a dejar el encierro, pero ella se negaba: “Había descubierto lo que era la solidaridad y, llorando, protestaba que no se iba”, y no se fue. Su marido la denunció por abandono de los hijos y se los llevó. El final de la historia es feliz, y sintomático: acabó devolviendo los niños a su mujer porque le daban demasiado trabajo.

Un colectivo al margen

A Rosmery solo le quedan dos meses de paro y sufre pensando en cómo podrá alimentar a sus hijos en el futuro. Isabel Cruz, miembro del colectivo de camareras Las Kellys, señala la externalización de los servicios como uno de los mayores problemas que han de afrontar las camareras de piso: “Que no estén en la nómina del hotel, sino en la de una empresa subcontratada, les supone unos sueldos más bajos, una sobrecarga de trabajo y una reducción de derechos laborales”. Las camareras de hotel, invisibilizadas por ser trabajadoras, mujeres y muchas veces migrantes, pueden mover muy pocos resortes para mejorar sus condiciones: “Pasan mucho estrés, y como tienen miedo a pedir la baja acaban automedicándose”, explica Isabel Cruz: Prozac e Ibuprofeno contra la imposibilidad de descansar como deberían o de conseguir la vida familiar que se merecen. “Hay casos de camareras de hotel que, estando embarazadas de ocho meses, se pasan el día haciendo camas y arrastrando colchones…”, denuncia.

“Barcelona es un destino turístico durante todo el año. ¿Cómo puede ser que todas las camareras de hotel tengan contratos temporales o de obra y servicio? La única explicación posible es que el empresario sabe de sobras que la trabajadora acabará enfermando por las condiciones laborales a que está sometida –se lamenta Isabel Cruz–. En la asociación tenemos varios casos de empleadas despedidas por estar de baja, o de camareras contratadas para obra y servicio a las que les dicen de un día para otro que no vuelvan; y esos despidos les salen muy baratos a los empresarios”.

Los movimientos sociales de la Transición lucharon por un modelo de ciudad más justo e igualitario. Pero en los márgenes sociales que ocupan las trabajadoras de Las Kellys no se encuentra atisbo de justicia ni de igualdad.

Construyendo el Ayuntamiento de muros de cristal

Ilustración: Patossa

Ilustración: Patossa

El gobierno municipal de Barcelona trabaja en diferentes líneas para dar a los ciudadanos más acceso a la información sobre los asuntos públicos, como base para impulsar la participación colectiva en su gestión. La puesta en marcha de la Oficina de Transparencia y Buenas Prácticas, del Buzón ético y del portal web de Transparencia son algunas de las actuaciones iniciadas con este objetivo.

Se prepara también un código ético de conducta que vinculará a los cargos electos y al alto personal municipal. Asimismo, desde verano se trabaja en la revisión de las normas reguladoras de la participación ciudadana en los asuntos públicos. La normativa que se está desplegando va más allá de lo que pide la Ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno que aprobó el Parlamento de Cataluña en 2014.

El Parlamento de Cataluña aprobó en diciembre de 2014 la Ley 19/2014 de Transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno con los votos a favor de CiU, ERC, PSC y PP. Se abstuvieron Iniciativa y Ciudadanos, y la CUP votó en contra. En junio de 2015, durante su discurso de investidura, la alcaldesa Ada Colau hablaba de un Ayuntamiento en que “la gente se sienta protagonista”, y animaba a los vecinos a implicarse en el diseño y la evaluación de las políticas públicas para hacerlas más transparentes: “Queremos un nuevo Ayuntamiento con muros de cristal, porque sin información para el ciudadano no hay democracia posible”, añadía la nueva alcaldesa. La Ley de Transparencia no entró en vigor en los municipios catalanes hasta hace un año, en enero de 2016.

Pero la intención municipal de poner al alcance de la ciudadanía una serie de datos de interés público existe desde 2010, cuando el consistorio de Jordi Hereu presentó la propuesta de lo que después sería el servicio municipal de open data o datos abiertos. Desde entonces, el portal de internet que acoge este servicio ha reunido 330 datasets –paquetes de datos–, según informa la comisionada de Tecnología e Innovación Digital del Ayuntamiento, Francesca Bria.

Pese a que el volumen de datos empieza a ser considerable, desde la Asociación de Archiveros de Cataluña reclaman más coordinación a la hora de establecer una metodología conjunta para clasificar, integrar y estandarizar la documentación, ya que llevan mucho tiempo realizando este trabajo y, a veces, ven cómo se doblan los recursos y la información disponibles en el portal del Ayuntamiento y en el archivo municipal.

También es preciso que el formato en que se encuentran los datos sea reutilizable, es decir, que se trate de hojas de cálculo –no documentos PDF–, para posibilitar el análisis comparado con otros datos y representarlos mejor, apunta la periodista especializada en tecnologías de la información Karma Peiró: “Queremos los archivos originales, no la interpretación que haga de ellos la Administración”, concluye.

Foto: Albert Armengol

Presentación de la Oficina para la Transparencia y las Buenas Prácticas, en noviembre de 2015. De izquierda a derecha, su director Joan Llinares, el teniente de alcalde Jaume Asens y dos miembros del consejo asesor de la oficina: Simona Levi, de Xnet, y el periodista David Fernàndez, exdiputado de la CUP, que presidió la comisión parlamentaria de investigación del Caso Pujol.
Foto: Ayuntamiento de Barcelona

Oficina para la Transparencia y las Buenas Prácticas

En noviembre de 2015, el gobierno municipal presentó la Oficina para la Transparencia y las Buenas Prácticas (OTBP), que a través de su herramienta digital, el portal de Transparencia, debe ser el primer garante del gobierno con muros de cristal que anunció Colau en su discurso de investidura.

La oficina depende del área de Derechos de la Ciudadanía, Participación y Transparencia, dirigida por Jaume Asens: “La transparencia nos hace más débiles como gobierno, porque la oposición sabe dónde estamos en cada momento, con quién nos reunimos, lo que hacemos; una información que evidentemente es muy valiosa para ellos. A la vez, sin embargo, nos hace más fuertes”, resume Asens.

El máximo responsable de la OTBP es Joan Llinares, gerente de recursos municipales. Bregado en temas de corrupción, Llinares fue quien ocupó la dirección del Palau de la Música una vez descubierto el fraude de Fèlix Millet a la institución: “La oficina tiene una función dinamizadora y de elaboración, junto con los servicios jurídicos municipales, de la normativa que se está desplegando para garantizar los principios de transparencia y de buenas prácticas”, asegura.

