Las narrativas históricas surgidas de la Transición han ignorado a menudo el papel de los movimientos sociales y, aún más, el peso de las mujeres en las luchas vecinales y obreras. Las cuatro historias de vida que presentamos ejemplifican la invisibilización de la mujer combativa por pertenecer a la clase trabajadora, por ser mujeres y, en su caso, además, por ser migrantes.
Paqui Jiménez tuvo una destacada participación en una de las luchas obreras emblemáticas del final del franquismo, la huelga de la Harry Walker. Maruja Ruiz, presidenta del Casal de la Gent Gran de La Prosperitat, fue una de las promotoras del encierro de mujeres y niños en la iglesia de Sant Andreu de Palomar, en 1976, en solidaridad con sus maridos y padres, trabajadores en huelga de Motor Ibérica. La barcelonesa Llum Ventura es consejera de Distrito de Ciutat Vella y una de las fundadoras de la asociación Les Dones del 36, que se ha esforzado por rescatar la memoria de las mujeres de la Guerra Civil. Las camareras de hotel, uno de los colectivos laborales más olvidados y peor tratados, se hacen presentes con el testimonio de Rosmery.
“Willy, nos siguen”, le dije a Willy, aunque en realidad no se llamaba así. “No fastidies, Ana”, me debió de contestar él, aunque mi nombre real tampoco era ese.
»Era 1970 y nuestro bus circulaba por Virrei Amat. Hacía unos días que las trabajadoras de la fábrica Harry Walker nos habíamos declarado en huelga. Yo había recogido las direcciones de todos los compañeros huelguistas y, de tanto miedo que tenía de que encontrasen los papeles con las direcciones, decidí guardarlos en las bragas, envueltos en plástico y telas, como si fuesen una compresa.
»“Ana, nos siguen”. A Willy le entró tal desespero que se bajó del autobús y me dejó sola. Todos tenemos momentos de pánico y en aquel momento la policía ya había detenido a algún compañero. Y le habían hecho bastante daño. Total, que me quedé en el bus hasta el final de la línea, en Trinitat Vella, y después corrí y corrí y acabé buscando refugio en casa de unos amigos curas.
»“Os lo montáis como queráis, pero yo esta noche duermo aquí”, les dije, y así fue. Qué miedo cuando bajé del autobús, en la Via Júlia: el tipo que me seguía estuvo a punto de cogerme, pero corrí y corrí.»
Ana en realidad se llama Paqui Jiménez y nació en Baeza (Jaén), en 1946, aunque desde hace décadas vive en un pisito de la Esquerra de l’Eixample, desde donde recuerda aquellos tiempos con una voz sosegada y fina, rodeada de infinidad de plantas de interior.
El Casal de la Gent Gran (centro asistencial y de ocio para personas mayores) del barrio de La Prosperitat se encuentra a una calle de la mencionada Via Júlia. Maruja Ruiz, su presidenta, nació en Guadix (Granada), en 1936. Es una veterana activista vecinal. Le pregunto cuántas veces acabó en comisaría: “Ay, nene… Muchas, ya ni me acuerdo, pero siempre terminaba por salir… El día en que protestábamos por el bloque fantasma de la Via Favència nos metieron en el calabozo con dos tipos que tenían el mono. Conmigo había un vecino que estaba muerto de miedo porque nunca lo habían detenido, lloraba y todo. Uno de los que tenía el mono se daba cabezazos contra la pared y gritaba… Creo que el vecino que me acompañaba debe de estar aún corriendo por ahí… ¡Nunca más supe de él!” Maruja, sombra de ojos azul celeste, cardado perfecto, se ríe al hacer memoria.
Llum Ventura es consejera del Distrito de Ciutat Vella. Nació en 1941 en el Poble-sec, “en el seno de una familia anarquista, de perdedores, muy comprometida –explica–. Tuve una infancia dura, era una niña muy invisibilizada. Pero un día una pariente, que tenía una peluquería en el barrio, me llamó para que la ayudase a lavar cabezas. Después monté mi primera peluquería en el piso en que vivía, un séptimo”.
