En la medida en que nuestro turismo se basa en la creación de puestos de trabajo mal remunerados, no solo crea poco valor, sino que produce una redistribución favorable para los turistas y los empresarios turísticos y perjudicial para el resto de la sociedad, que se empobrece. El modelo lleva a un serio conflicto.
Podemos intentar clasificar el turismo barcelonés en diferentes modelos: de cruceros, de congresos, arquitectónico-cultural, de compras, de despedidas-de-soltero-y-fines-de-semana-de-bajo-coste, etcétera. Cada uno de ellos presenta características muy distintas que apasionan a los expertos y son cruciales para los profesionales. Sin ser ni una cosa ni la otra, mi punto de vista es el del ciudadano que debe convivir con el turismo, y cuyos ingresos no dependen de este más que muy indirectamente. Desde este punto de vista solo hay dos modelos turísticos: el bueno y el malo. El bueno es el que crea mucho valor y lo distribuye bien entre la ciudadanía, y el malo es el que crea poco valor y lo distribuye mal. El turismo barcelonés es de los malos, pero está a nuestro alcance convertirlo en uno de los buenos.
Vayamos por partes. El turismo crea valor y tiene costes, y la cuestión es maximizar el primero y minimizar los segundos. Genera valor porque crea puestos de trabajo y porque los turistas pagan para disfrutar de un patrimonio heredado: el entorno. El turismo tiene costes porque los turistas perturban la misma belleza que persiguen, causan aglomeraciones y encarecen los productos. Está muy bien que coman en las proximidades del Park Güell, pero es una calamidad que devolver la tranquilidad al parque haya exigido establecer una entrada de ocho euros.
Nuestro turismo crea poco valor
Disponemos de estadísticas que miden el gasto que hacen los turistas, sobre todo los extranjeros, y, como es muy alto, se proclama con entusiasmo de manera regular. Ahora bien, el valor que crea el turismo no es igual al gasto que hacen los turistas. De este debe descontarse el dinero que se va de Barcelona: el combustible y la amortización del avión o del crucero, el coste de los artículos de importación que compran en el paseo de Gràcia o en La Roca Village, entre otros. El mejor modo de ver el valor que crea el turismo consiste en sumar los salarios que se llevan a casa los trabajadores de este sector, los beneficios de todos los empresarios que operan en él y los impuestos que obtienen las administraciones públicas. En nuestro caso, este valor es bajo.
Es bajo porque la mayor parte de este valor se lo llevan los salarios, y los salarios que cobran los trabajadores que atienden a los turistas son, en general, muy bajos. Y muy estacionales. Por desgracia esta afirmación no puede basarse en estadísticas fidedignas porque no solo no existen, sino que sería dificilísimo elaborarlas, ya que “trabajador turístico” es un concepto equívoco: ¿hasta qué punto lo es un dependiente del paseo de Gràcia? ¿Y un quiosquero de La Rambla? ¿Y un taxista? Pero hay muchos indicios que apuntan en esta dirección: los aportan los datos salariales de sectores muy estacionales (como la hostelería y la restauración), de comunidades muy dependientes del turismo (como las Baleares) y de colectivos concretos: personal contratado para servir copas en chiringuitos de playa, o el servicio de habitaciones, subcontratado por los hoteleros…
Y tenemos indicios macroeconómicos. Por ejemplo, que los ingresos del turismo por habitante no son superiores en Cataluña que en Austria –unos 1.750 euros anuales–, mientras que la presión turística es mucho más intensa aquí que allí. El motivo es claro: un camarero austriaco cobra mucho más que uno catalán. Llegados a este punto, la pregunta es inevitable y muy pertinente: si Barcelona es mucho más atractiva que Viena, ¿por qué nuestros trabajadores turísticos tienen que cobrar menos por el mismo trabajo?
Una perversa redistribución del valor
El turismo ha creado muchos puestos de trabajo. Sin duda. Pero la mayor parte de ellos han sido ocupados por inmigrantes. Ya he dicho que no se puede hablar con certeza del mercado de trabajo turístico, pero los indicios son también en este caso inequívocos. Por dar solo un dato: en lo que va de siglo, el número de puestos de trabajo creados en España (la Seguridad Social no desagrega territorialmente esta información) por los sectores que habitualmente se identifican con el turismo –hostelería y restauración, agencias de viajes, etcétera, además del comercio– coincide exactamente con el incremento que ha experimentado el número de trabajadores extranjeros. Este hecho limita extraordinariamente el beneficio que la sociedad barcelonesa en general haya podido obtener del turismo.
Pero hay más. Es mucho más importante el impacto que tienen sobre la sociedad en general los trabajadores con bajos ingresos. En síntesis: una persona que cobre menos de 1.200 euros al mes pagará en impuestos a lo largo de su vida (sobre todo, por el IVA de lo que consuma) una cantidad muy inferior al gasto público que generará en educación y salud y en el ámbito sociosanitario. En cuanto a los trabajadores estacionales, tienen derecho a una pensión que supera el valor de sus cotizaciones. Todo ello es el resultado de una estructura social que protege a los que menos ganan y que nos caracteriza como sociedad civilizada, pero que es totalmente relevante para analizar la distribución del valor generada por el turismo: un turista que paga un servicio prestado por un trabajador cuyo salario mensual no llega a los 1.200 euros o que es estacional, está siendo subvencionado, porque el servicio de esa persona cuesta más.
Dicho de otro modo, en la medida en que nuestro turismo se basa en la creación de puestos de trabajo mal remunerados –la mayor parte ocupados por inmigrantes–, el turismo no solo crea poco valor, sino que lo redistribuye en favor de los turistas (y de los empresarios) y en contra del resto de la sociedad, cuyo empobrecimiento se manifiesta en forma de servicios sociales más congestionados y de pensiones más amenazadas. Los vecinos de la Barceloneta protestaban por las molestias que les causan los turistas. No sabían que, además, los empobrecen.
¿Qué se puede hacer?
Los atractivos turísticos de Barcelona son excepcionales, como excepcional es el acierto que ha caracterizado a los gestores privados y públicos que los han promocionado. No obstante, nuestro turismo crea poco valor y lo distribuye de una manera perversa. La solución no pueden aportarla los empresarios, porque habría que subir el salario mínimo o bien aumentar la presión fiscal. Un camarero vienés gana más que uno barcelonés no porque sea más hábil con la bandeja, sino porque así está estipulado. Con respecto a los impuestos, cuando AENA dobló la tasa en El Prat y cuando la Generalitat implantó la mal llamada tasa turística, se oyeron predicciones apocalípticas, pero el número de visitantes no ha parado de crecer. El empresario no pierde en ningún caso porque puede trasladar el coste al turista. Y los turistas no dejarán de venir a Barcelona porque la cerveza sea más cara; si tal fuera el caso, dejarían de ir a Viena.
Me piden una predicción a diez años. Es evidente: si continuamos con el actual modelo de minimizar salarios y maximizar el número de turistas, llegaremos a un serio conflicto, porque este modelo beneficia a unos pocos y perjudica a la mayoría. Si somos capaces de trasladar al turista los costes reales que ocasiona, los barceloneses estaremos pagando un precio razonable por vivir en una ciudad deseada.
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