Esta normativa, que va más allá de lo que exige la propia Ley 19/2014, según informa Llinares, previó la creación de un Consejo Asesor de la Transparencia que diese apoyo a la oficina y auditase su labor. El consejo está formado por doce personas, mayoritariamente procedentes del mundo asociativo y la sociedad civil, que no cobran ni un euro por su cometido. Destacan nombres como los de Itziar González, David Fernàndez, Josep Ramoneda, Francesc Torralba, Miguel Ángel Mayo, Gestha (el Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda) o Simona Levi.

Precisamente el colectivo al que pertenece la activista digital Simona Levi –Xnet, que actuó como acusación popular en el caso Bankia y es responsable de la iniciativa 15MpaRato–, ha sido el encargado de llevar a cabo el servicio de Buzón ético.

El buzón es un instrumento que se ofrece a la ciudadanía para que a su través pueda denunciar cualquier comportamiento ilícito de la Administración o de otros agentes con garantía total de anonimato y protección gracias al protocolo de encriptación de software libre TOR: “El trabajo ha sido tecnológico y ha consistido en modificar los protocolos técnicos en toda la infraestructura del Ayuntamiento, pero también hemos tenido que llevar a cabo una labor educativa sobre esta nueva manera de hacer, que representa un auténtico cambio cultural”, asegura Simona Levi. Se han introducido otros protocolos de trazabilidad mediante los que los denunciantes podrán realizar un seguimiento de los pasos que sigue su acusación, lo que asegura un retorno de la Administración al ciudadano, que podrá denunciar también si su queja se está llevando correctamente: “Intentamos que la gente se haga cargo de su denuncia, que se apodere de ella –asegura Levi–. Tiene que haber maneras para que la participación no sea un martirio. La vigilancia ciudadana no te puede devastar la vida”.

Desde la Oficina por la Transparencia admiten que se ha tardado más de la cuenta en poner en marcha los servicios y en aplicar las normativas. Se preveía inaugurar el buzón este mes de enero, aunque en diciembre acabaron las primeras pruebas técnicas, entre ellas pruebas de resistencia a ataques de hackers y a filtraciones originadas desde el exterior. Según el director de la OTBP, Joan Llinares, se pidió a entidades y personas que intentasen romper las barreras de seguridad para verificar que eran infranqueables.

Un código de conducta general

Del código ético de conducta solo se conoce el anteproyecto presentado en marzo del año pasado. El gobierno municipal ha estado buscando el máximo acuerdo entre grupos políticos y sociedad civil para llevarlo adelante: “Es como una constitución –sostiene el cuarto teniente de alcalde, Jaume Asens–. Todo el mundo lo tendrá que cumplir y, por lo tanto, queremos que lo apruebe también todo el mundo”. La tramitación definitiva comenzó en diciembre y culminará en el Plenario municipal de febrero. De este modo, de cara al mes de marzo el Ayuntamiento ya dispondrá de sus dos principales instrumentos de transparencia y buenas prácticas.

El código servirá para evitar y denunciar los conflictos de intereses, las incompatibilidades, los viajes injustificados o la recepción de regalos que superen los cincuenta euros: “A diferencia de otros códigos éticos que solo son declaraciones de principios y, por lo tanto, brindis al sol, el nuestro va más allá de la ética –mantiene Jaume Asens–. Se trata de un auténtico código de conducta que, si se cumple como se prevé, tendrá unos efectos positivos muy claros”.

El código se destina a todos los cargos electos, al personal directivo del Consistorio, a los órganos de gobierno de las entidades municipales vinculadas e, incluso, al personal eventual del Ayuntamiento y las entidades municipales vinculadas que ocupen puestos de confianza o de asesoramiento.

No siempre la mala praxis política ha sido castigada; al contrario. Conviene recordar la multa de tres mil euros que el Tribunal Supremo impuso a la ONG Acces Info Europe en el año 2012 por haber preguntado al Ejecutivo qué medidas había adoptado España para luchar contra la corrupción. Después de que el Gobierno del PP pusiera en marcha el portal de la transparencia de ámbito estatal, la directora de esta ONG, Helen Darbishire, criticó su funcionamiento: “Para que un país sea transparente es necesario un cambio cultural”.

Gráficos interactivos del web decidim.barcelona que informan sobre diferentes aspectos del proceso participativo que se llevó a cabo para elaborar el Plan de Acción Municipal 2016-2019.
El primero muestra el reparto de propuestas según el origen, y cuáles se incorporaron a los ejes del plan; el gráfico de debajo, a la izquierda, informa sobre las entidades y los ciudadanos que participaron de forma activa en el proceso; el de la derecha representa el número de propuestas por habitante que se registraron en cada distrito, y el volumen de apoyos que recibieron.

Smart city versus soberanía tecnológica

La comisionada de Tecnología e Innovación Digital, Francesca Bria, sostiene que la economía digital actual se basa en los datos. Es por esta razón que la mayoría de datos están concentrados en manos de muy pocas empresas, que acostumbran a ser del ramo tecnológico, bancos o compañías de seguros: “Vivimos en la época del Far West de la economía digital: los datos son el petróleo del siglo XXI”, asevera.

La comisionada Bria asume que aún queda mucho camino por recorrer e informa de que el Consistorio está en contacto con otros equipos de gobierno de ciudades como Londres, Nueva York o Helsinki, para compartir experiencias en este campo. “Tenemos que avanzar más allá de los datos estáticos, referidos a un tiempo pasado, para controlar los datos dinámicos de la ciudad, es decir, los que nos hablan en tiempo real de la movilidad o de los niveles de contaminación, por ejemplo –explica–. Unos datos que son útiles para el gobierno de la ciudad, y que han de estar al alcance del Ayuntamiento para que pueda mejorar sus servicios”.

El gobierno municipal presentó en el mes de octubre el plan Barcelona Ciutat Digital 2017–2020. Transició cap a la Sobirania Tecnològica, con un presupuesto de 65,6 millones de euros. Un plan que buscará guiar la transformación digital del Ayuntamiento estableciendo estándares de código abierto y software libre. “Hemos establecido un cláusula que obliga a que todos los datos generados por el contrato con un proveedor externo y las actividades que se deriven de él (limpieza, iluminación, bicing…) deberán mantenerse públicos, porque son de utilidad pública”, informa Bria.

Es necesario, por lo tanto, según la comisionada, diversificar la economía digital para que no esté “en manos de unas pocas compañías, como pasaba con la idea de la smart city, que ponía la tecnología por delante de todo para hacer negocio”. La clave, para Bria, radica en volcar los esfuerzos digitales del Ayuntamiento en la contratación de servicios a pymes catalanas. “Por eso en nuestro plan digital destinamos diez millones de euros a la compra pública innovadora, lo que implica mutar las relaciones del Ayuntamiento con los proveedores para incluir a las pymes”, explica.