Allá por 1979, con una democracia frágil recién estrenada, Llum Ventura abría otra peluquería, llamada La Mar, bien cerquita del Museo Picasso. Era un espacio reducido donde había una pequeña biblioteca para las mujeres del barrio, en la que no había ninguna revista del corazón y Llum facilitaba información sobre cómo abortar: “Una vez al mes venía la Françoise, una mujer de Toulouse, a practicar abortos clandestinos”, recuerda.
Las uñas de las manos de Rosmery, boliviana llegada hace un decenio a Cataluña, están muy afiladas, como las de todas las camareras de hotel. Se ve que del roce constante con la tela, las sábanas, las toallas…, las uñas acaban afiladas como cuchillas. Si se despista y se roza la piel se hará una herida, y no se lo puede permitir. La jefa de Rosmery apenas le da media hora para limpiar de arriba a abajo el apartamento turístico que regenta. No tiene tiempo ni para rechistar: “Cuando es temporada alta, puede ser que ni siquiera tengamos un día de descanso. No sabemos ni de nuestras familias; llegamos a casa directamente para cenar o dormir, y al otro día a levantarse y a trabajar –se ajusta las gafas y aprovecha para hacer una pausa necesaria–. Esa es nuestra esclavitud, no tenemos vida”.
Rosmery ya no puede trabajar más, porque sufre epicondilitis (una lesión más conocida como codo de tenista), y apenas le quedan dos meses de paro. Si no fuese por la ayuda del colectivo de camareras de hotel Las Kellys, estaría completamente desamparada; ni siquiera han reconocido su lesión como enfermedad laboral.
Las narrativas históricas surgidas de la Transición, según defiende la historiadora Cristina Borderías, han ignorado durante bastante tiempo el papel de los movimientos sociales y, aún más, el peso histórico de las mujeres en las luchas vecinales y obreras. Las historias de vida de estas cuatro mujeres son una muestra a escala de una realidad gigantesca y perversa, la de la doble (e incluso triple) invisibilización de la mujer obrera, de la mujer combativa: un cerrojo en la narrativa oficial que las aparta de la memoria por pertenecer a la clase trabajadora, por ser mujeres y por ser migrantes.
Las mujeres del textil
Las uñas de las trabajadoras del textil catalán deberían de estar igual de afiladas que las de las camareras de hotel de nuestros días. “La Revolución Industrial se hizo en Barcelona gracias a las mujeres”, asegura la historiadora Isabel Segura. A partir de la introducción de la máquina de vapor, las industrias se modernizan y cambia la estructura de la ciudad. Las cocinas de las casas modernas tienen una sola entrada y en ellas no cabe más de una persona. Una mujer, claro. El trabajo doméstico no es remunerado y el jornal del marido no llega para alimentar a toda la familia. La mujer trabajará en casa y también en la fábrica. Una vecina del barrio de Sants de mediados del siglo xix, por ejemplo, coserá los remiendos de las ropas ajadas de su familia y no cobrará por ello, pero se levantará a las cinco de la mañana para entrar a trabajar en la fábrica de panas Güell, Ramis y Cía. –el Vapor Vell, la mayor fábrica textil de España por entonces– y tejerá y tejerá durante doce horas por un jornal de miseria, menos aún de lo que cobraría un hombre por la misma faena.
En aquella fábrica, activa de 1846 a 1890, tres cuartas partes de la plantilla eran mujeres. Su dueño, Joan Güell (Torredembarra, 1800) se hizo rico en Cuba, donde monopolizaba todo el mercado de La Habana. Existe la sospecha, no confirmada, de que parte de su fortuna provino del tráfico de esclavos. No es de extrañar que los movimientos sociales de Sants –responsables de la conversión de esa y otras antiguas industrias del barrio en equipamientos públicos– hayan cubierto la placa de la calle de Joan Güell, en la propia fachada de la fábrica, con el nombre de Carrer de les Dones del Vapor Vell [calle de las mujeres del Vapor Vell]. La lucha por desviar el foco desde la burguesía hacia las clases populares en las narrativas históricas de la construcción de la ciudad empieza, a menudo, por una revisión exhaustiva e igualitaria del nomenclátor.