Los datos masivos pertenecen a la ciudadanía

Que los datos pasen de ser solo una herramienta de negocio suculento para el sector privado y tengan un retorno público sería un primer paso para alcanzar la soberanía tecnológica. Pero no hay soberanía sin apoderamiento social. Muchos ciudadanos desconocen qué se hace con sus datos personales. “La economía digital viola a menudo sus derechos básicos de privacidad –sostiene Bria–. Aquí tenemos que intervenir, para garantizar que los ciudadanos sean realmente los únicos dueños de sus datos”. Más allá de esto, Bria apela a la necesidad de que el Ayuntamiento ejerza su liderazgo público para determinar las prioridades a la hora de poner la tecnología al servicio de los ciudadanos.

El primer ejemplo que pone Francesca Bria cuando se le pregunta sobre cómo se tendrá que construir el liderazgo público de las políticas municipales a través de la transparencia y la tecnología es el proceso participativo que ayudó a elaborar el Plan de Acción Municipal (PAM) 2016-2019, y que se inició en octubre de 2015 bajo el nombre de Decidim Barcelona. El responsable de proyectos de la Federación de Asociaciones de Vecinos y Vecinas de Barcelona (FAVB), Joan Maria Soler, valora el esfuerzo positivamente: “Ha habido una voluntad clara de poner en marcha procesos participativos por parte del Ayuntamiento, con una intensidad que no se había visto hasta ahora”.

Más de 15.000 personas asistieron a los talleres y encuentros preparatorios, pero el grueso de la participación se llevó a cabo a través del portal de internet Decidim Barcelona, que registró 24.000 altas: “Nunca había habido un PAM con una participación real de la ciudadanía”, asegura la comisionada Bria. Por su parte, Joan Maria Soler, desde la experiencia en participación de la FAVB, relativiza las cifras y valora la experiencia como “cuantitativamente poco lograda”, ya que solo un 2,4 % de los ciudadanos tomaron parte en ella.

Se recogieron 10.860 propuestas de ciudadanos, entidades y asociaciones para incluir en el PAM, de las que, al final, se incorporaron 8.142. El retorno de algunas propuestas incluidas en el plan está resultando un poco limitado, según Soler: “Se crearon muchas expectativas (el proceso duró mucho y fue intenso) y en casos concretos se ha creado frustración. Propuestas que recogieron muchos votos luego han sido interpretadas o cocinadas de un  modo demasiado suave”. Soler pone el ejemplo del cubrimiento de la Ronda de Dalt, que es la propuesta que más votos recogió sobre la problemática y que, según Soler, el Ayuntamiento ha enfocado de una manera muy light, asignando unos plazos demasiado largos. Interrogado al respecto, Joan Llinares afirma que, si el retorno no ha sido el deseado, la razón debe atribuirse a las prioridades presupuestarias y no a que se haya renunciado a cubrir la vía, intención que, asegura, sigue intacta.

Promover la autogestión de los espacios públicos

Foto: Ayuntamiento de Barcelona

Reunión del consejo de barrio de Fort Pienc del 14 de diciembre pasado, donde se trató el desarrollo de la prueba piloto de presupuestos participativos en el Eixample. Este distrito y el de Gràcia son los primeros en los que se implementa, con carácter de prueba, el proceso participativo mediante el que la ciudadanía realiza propuestas y toma decisiones sobre la aplicación de los presupuestos municipales en varias áreas.
Foto: Albert Armengol

No hay soluciones mágicas para fortalecer la participación, pero Soler apunta a la autogestión de los espacios públicos: “Ya podemos hacer maravillas participativas, pero si la gente no hace de su barrio un lugar de encuentro no habrá manera de conseguirlo –afirma–. Equipamientos, casals y centros cívicos deberían autogestionarse tanto como fuera posible; las personas han de tener la sensación de que son protagonistas de estos espacios, y no meros usuarios o clientes”.

Foto: Albert Armengol

Punto de información en el mercado de la Concepció para fomentar la participación ciudadana en la prueba piloto de los presupuestos participativios, en el distrito del Eixample.
Foto: Albert Armengol

Desde verano está en marcha el proceso de revisión de las normas reguladoras de la participación ciudadana en la ciudad. Joan Maria Soler explica que la FAVB forma parte de la comisión impulsora del proceso y anuncia que, aunque es muy pronto para extraer conclusiones, la federación llevará a debate sus exigencias históricas en participación ciudadana: “Consejeros de distrito elegidos directamente por la ciudadanía, capacidad para poner en marcha iniciativas legislativas populares (ILP), hacer consultas vinculantes a los vecinos y descentralización del gobierno de la ciudad. Los distritos han de tener capacidad de decisión real en muchos temas que ahora tienen vedados, como por ejemplo en el área de urbanismo”, afirma Soler. El director de la Oficina para la Transparencia, Joan Llinares, también asume que todo está aún muy verde, pero apunta a que la participación “se tendrá que basar en el compromiso de los gestores de rendir cuentas a la ciudadanía”.

El informe Transparència, accés a la informació pública i bon govern, del Síndic de Greuges de Catalunya, de julio de 2016 –la Ley 19/2014 atribuye al Defensor del Pueblo la competencia para evaluar su cumplimento– sitúa a Barcelona como la ciudad catalana de más de 50.000 habitantes más transparente en concepto de publicidad activa, es decir, en el derecho ciudadano a acceder a la información pública. El Laboratorio de Periodismo y Comunicación para la Ciudadanía Plural de la UAB también evalúa anualmente la transparencia de los ayuntamientos catalanes. En el cuestionario de 2016, el de Barcelona cumple satisfactoriamente los 52 indicadores analizados.

Uno de los ejemplos más claros del cambio en el modo de actuar municipal es el apartado del portal de Transparencia –desarrollado por Civio– en que se pueden consultar en formato abierto y con visualizaciones interactivas los presupuestos municipales desde 2013 hasta la propuesta de presupuesto de 2017, o que permite descargarse en Excel todas las facturas contabilizadas en el Ayuntamiento durante el año 2015.

Habría que preguntarse qué poder real tendría el pueblo si todos los ayuntamientos pusieran a disposición de la ciudadanía esta información y si la gente se sintiera interesada. Un último dato: la empresa privada que más dinero facturó al Ayuntamiento el año pasado fue Fomento de Construcciones y Contratas (FCC), con 116.155.886,43 euros. Ahora, la Oficina para la Transparencia y las Buenas Prácticas es la encargada de auditar el presunto fraude de 800.000 euros de esta empresa al Ayuntamiento en el servicio de limpieza.

Más allá del catolicismo, diversidad religiosa

Foto: Arianna Giménez

Los niños juegan libremente durante la celebración del sabbat en la sinagoga de la comunidad judía progresista Bet Shalom, en el Eixample.
Foto: Arianna Giménez

Aunque no se encuentra en ninguno de sus libros, una de las frases más célebres del escritor y religioso Josep Torras i Bages es la que asegura que “Cataluña será cristiana o no será”. Más de un siglo después, la secularización de la sociedad catalana no es total, pero sí que ha ido más allá de lo que hubiera deseado Torras i Bages: un 52 % por ciento de los catalanes se considera católico, un 15 % profesa otra religión y el 33 % restante no declara ninguna confesión.

Esa multirreligiosidad florece en Barcelona, donde hay 243 centros de culto católicos por 270 que no lo son. La inmigración iniciada en los años noventa es clave para entender la irrupción de religiones como, por ejemplo, el sijismo; pero sería un error creer que todos los no católicos son extranjeros. En el islam, en las religiones orientales y en todas las confesiones cristianas abundan los apellidos catalanes y los DNI sin la x o la y delante del número.

Siglos de estrecha y confusa relación entre el poder político y el eclesiástico hacen que aún hoy el Estado siga regando con abundante dinero público el jardín católico, mientras muchas minorías religiosas carecen de recursos para levantar un lugar de culto digno. En un país aconfesional según su Constitución, la laicidad es como un bicho raro, como un gato escurridizo con demasiado acento francés.

Reconocidos pero discriminados

El trato jurídico que se le da a la diversidad religiosa en España y, por tanto, en la ciudad de Barcelona, es desigual. La aconfesionalidad del Estado, aunque recogida en la Carta Magna, es una entelequia para muchas comunidades que subsisten en unas condiciones precarias y apenas pueden llevar a cabo sus cultos.

Foto: Arianna Giménez

Voluntarios de la Iglesia evangélica Hillsong dan a conocer su comunidad a los paseantes de la Rambla antes de las reuniones dominicales en su sede del histórico Teatre Principal.
Foto: Arianna Giménez

Albert Riba, presidente de Ateus de Catalunya, recuerda la figura de Gaietà Ripoll, quien da nombre a la revista que edita la asociación. Militar, ilustrado, maestro y panteísta, Ripoll fue sentenciado a la horca por una Junta de Fe de la Inquisición en 1823 por no impartir la doctrina católica en sus clases. En señal de humanidad, en lugar de quemarlo vivo, lo ahorcaron sobre una madera en la que los verdugos pintaron unas llamas. Fue el último muerto de la Santa Inquisición en España.

Una vez despenalizada la herejía, llegaron a Barcelona las primeras comunidades no católicas; los protestantes (o evangélicos), a mediados del siglo xix; los adventistas, en 1903, de la mano de tres misioneros californianos; y los judíos, que abrieron su primera sinagoga en la ciudad después de cuatro siglos en el año 1918.

La dictadura de Franco frenó la expansión de religiones diferentes a la católica. Pero la derrota de la Alemania nazi y los pactos con los Estados Unidos y con el Vaticano obligaron al régimen fascista a rebajar las prohibiciones por motivos de credo y a establecer una mínima libertad religiosa para poder acceder a algún reconocimiento internacional. Se recuperaron cultos en privado, pero “en capillas que no podían ostentar ningún signo exterior que permitiese identificarlas y no sin esporádicos episodios de agresiones y atentados contra los locales”, recuerda Joan Estruch, sociólogo y fundador del ISOR (Investigacions en Sociologia de la Religió), en su libro Minorías religiosas en Cataluña (editorial Icaria, 2007).

A partir de los años sesenta, en Barcelona florece la diversidad religiosa. En 1965 se abre el primer centro bahaí. Emilio Egea, miembro de la única comunidad existente en la ciudad, explica que cuando sus padres se convirtieron a la fe bahaí la policía les revisaba y censuraba la correspondencia porque su casa era el lugar de reunión de la comunidad. “Muy a menudo, el permiso de la policía para reunirnos llegaba minutos antes de la reunión, así que no había manera”, recuerda Egea. La fe bahaí basa sus preceptos en la existencia de un solo Dios y en la unidad fundamental de todas las religiones, y preconiza la igualdad de géneros, clases y oportunidades para toda la humanidad.

Los primeros objetores

Los testigos de Jehová, presentes en la ciudad desde los años cuarenta, sufrieron el franquismo por su negativa a jurar bandera y a empuñar cualquier arma, lo que hizo de ellos los primeros objetores de conciencia en España. Josep Morell, delegado de los testigos de Jehová en Cataluña, cumplió dos años de condena en el penal de Melilla: “No fue nada comparado con el tiempo que pasaron otros testigos”, asegura. Recobró la libertad dos semanas después de la muerte de Franco. Actualmente, hay dieciséis Salones del Reino (el nombre que reciben sus templos) en Barcelona, donde leen la Biblia para después salir a la calle y explicarla a la gente.

Foto: Arianna Giménez

Reunión sacramental de la comunidad mormona, o Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, en su nueva capilla de la calle de Cantàbria, situada en el local que en su día acogió al cine Verneda.
Foto: Arianna Giménez

El proselitismo también es básico en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, más conocidos como mormones por la importancia capital que tiene para ellos el Libro de Mormón. Jóvenes de entre dieciocho y veintiséis años trabajan como misioneros durante dos años para difundir el mensaje en el extranjero. Regularizados desde el año 1968, gracias a la primera Ley de Libertad Religiosa franquista, disponen de dos capillas en Barcelona.

A principios de los años setenta se instaló en la Esquerra de l’Eixample la parroquia ortodoxa de la Protección de la Madre de Dios, formada por catalanes conversos, aunque la caída del muro de Berlín y la guerra de Yugoslavia conllevó la entrada de personas de Europa del este en la comunidad. Esta es la razón de que de vez en cuando se recen plegarias y se celebren liturgias en ruso o en rumano, aunque lo más usual es utilizar el catalán (además del latín). En estos momentos hay seis comunidades ortodoxas en Barcelona.