Nunca ha sido fácil para la mujer combinar su condición de doble trabajadora (doméstica y remunerada) con una lucha activa en los movimientos sociales. Más allá de un evidente problema de tiempo, a muchos colegas de fábrica les parecía mal que las mujeres trabajasen con ellos, ya que consideraban que el puesto de trabajo se degradaba por el hecho de ocuparlo una mujer, lo que conducía a un descenso salarial, explica la historiadora Nadia Varo: “Estas cosas pasaban sobre todo en épocas de escasez de trabajo. Se las intentaba expulsar del mundo laboral, se les impedía trabajar como aprendizas y no se cuestionaba que sus salarios fueran mucho más bajos”.
Históricamente, tampoco ayudaron algunos intelectuales de las corrientes socialistas y anarquistas que florecieron durante la segunda mitad del siglo xix. Las ideas a este respecto de Pierre-Joseph Proudhon, uno de los padres del pensamiento anarquista, resultan perversas. Proudhon señala el hogar y el trabajo doméstico como el lugar natural de la mujer. Desde su punto de vista, aquella que trabajase fuera de su casa le estaba robando el puesto a un hombre. Cabe decir que esa no era una corriente mayoritaria dentro del pensamiento revolucionario y que, por ejemplo, Friedrich Engels apunta ideas más tranquilizadoras en su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el estado: “La emancipación de la mujer y su igualdad con el hombre son y seguirán siendo imposibles mientras permanezca excluida del trabajo productivo social y confinada dentro del trabajo doméstico, que es un trabajo privado”.
Según datos recogidos por Isabel Segura en el libro Dones de Sants-Montjuïc, itineraris històrics [Mujeres de Sants-Montjuïc, itinerarios históricos], en 1905 trabajaban en el conjunto de la industria textil barcelonesa más de 5.000 hombres, casi 16.500 mujeres y algo más de 5.000 niños y niñas en unas condiciones más que precarias y con unos horarios que a menudo no respetaban las leyes vigentes desde 1873, cuando se estableció la jornada laboral de once horas diarias. Ese mismo año de 1905, la obrera textil y anarquista Teresa Claramunt (Sabadell, 1862) publicó La mujer. Consideraciones generales sobre su estado ante las prerrogativas del hombre, uno de los textos pioneros del anarcosindicalismo feminista. Antes, en 1889, había fundado la primera organización feminista de España, la Sociedad Autónoma de Mujeres de Barcelona. Detenida a raíz de los atentados de la procesión de Corpus de 1896, Claramunt fue desterrada a Inglaterra hasta el año 1898, aunque oficialmente no se la acusó de ningún delito. En 1902 tomó parte en la huelga general de febrero y fue detenida de nuevo durante la Semana Trágica barcelonesa de 1909. Teresa Claramunt falleció en la víspera de las elecciones municipales de 1931. Fue enterrada el mismo día 14, mientras se proclamaba la Segunda República.
“Libertar a la mujer casada del taller”
La Guerra Civil y la dictadura de Franco truncaron cualquier atisbo de progreso, emancipación o libertad para las mujeres. El Fuero del Trabajo, de 1938, prometía “libertar a la mujer casada del taller y de la fábrica”. El matrimonio se declaraba “uno e indisoluble”, como establece otra de las leyes fundamentales del franquismo, el Fuero de los Españoles (1945). Abortar o difundir prácticas anticonceptivas se convirtieron en delito penal en 1941, y la maternidad, en poco menos que una obligación biológica y cristiana, como defendió Pilar Primo de Rivera, delegada nacional de la Sección Femenina de Falange de 1937 a 1977: “El verdadero deber de las mujeres con la Patria es formar familias con una base exacta de austeridad y de alegría, en donde se fomente todo lo tradicional”. Y si las mujeres querían trabajar, necesitaban el permiso de sus maridos. Con todo, la economía de posguerra no podía permitirse que millones de mujeres no trabajaran –sectores como el textil se habrían hundido–, de modo que aquel propósito de “libertar a la mujer del taller” quedaría en agua de borrajas. Son años de lucha silenciosa, aquellos que la consejera de distrito Llum Ventura recuerda como el tiempo del “calla, calla, calla, no hables de eso”.