Desigualdad económica y jurídica

En el artículo II de la actualización del Concordato con la Santa Sede –firmado solo cinco días naturales después de la aprobación de la Constitución española de 1978– consta que el Estado se compromete a sostener económicamente a la Iglesia. En el quinto artículo, la Iglesia Católica “declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”. Eso no ha pasado aún. El informe de abril de 2015 de la asociación Europa Laica cifra en 11.000 millones de euros la cantidad de dinero que el Estado aporta a la Iglesia Católica en concepto de subvenciones directas y la exención de tributos de que disfruta. Ese dinero es el 1 % del PIB español.

Foto: Arianna Giménez

Taller de iconografia de la parroquia ortodoxa de la Protección de la Madre de Dios, en el Eixample.
Foto: Arianna Giménez

En la introducción en Barcelona, durante los setenta y los ochenta, de las confesiones orientales –el budismo, el hinduismo y el taoísmo– tuvo mucha importancia el movimiento hippie y los viajes que algunos catalanes habían realizado durante los años anteriores a la India, viajes de los que algunas veces volvían con algún gurú de la mano. En Barcelona existen actualmente veinticinco centros budistas (ya sean de raíz zen o tibetana) y otros cinco hinduistas.

El artículo 7 de la Ley de Libertad Religiosa de 1980 permite al Estado la creación de acuerdos o convenios con las religiones que demuestren “notorio arraigo” en el país. Desde que la ley entró en vigor, musulmanes, protestantes, judíos, mormones, testigos de Jehová, budistas y ortodoxos han conseguido ese estatus de notorio arraigo, pero solo las tres primeras –musulmanes, protestantes y judíos– han firmado acuerdos de cooperación con el Estado. Acuerdos que datan de 1992 y que otorgan una serie de privilegios, tales como la posibilidad de poseer parcelas separadas en los cementerios, la exención del pago del IBI para los lugares de culto que las comunidades dispongan en propiedad y, sobre todo, acceso a financiación pública. La ley dispone que estas ayudas deben ser canalizadas exclusivamente a través de la Fundación Pluralismo y Convivencia, creada con este fin por el Ministerio de Justicia.

En 2016 el Estado repartió más de 780.000 euros entre las federaciones evangélica, judía y musulmana para la realización de programas, la coordinación de las federaciones y la mejora de los equipamientos de las entidades que las forman. Pero si la entidad no pertenece a alguna de las federaciones registradas en la Fundación Pluralismo y Convivencia, no ve ni un duro.

Mohammed Iqbal, vicepresidente de la asociación musulmana Minhaj-ul-Quran, opina que los acuerdos de 1992 son poco más que papel mojado: “Aseguran que del dicho al hecho hay un gran trecho, ¿no? Pues digan lo que digan, el Estado no facilita recursos”. Jai Anguita, presidente de la comunidad judía Bet Shalom, va más allá: “El modelo de los acuerdos ha sido nefasto. Es anticonstitucional”. Para Mar Griera, directora del ISOR, no son más que acuerdos simbólicos: “Se firmaron de cara a las relaciones exteriores y con una voluntad de reconciliación histórica debido al papel que tuvo España expulsando a las minorías religiosas”.

El trato jurídico que se le da a la diversidad religiosa en España y, por ende, en la ciudad de Barcelona, es desigual. La aconfesionalidad del Estado, aunque recogida en la Carta Magna, es una entelequia para muchas comunidades que subsisten en unas condiciones precarias y apenas pueden llevar a cabo sus cultos de manera digna. Y si miramos a Roma, las palabras del papa Francisco resultan esclarecedoras: “Un estado debe ser laico. Los estados confesionales acaban mal. Eso va contra la historia”, respondió en una entrevista a una revista católica francesa, La Croix, en mayo de 2016.

El problema de los lugares de culto

El fenómeno de la precariedad de los lugares de culto es real, pero no endémico, y afecta a las comunidades más depauperadas. Es una cuestión de estratos sociales, no de religiones concretas. La demanda de espacios para uso religioso es cada vez mayor y la Administración estudia soluciones.

Foto: Arianna Giménez

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La platea del histórico Teatre Principal de la Rambla está llena. El público canta, llora y vitorea. La decena de músicos presentes en el escenario interpreta los compases finales de la tercera canción (“Cantaré al que me rescató / Cantaré al que me recibió”). Uno de los técnicos de la veintena que trabaja en esta mañana de domingo activa las máquinas de humo situadas en el escenario. Poco a poco, avanzando de entre las sombras hacia las luces, se distingue la figura de Juan Mejías. El técnico de sonido modula el volumen de la banda y lo deja al nivel del hilo musical. Ahora solo destaca el órgano. Juan Mejías, pastor de la Iglesia evangélica Hillsong Barcelona, agarra el micro y bendice a los fieles.

A la misma hora del domingo, su tocayo John Asemota aguarda su turno en una silla, con la Biblia sobre el regazo y apuntando notas en una libreta pequeña. Es el pastor de la Power of God’s Grace Ministry, y espera para pronunciar su sermón en el servicio del domingo de esta comunidad evangélica, formada principalmente por personas de origen nigeriano. También cantan –en inglés, como todo el oficio–, el pastor muestra devoción vehemente en su sermón y los fieles rezan en voz alta y con los ojos cerrados. (“I have confidence in you, savior / I have confidence in you, Jesus”.) La iglesia se encuentra en una antigua nave, perdida en una callejuela precariamente asfaltada, de un polígono industrial del Bon Pastor. No es fácil encontrarla por primera vez; por eso los trabajadores del polígono son precisos cuando se les pregunta: “Están ahí a la izquierda, la puerta azul de metal, justo al lado de la chatarrería”.

El Ayuntamiento procura mejorar su situación a través de líneas de subvenciones disponibles desde 2014 para la rehabilitación de los centros de culto, pero a veces el problema es más radical. Gloria García-Romeral es técnica municipal de la Oficina de Asuntos Religiosos (OAR) y trabaja con las comunidades musulmanas. Explica que “en las comunidades africanas, la mayoría de los miembros no tiene papeles, se dedican a la chatarra o son manteros, por ejemplo”.

Hay comunidades que, según la directora de la OAR, Cristina Monteys, levantan la persiana, pintan el local y empiezan su actividad sin estar apuntadas en el Registro de Entidades Religiosas del Ministerio de Justicia. Un papeleo que no está al alcance de aquellas personas sin la documentación en regla: “Si el Distrito abre expediente, la comunidad puede quedarse sin local, ya que están llevando a cabo una actividad sin licencia”. Si se cumple este extremo, la OAR solo puede actuar como mediadora: “No tenemos competencia para dar licencias o permisos, ni para hacer inspecciones”, explica Monteys.

Entre las naves industriales y la Rambla

Foto: Arianna Giménez

El sermón del pastor John Asemota es el más vehemente de los que se escuchan en el servicio dominical de la comunidad evangélica Power of God’s Grace Ministry, formada en su mayoría por personas de origen nigeriano.
Foto: Arianna Giménez

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Niños de la comunidad evangélica Power of God’s Grace Ministry juegan al acabar el servicio dominical. Abajo, el templo Hare Krishna de la plaza Reial. Las meditaciones se acompañan con música del armonio y el mridanga.
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Antes de llegar al Bon Pastor, la Iglesia Power of God’s Grace Ministry pasó por diversos locales de Santa Coloma de Gramenet, que tuvo que dejar por las quejas de ruido de los vecinos. Ahora, rodeados de naves industriales, no molestan a nadie. Y menos durante el servicio del domingo, día en que el polígono está desierto.

En el Teatre Principal de la Rambla, el pastor Hillsong, Juan Mejías, da el sermón. Lo hace de manera llana, plagando su discurso de alegorías actuales. La media de edad de los asistentes no llega a los cuarenta años. “Que la nuestra sea una iglesia moderna no quiere decir que sea superficial”, afirmará durante el encuentro religioso comunitario. La historia de la Iglesia Hillsong Barcelona empieza con unas reuniones de Mejías y su pareja Damsy Mich, también pastora de la comunidad, con otros amigos en un Starbucks. Se dedicaban a leer la Biblia y debatir. Después de estudiar Teología en la universidad que la propia Iglesia Hillsong tiene en Australia, fundaron la sede barcelonesa. Actualmente un millar de fieles asisten a los tres encuentros dominicales que organizan en el Teatre Principal.

167 centros protestantes

Hay en Barcelona 167 centros de cristianismo evangélico, es decir, protestantes. Aunque llevan casi dos siglos en la ciudad, la llegada de evangélicos latinoamericanos y subsaharianos desde los noventa ha motivado la creación de iglesias independientes, a menudo formadas según sus nacionalidades.

Muchas comunidades (no solo evangélicas) trabajan en materia de drogodependencia y de prevención, o en la acogida de refugiados, según Lola López, comisionada de Inmigración del Ayuntamiento: “Pero no tienen la fuerza de Cáritas, porque son minoritarias”. En el caso de la Power of God’s Grace Ministry, son habituales las campañas para recoger dinero para los más pobres de la comunidad. Más allá de las ayudas con temas burocráticos, la comunidad intenta costear el transporte y la alimentación en casos de necesidad. Grace, la mujer del pastor, explica que han conseguido sacar a muchas compatriotas de la prostitución y evitar más de un suicidio. Igualmente, debido a la crisis en España, muchos de los fieles han vuelto a Nigeria o han probado suerte en otros países europeos.

Foto: Arianna Giménez

El pastor Juan Mejías y su pareja Damsy Mich fundaron la Iglesia Hillsong barcelonesa hace cuatro años. En la imagen, Mejías se dirige a los asistentes de un encuentro dominical de su confesión.
Foto: Arianna Giménez

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Uno de los tres encuentros dominicales que la Iglesia evangélica Hillsong lleva a cabo en su sede del Teatre Principal. En total asisten unas mil personas.
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Ambas comunidades se autofinancian y las dos dedican una parte importante del culto dominical a hablar de la importancia de los donativos. En la nave industrial del Bon Pastor entonan una canción y rezan antes de introducir los sobres en una caja. Los asistentes al Teatre Principal pueden realizar sus “diezmos y ofrendas” a través de un enlace en la web de Hillsong, por transferencia bancaria (domiciliable), e incluso desde el mismo teatro, con tarjeta de crédito.

El fenómeno de la precariedad de los lugares de culto en Barcelona es real, pero no endémico, y afecta a las comunidades más depauperadas. Es una cuestión de estratos sociales, no de religiones concretas.

Los fieles del Grace Ministry salen del oficio cantando aún “People will see, testimony of my life”, y un par de niños presentes en la iglesia se divierten ahora jugando con los dos únicos blancos presentes, los periodistas. Los fieles Hillsong salen del Teatre Principal y pisan la Rambla con los últimos versos de Soberano (“Dios del universo, Salvador eterno”) aún retumbando en la cabeza, rodeados de turistas entre los que pasan bastante desapercibidos.

Demanda de espacio público

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El templo Hare Krishna de la plaza Reial. Las meditaciones se acompañan con música del armonio y el mridanga.
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También en la Rambla, aunque horas después, a eso de las cinco de la tarde, la comitiva Hare Krishna empieza su marcha a la altura de las Drassanes. Desfilan tras un estandarte en el que se lee el mantra que les da nombre, y que no cesan de repetir durante toda la procesión. Llegan a Canaletas, giran y emprenden el camino contrario, Rambla abajo. Hay quien se echa a un lado, otros se apuntan a la marcha y bailan y otros pocos se burlan de ellos. Como los Hare Krishna son pocos, para ellos no es difícil disponer del espacio público para ejercer su derecho a difundir su religión.

Monteys dice que en el OAR prefieren plantear la laicidad como un espacio neutro y abierto a todos (incluidos los no religiosos). El presidente de Ateus de Catalunya, Albert Riba, no se opone a que el hecho religioso ocupe el espacio público, “siempre que no lo monopolice”, y defiende que ese espacio tendría que ser “un ágora de libertad no solo religiosa, sino también de conciencia”.

La demanda de espacios para uso religioso es cada vez mayor y desde la Administración empiezan a buscar otras soluciones. Por ahora, la comisionada de Inmigración,  Lola López, pone el acento en que el Consistorio “ha encontrado espacios para que la gente celebre, por ejemplo, el Corpus Christi o la procesión de los sij, el Vaisakhi”. El portavoz de la comunidad sij, Gagandeep Singh Khalsa, desempeña un rol influyente de mediación entre los intereses de la comunidad y la Administración, un trabajo gracias al cual esta comunidad no tiene demasiados problemas para montar actos públicos: “Lo que más ilusión me hace es ver catalanes entre nosotros, da igual de la religión que sean”, dice Gagandeep, sonriendo tras una barba tupida.

En el parque de Les Tres Xemeneies del Poble-sec hay unas dos mil personas. Han dispuesto larguísimos manteles en el suelo y comen productos típicos del norte de la India, de donde proceden. Están celebrando la procesión del Vaishaki, el bautismo sij. La jornada empezó horas antes con una demostración de artes marciales en la Rambla del Raval. Sobre una lona en el suelo descansaban infinidad de armas: espadas, cuchillos, escudos, lanzas, palos y el chakar (una rueda de filamentos en forma de radios con pesos al final de cada uno). Al otro lado de las armas, cinco jóvenes sij. Al son de dos tambores, los fieles mostraron su pericia en el manejo de las diversas armas con coreografías medidas. Muy de vez en cuando fallaban algún movimiento, aunque sin males mayores.