No es la primera vez que Ventura trabaja para la administración. Sorbiendo un cortado y con ojos nostálgicos recuerda su época de consejera independiente en el consistorio de Pasqual Maragall: “Yo estaba mucho más a la izquierda, pero acepté el cargo para llevar a cabo proyectos como el de la recuperación de la memoria de las mujeres de la Guerra Civil, Les Dones del 36 [Las Mujeres del 36]”. Viajó a Madrid, preguntó nombres. En Barcelona visitó a mujeres comunistas, de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), pero lo que más le interesaba era contactar con alguna mujer anarquista, como su madre y su tía, llamada también Llum: “A los de la CGT [el sindicato anarcosindicalista Confederación General del Trabajo] les tuve que decir que mi nombre es Llum y que el de mi madre era Llibertat, y que el proyecto de recuperación de la memoria no tiraría adelante sin una mujer anarquista”. Así fue como conoció a Concha Pérez, libertaria, anarquista, presa durante unos meses en la cárcel de mujeres de la calle de la Reina Amàlia: “A través de aquel proyecto y, sobre todo, tras conocer a Concha, recuperé mis orígenes y valores libertarios”. Se acabó el “calla, calla, calla”.
La memoria no perdura si no se cultiva. Ventura y las mujeres del 36 crearon una asociación y recorrieron escuelas e institutos avivando el recuerdo, perpetuándolo en las siguientes generaciones. Una de las charlas tuvo lugar en Montjuïc con motivo del vigésimo aniversario de las primeras Jornades Catalanes de la Dona [Jornadas Catalanas de la Mujer], celebradas en la Universidad de Barcelona en 1976.
Mujeres en movimiento[s]
Precisamente para conmemorar el cuadragésimo aniversario de estas jornadas, el Ayuntamiento ha puesto en marcha el proyecto “En moviment[s]. Dones de Barcelona. 40 anys i més… 1976-2016” [En movimiento(s). Mujeres de Barcelona. 40 años y más… 1976-2016]. Se desarrollará hasta el mes de julio y en su programa figuran exposiciones, mesas redondas, actividades de cinefórum y la edición de un texto a cargo de la historiadora Cristina Borderías, comisaria del proyecto: “Ha salido adelante porque tenemos un gobierno municipal más abierto a estos temas, además de que en los últimos años se ha registrado un cierto auge del movimiento feminista. La propuesta ha sido bien recibida por estos colectivos, lo que no siempre ocurre con los proyectos impulsados por las instituciones. Ahora hay más conexión entre el movimiento feminista y el gobierno local”, asume Borderías.
El compromiso democrático y antifranquista de aquellas mujeres sigue inalterable, aunque se haya arrinconado su memoria: “Tuvieron presencia en los sindicatos, los partidos políticos y las asociaciones vecinales, pero se les vetaba el acceso a los niveles directivos y se les negaba la capacidad de representación de aquellas organizaciones”, recuerda Borderías en el libro escrito a propósito de la muestra “En Moviment[s]”. Tal compromiso es el que tuvieron Paqui Jiménez y sus compañeras de la empresa de automoción Harry Walker cuando hicieron huelga en pleno franquismo.
¿Cómo era trabajar en esa fábrica? Paqui Jiménez lo explica con detalle: “Nos llegaban los carburadores y nosotras, con unas cuchillas finas y duras, quitábamos las rebabas. Éramos casi veinte mujeres trabajando en cadena. Era muy duro; cuando iba al lavabo me fallaban las piernas del esfuerzo que tenía que hacer. Si no conseguíamos la prima de productividad, el sueldo no nos alcanzaba. Trabajábamos desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde, con dieciocho minutos para desayunar. Los hombres eran muy rudimentarios; trabajaban en el torno, donde les saltaba una especie de aceite que quemaba las manos. Los jefes llevaban allí a trabajar a las mujeres más combativas. Yo protestaba, no quería ir. –Paqui tuerce el gesto, se muerde la lengua, pero al final se suelta–. Maldecía al patrón y me negaba. Era un tipo analfabeto, un desgraciado, un garrulo, que trataba a las mujeres como si fuéramos cerdos… Me enfrentaba a él, lo atemorizaba y al final me quitaba del torno”.
Durante la dictadura fue constante la masculinización de las trabajadoras, sostiene Nadia Varo, historiadora experta en el papel de la mujer en las luchas obreras de Comisiones Obreras en aquella época: “A las mujeres se las victimizaba cuando padecían por las condiciones de trabajo, pero cuando protagonizaban un conflicto real se las masculinizaba y pasaban a ser ‘trabajadores’”. Esto se hacía por miedo a que los trabajadores varones no aceptasen a las mujeres como compañeras de lucha.
“Cada vez nos subían más la cuota de trabajo necesaria para conseguir la prima –recuerda Paqui Jiménez–, y no podíamos llegar, era imposible. La gente estaba muy caliente. Amenazaron con despedir a unos compañeros especialmente combativos y ahí fue cuando, en 1971, formamos el comité de empresa de la Harry Walker y empezamos la huelga. Nos reuníamos clandestinamente. Recuerdo levantarme a las tres de la madrugada para ir a lanzar octavillas a la boca del metro de Santa Eulàlia. Era todo muy rápido, las tirábamos y salíamos corriendo para poder entrar a las seis en la fábrica. De este modo, si ocurría algo, yo siempre podía alegar que había acudido a trabajar”.
La historiadora Cristina Borderías explica que a través de la lucha obrera muchas mujeres descubrieron “los límites de la acción individual y la necesidad de darse apoyo mutuo”. Paqui Jiménez es más explícita y recuerda que cuando se metió en aquel mundillo “se le abrieron los ojos como platos”. La lucha vecinal también significa solidaridad, unión y cooperación para Maruja Ruiz: “¡Es que no tenéis ni idea de lo mucho que podéis llegar a perder! –abronca Maruja a la juventud actual, muy solemne–. Se me pone la piel de gallina solo de pensar que tengáis que pasar por lo mismo que nosotros…, ¡piel de gallina!”
El encierro de Motor Ibérica
“Mi marido se tiró trece años trabajando en la fábrica [de vehículos de transporte y maquinaria] Motor Ibérica, y por encabezar una huelga le echaron. Era el mismo año en que se pedía la amnistía laboral, 1976. Entonces yo hablé en la asamblea de vecinos y dije que podía movilizar a las mujeres de los trabajadores –Maruja Ruiz rebosa confianza en sí misma–. Intentamos que nos hicieran caso, pero no había manera, así que al final decidimos encerrarnos”.
Para movilizar a las mujeres Maruja acudió al sindicato vertical franquista. “Me voy al sindicato y les digo a los hombres que haremos una asamblea con las mujeres. Las llamo. Cuando ya tenía el grupo formado, un grupo bastante majo, decidimos encerrarnos las mujeres y los niños. Buscamos un sitio céntrico, que fue la iglesia de Sant Andreu de Palomar. La actual sede del Distrito de Sant Andreu, frente a la iglesia, la ocupaba entonces un ambulatorio, y pensamos que nos iría bien tenerlo tan cerca por si le pasaba algo a algún crío. El metro estaba a pocos pasos, y la Pegaso, la Maquinista y la Fabra i Coats muy cerca también. De este modo la gente lo tuvo fácil para seguir el encierro”.
A Maruja Ruiz, en cuanto coge carrerilla, es imposible interrumpirle el fluir de los recuerdos. “El cura, Camps, estaba muy escamado porque los de la CNT [el sindicato anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo] se habían encerrado allí también en su momento y lo habían dejado todo hecho un asco. Yo le aseguré que todo lo que destrozásemos lo arreglaríamos. Así que entramos. Me llevé conmigo un fogón y algo de leche, poca, porque creía que al día siguiente nos echarían. Nadie podía pensar que aguantaríamos veintiocho días”. Llegaron a ser más de 250 mujeres y niños. “Poníamos los santos en la puerta por si la policía entraba de noche…” Y al final entraron.