Los sij tienen un solo local en Barcelona, la Gurudwara. En ella se ofrece comida a todo aquel que quiera entrar, con la única condición de descalzarse, taparse el cabello y postrarse ante el libro sagrado, el Guru Granth Sahib, que consideran guía infalible. Por eso se le trata como si fuese una persona: se le dan ofrendas, se le tapa, se le acuesta cuando es de noche y se le despierta por la mañana.

Bastante más costosas de organizar son las asambleas anuales de los Testigos de Jehová. El pasado mes de junio alquilaron el campo de fútbol del Espanyol, por tercera vez, para una reunión a la que asistieron 23.500 personas. “Fue un programa precioso; el tema central fue la lealtad y la fidelidad para con Dios y el prójimo”, explica Josep Morell, delegado de los testigos de Jehová en Cataluña. Además, se bautizó, por inmersión, a 104 personas. Morell desconoce cuánto costó el alquiler del recinto.

Cristina Monteys, directora del OAR, explica que a veces las comunidades piden espacios municipales a los Distritos, pero reciben negativas poco elaboradas: “No por el rechazo, sino porque a veces, dentro del propio Ayuntamiento, hay una concepción de la laicidad que es… –mide la adjetivación–, digamos, restrictiva”. Para corregir esta situación, el mes de octubre el Ayuntamiento reguló la cesión de espacios públicos y equipamientos municipales para la celebración de actividades religiosas.

El Ramadán

Foto: Arianna Giménez

Miembros de la comunidad musulmana Minhaj-ul-Quran durante la oración del viernes, en el polideportivo de Sant Oleguer, en el barrio del Raval, que alquilan con este propósito.
Foto: Arianna Giménez

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Wadud, impulsor de la escuela sufí de la orden Naqshbandi, rompe el ayuno del Ramadán junto con sus compañeros.
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Para otras festividades multitudinarias se han conseguido algunos avances, como es el caso del Ramadán. El Consistorio ha llegado a un acuerdo con el Institut Barcelona Esports para el uso de equipamientos deportivos. Pero aquí, de nuevo, el problema es el dinero: “Hay comunidades que nos piden espacios para las treinta noches que dura el Ramadán y, claro, la solución tampoco es ofrecerles los equipamientos gratis, porque si hay un precio público y la gente lo paga, ellos también deben hacerlo”, dice Monteys.

Una de las comunidades que sí puede pagar un alquiler es Minhaj-ul-Quran. Durante todos los viernes de Ramadán realizaron la oración del mediodía de los viernes (el día sagrado del islam) en una sala del Centre d’Esports Municipal Sant Oleguer, en el Raval. Mohammed Iqbal, vicepresidente de la comunidad, asegura que, aunque siempre han tenido muy buena relación con los regidores del Distrito, las negociaciones no son fáciles: “Los políticos siempre miran los votos, y la opinión pública no suele ver bien estas cosas”.

El Ramadán empezó este año el 6 de junio, coincidiendo, como siempre, con la última luna del octavo mes del calendario islámico. Esa noche, en el oratorio de Minhaj-ul-Quran (uno de los veinticinco oratorios musulmanes que hay en la ciudad), tres centenares de personas rompieron el ayuno después de unas quince horas sin comer ni beber. En apenas un cuarto de hora, todos (no había ni una mujer) habían cenado y un remolino de gente recogía los manteles: “El local no es muy grande, así que por eso nos damos prisa en comer y usamos el mismo espacio para comer y para orar”, explicaba Iqbal, entre decenas de manos que trajinaban platos y manteles.

Con la oración ya comenzada, llegaron algunos fieles más que llenaron la sala. Muchos venían de trabajar. Uno de ellos llegó ajetreado, apenas rezó tres minutos y salió. Al poco rato se le vio de nuevo en su puesto, detrás del mostrador, en una de aquellas tiendas donde se encuentra de todo.

Sobre esa misma hora, en una ladera del Turó del Carmel, una chica llegaba también tarde al iftar (la cena del Ramadán). Los demás miembros de la comunidad barcelonesa de la orden sufí Naqshbandi habían roto el ayuno frugalmente –un par de dátiles, algún albaricoque, algo de chocolate–, y realizaban ya la primera oración. La joven bebió algunos sorbos de agua y se unió al rezo. Era su primer Ramadán. Al acabar la oración, mientras la veintena de miembros de la pequeña comunidad preparaba la cena principal –más copiosa, con sopa de lentejas, ensalada y queso–, el presidente, Abd al-Fatah, habló con la primeriza: “Lleva siempre encima un par de dátiles, así cuando se ponga el sol podrás romper el ayuno, estés donde estés. Yo siempre lo hago”.

Rica cultura islámica

Los musulmanes empiezan a visibilizarse en Barcelona en los años ochenta. A partir de entonces, la llegada, sobre todo, de paquistaníes y subsaharianos ha enriquecido la cultura islámica en la ciudad. De manera más residual, algunos catalanes han abrazado el islam como religión. Es el caso de la comunidad de la orden Naqshbandi Haqqani, formada en su mayoría por conversos.

Wadud, natural de un pueblecito del Montseny, formó la comunidad hace unos veinte años. Explica que, tras coquetear con la masonería e iniciarse en el budismo y el hinduismo, encontró “el camino de la realización” en el sufismo, conocido como la rama mística del islam por la importancia de la contemplación, la música, la poesía y el perfeccionamiento espiritual.

Durante la cena, distendida, los sufíes se muestran relajados y bromean. Hombres y mujeres ocupan el mismo espacio, aunque no se mezclan. Acabarán de cenar hacia la medianoche, orarán, cantarán y pasarán la madrugada en comunidad. Y a eso de las cuatro y veinte de la madrugada retomarán el ayuno.

A la salida del oratorio, en la oscuridad de las pendientes del Carmel, una paz casi mística absorbe el bullicio espeso de la gran urbe. “Esto es Barcelona, pero está fuera de Barcelona”, dice Wadud, y tampoco le molesta. Le recuerda su casa, la quietud del Montseny.