“Ya sabíamos que algo se preparaba cuando abrieron la empresa y entraron a trabajar los cabrones de los esquiroles”, explica Maruja. Mira a la grabadora, duda un momento y por fin declara: “Bah, esto ya da igual que se sepa”. Y sigue: “Al llegar la policía nos pusimos a tocar las campanas a rebato y la plaza se llenó de gente para impedir el desalojo. Les pedí a las compañeras que nos pusiéramos las chaquetillas de Motor Ibérica sin nada debajo. A mí Motor Ibérica me había multado por llevar su ropa sin pertenecer a la plantilla, así que ya imaginaba que la policía nos obligaría a quitarnos las chaquetillas. Había una, la Julia, que tenía las tetas como campanas… Cuando a las tres de la tarde entraron los policías por el patio, rompiéndolo todo, ordenaron: ‘¡Quítense las chaquetillas!’ Pero al ver aquellas tetas cambiaron de idea y volvieron a gritar: ‘¡Pónganse las chaquetillas!’”
Aquí Maruja Ruiz ya no puede contener la risa y pierde el hilo del relato. Su manera de expresarse es así, fractal y dispersa. “Ya tengo lo del Carnaval preparado. ¿Tú sabes lo que son cincuenta yayas de ochenta años vestidas de ratita? Iremos en la rúa del barrio”. Desciende las escaleras del casal a un paso ligero y decidido. Posa la mano en la barandilla, pero no tiene ninguna necesidad de agarrarse. “Nos tiramos diecisiete años luchando para tener este casal. En el solar iban a levantar un bloque de pisos y nosotros desmontábamos la grúa cada noche. Creo que entonces el alcalde era Porcioles…” Las fechas y los nombres le bailan un poco en la cabeza, pero no le molesta, porque a ella le interesan más las historias que las cifras. “Cuando vino [el entonces presidente de la Generalitat] Jordi Pujol a inaugurar el casal, le dije que llegaba con diecisiete años de retraso”.
La historiadora Isabel Segura explica que “no existe escisión entre movimiento vecinal y movimiento feminista, pues el movimiento feminista estuvo directamente implicado en las demandas de mejoras en los barrios. Si, por ejemplo, faltaban institutos, eran dos madres, hartas de recorrer cantidad de kilómetros cada día, las que se movilizaban”. Las mujeres se organizaban en redes y había relativamente pocas en estructuras estables, recuerda Segura: “Cuando aparece un conflicto, las mujeres crean red, otros actores se les van sumando y por fin acaban siendo los hombres los que ofrecen la imagen pública de la movilización”.
El enemigo en las propias filas
Con todo, en demasiadas ocasiones las mujeres que han tomado parte en los movimientos sociales de Barcelona han encontrado al enemigo entre sus propias filas. “La sociedad de entonces era aún más machista que la actual, y la gente que participaba en estos movimientos también lo era mucho. No estaban al margen de la sociedad y reproducían sus mismos modelos”, explica Nadia Varo. No todos defendían realmente una sociedad igualitaria, aunque algunos se llenaran la boca predicándola.
Paqui Jiménez recuerda que, durante la huelga de la Harry Walker, fueron dos veces a dormir a un piso del barrio del Besòs. “Dormíamos todos en el suelo, y había uno que se arrimaba y me tocaba. ‘Haz el favor de no tocarme’, protestaba yo. Y él respondía: ‘Eres una reprimida. Si quieres ser una luchadora obrera tienes que liberarte sexualmente’. Y yo replicaba: ‘Me liberaré cuando y con quien me dé la gana. Pero no me vas a venir tú hurgándome, porque no paso por ahí. Y si eso es ser una reprimida, pues lo soy y se acabó’”.
En el salón se respira un aroma a puchero, al potaje que Paqui ha cocinado hace un rato. La antigua trabajadora de la Harry Walker se apena mucho al evocar estas situaciones. “El machismo siempre ha existido, y cuando se presentaba a tu lado parecía que no había más solución que comértelo con patatas…” Si tales cosas pasaban entre compañeros, peor era el comportamiento de la policía franquista. Recuerda que “te llamaban puta, te decían de todo menos bonita, y también eso de que deberías estar en tu casa limpiando…”
Aquella experiencia fue un aprendizaje para Paqui Jiménez. “Aprendí lo que es la unión de la clase trabajadora, el sentimiento de orgullo de clase. Conceptos muy importantes que ya no se tienen en cuenta hoy en día. La conciencia de pertenecer a la clase obrera me daba la fuerza para seguir adelante. Había mucho compañerismo en la fábrica, aunque también apareció alguna esquirola… A una de ellas le echaron en cierta ocasión cinco kilos de pintura por la cabeza; me supo mal, os lo prometo –su gesto apenado no deja lugar a dudas–. Yo no habría sido capaz de hacerlo, pero en ese momento, en el fondo, pensabas que se lo merecía, que se lo estaba buscando… Y es que, como era más corta que la cola de un conejo, no se enteraba de nada”.
El hecho de ser mujer obrera también la cambió: “Descubrí lo que representaba ser mujer entonces. Aprendí que se puede decir que no, que teníamos los mismos derechos que cualquiera, que si las mujeres nos uníamos, podíamos ganar. ¡Ah!, y también descubrí la independencia económica. Como mi familia era pobre le entregaba todo el jornal a mi madre, y comprendí que si me quería ir de casa no podía depender de ningún hombre. Fue la liberación más grande que he sentido en mi vida. Vosotros, los hombres, sobre todo los jóvenes, no os podéis hacer cargo de este sentimiento”.
Tampoco fue fácil para Maruja Ruiz: “Como yo estaba siempre pallá y pacá, rodeada de hombres todo el día, había gente que se creía que era prostituta, y así me lo habían dicho algunos compañeros cuando los llevé por primera vez a una reunión clandestina”. Uno de los trabajadores de Motor Ibérica intentó obligar a su mujer a dejar el encierro, pero ella se negaba: “Había descubierto lo que era la solidaridad y, llorando, protestaba que no se iba”, y no se fue. Su marido la denunció por abandono de los hijos y se los llevó. El final de la historia es feliz, y sintomático: acabó devolviendo los niños a su mujer porque le daban demasiado trabajo.
Un colectivo al margen
A Rosmery solo le quedan dos meses de paro y sufre pensando en cómo podrá alimentar a sus hijos en el futuro. Isabel Cruz, miembro del colectivo de camareras Las Kellys, señala la externalización de los servicios como uno de los mayores problemas que han de afrontar las camareras de piso: “Que no estén en la nómina del hotel, sino en la de una empresa subcontratada, les supone unos sueldos más bajos, una sobrecarga de trabajo y una reducción de derechos laborales”. Las camareras de hotel, invisibilizadas por ser trabajadoras, mujeres y muchas veces migrantes, pueden mover muy pocos resortes para mejorar sus condiciones: “Pasan mucho estrés, y como tienen miedo a pedir la baja acaban automedicándose”, explica Isabel Cruz: Prozac e Ibuprofeno contra la imposibilidad de descansar como deberían o de conseguir la vida familiar que se merecen. “Hay casos de camareras de hotel que, estando embarazadas de ocho meses, se pasan el día haciendo camas y arrastrando colchones…”, denuncia.
“Barcelona es un destino turístico durante todo el año. ¿Cómo puede ser que todas las camareras de hotel tengan contratos temporales o de obra y servicio? La única explicación posible es que el empresario sabe de sobras que la trabajadora acabará enfermando por las condiciones laborales a que está sometida –se lamenta Isabel Cruz–. En la asociación tenemos varios casos de empleadas despedidas por estar de baja, o de camareras contratadas para obra y servicio a las que les dicen de un día para otro que no vuelvan; y esos despidos les salen muy baratos a los empresarios”.
Los movimientos sociales de la Transición lucharon por un modelo de ciudad más justo e igualitario. Pero en los márgenes sociales que ocupan las trabajadoras de Las Kellys no se encuentra atisbo de justicia ni de igualdad.