La Pascua judía

Foto: Arianna Giménez

Celebración del sabbat en la sinagoga de la comunidad Bet Shalom. Cualquiera de los fieles la puede guiar.
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El rabino Stephen Berkowitz y el presidente de la comunidad Bet Shalom, Jai Anguita, en el encuentro de la Pascua judía.
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En pleno meollo de la ciudad, en un chaflán de la Dreta de l’Eixample, una patrulla de los Mossos d’Esquadra hace guardia ante el Hotel Catalonia. Más tarde acabarán jugando con los niños de la mesa 5, pasándolo todos pipa con las linternas de los agentes. Dentro de la sala, las madres de los niños de la mesa 5 habían llegado a la conclusión de que era más práctico dejar a los críos a su aire que intentar mantenerlos quietos y en silencio. No tienen edad para seguir la Hagadá del Pésaj, es decir, los pasos de la celebración de la Pascua judía. El recuerdo del Éxodo del Antiguo Egipto.

La comunidad progresista Bet Shalom reunió este año a dos centenares de personas en el Hotel Catalonia para celebrar el Pésaj. Durante la ceremonia rindieron homenaje a los refugiados y se habló de igualdad de derechos para los homosexuales y de igualdad de género a través de la figura de la intelectual judía y feminista Susannah Heschel.

Las celebraciones del sabbat (el día sagrado judío, el sábado) se desarrollan en el local de la comunidad Bet Shalom. Ahí los niños también corretean y juegan sin problema durante la ceremonia, esta vez realizada en la sinagoga de la comunidad. El oficio se realiza en hebreo, catalán y castellano. No es un culto demasiado solemne, aunque sí muy devoto. En su sermón, Jai Anguita, presidente de la comunidad, menciona a Adam Smith y a Karl Marx y acaba recordando que “la Tierra es de Dios”.

Durante más de seis décadas, el único colectivo judío de la ciudad fue la Comunidad Israelí de Barcelona (CIB). La llegada de inmigrantes y las diferencias ideológicas propiciaron diversas escisiones en el seno del colectivo que han acabado conformando un mapa de cuatro comunidades, de las que Bet Shalom es “la más catalana y la más progresista”, según explica Jai Anguita. Preguntado acerca de tanta escisión, responde: “Lo que puedan decir los líderes de las comunidades no es lo que piensan sus miembros; nada es unánime. Dos judíos, tres opiniones, ¿sabes?”.

Propiciando el diálogo religioso

El Grupo de Trabajo Estable de Religiones, iniciativa que tiene su origen en el Fórum de las Culturas de 2004, reúne a dirigentes de las cinco tradiciones religiosas con más implantación en Cataluña.

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Stephen Berkowitz, rabino de la comunidad Bet Shalom, explica la tradición judía del Pésaj a Sebastià Taltavull, obispo auxiliar de Barcelona, durante el encuentro conmemorativo organizado en un hotel el 22 de abril pasado.
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El día de Nochebuena de 1990, el entonces arzobispo de Barcelona, Ricard Maria Carles, colocó la primera piedra del Centro Abraham. Se acercaban los Juegos Olímpicos de 1992 y la Vila Olímpica necesitaba un espacio multirreligioso para los miles de deportistas (de diferentes credos) que acogería la ciudad. De aquella propuesta se destiló la necesidad de vertebrar el diálogo interreligioso.

El Grupo de Trabajo Estable de Religiones (GTER) nace durante el Parlamento de las Religiones que se realizó durante el Fórum de las Culturas de 2004. Joan Hernàndez es el director de este grupo, formado por líderes de la Iglesia Católica y de las comunidades protestante, ortodoxa, musulmana y judía. Siempre que montan un taller, el GTER también invita a los mormones, a los sij, a los budistas y a los bahaí: “Contamos con las cinco tradiciones religiosas con más historia e implantación en Cataluña. Coordinarlas ya cuesta lo suyo, y si incorporásemos a otras confesiones con objetivos diferentes, con menos implantación, costaría mucho más”. El Grupo se amplía mínimo dos veces al año, formando el Consejo Intereligioso-GTER, en el que están invitadas todas las religiones presentes en Barcelona.

Esa gran diversidad de comunidades dentro de cada religión dificulta, de vez en cuando, el diálogo entre ellas, del que el propio Hernàndez asume que “es más difícil que el interreligioso”. El director del GTER matiza que lo importante “no es que se peleen, sino qué se extrae de las disputas”, y recuerda que “en los noventa las relaciones eran peores, con alguna demanda judicial entre ellos. Ahora está todo  tranquilo.”

Wadud y su comunidad sufí solo tienen relación cercana con otros dos oratorios musulmanes de la ciudad, pero no lo considera un problema “porque somos todos hermanos”. Donde sí ve un problema que, según él, desestructura la comunidad musulmana de Barcelona, es en la influencia de Arabia Saudí en algunas comunidades islámicas: “Este país subvenciona los libros, los oratorios y los viajes de los imames, y paga las peregrinaciones; su mensaje ha calado. Se ha convertido en el adoctrinador del mundo islámico en Occidente y envía a las comunidades gente con un discurso retrógrado, recalcitrante, reaccionario, radical, extremista…, fatal”.

Para la directora de Investigacions en Sociologia de la Religió (ISOR), Mar Griera, el modelo del GTER es “el de los líderes religiosos, con un papel muy importante de la Iglesia Católica”. Otro modelo es el de la Asociación Unesco para el Diálogo Interreligioso (AUDIR), “más de base”, según su valoración.

Francesc Torradeflot es el director de AUDIR, desde donde trabajan por la libertad religiosa de las comunidades y la libertad de conciencia de los ateos y los agnósticos: “Más que diálogo interreligioso, buscamos la interconfesionalidad”, declara. Torradeflot advierte que la reducción de las ayudas oficiales pone en peligro las actividades preparadas. Además, asegura que los fieles tienen otras prioridades: “Les preocupa la propia comunidad, la familia, su trabajo… El diálogo es secundario y está más para resolver que para prever”.

Clausurados los Juegos Olímpicos, el Centro Abraham pasó a ser la parroquia del Profeta Abraham, es decir, la iglesia católica del nuevo barrio de la Vila Olímpica. Habilitar un nuevo espacio multirreligioso volvió a estar sobre la mesa años después. “Hicimos una encuesta e incluso las comunidades más precarias se mostraron en contra, porque lo que querían era un espacio propio –explica Cristina Monteys, directora de la OAR–. Una demanda comprensible, porque el centro de culto es al mismo tiempo la casa de las comunidades”. La idea quedó aparcada.

Vista desde el aire, la planta de la parroquia del Profeta Abraham tiene forma de pez. Recuerda al signo que sirvió en la época de las catacumbas para que los cristianos se reconociesen entre ellos sin peligro y que siglos después pasó a ser un símbolo ecuménico, de unión entre todas las ramas del cristianismo. Pero tan solo del cristianismo.