Acerca de Xavier Theros

Poeta y antropólogo. Cronista de la ciudad en el diario El País

La Barcelona líquida

El Rec Comtal. 1.000 anys d’història

Autor: Enric H. March

Ayuntamiento de Barcelona y Viena Edicions

260 páginas

Barcelona, 2016

Muy bien documentado y con una selección de fotografías impagable, este libro nos recuerda la gran cantidad de vestigios existentes de la que fue la principal vía de agua de la ciudad. Siguiendo el curso del Rec, el libro nos conduce a través de mil años de la historia de Barcelona.

Carme Miró, arqueóloga responsable del Plan Barcino, afirma en el prólogo de este libro que “Barcelona es agua. No se puede entender la metrópolis sin el agua. Son dos ríos los que limitan el término; por el norte, el Besòs; por el sur, el Llobregat; al este, el Mediterráneo, y al oeste, la sierra de Collserola, de donde provienen gran cantidad de rieras y torrentes”.

La ubicación de la ciudad romana y su éxito hasta nuestros días se explican por la abundancia de recursos hídricos, que permitieron la existencia de una población en expansión y de unas huertas bien regadas. Esta es la tesis expuesta por Enric H. March, licenciado en Filología Hispánica y Semítica, primero desde sus blogs dedicados a Barcelona, como Bereshit (enarchenhologos.blogspot.com.es) o Rec Comtal (el-rec-comtal.blogspot.com.es),

y ahora con un libro indispensable para hacerse una imagen fidedigna del lugar en que vivimos.

No es la primera vez que hablo de Enric H. March, ya que hace un par de años le entrevisté para el periódico El País. Cuando le pregunté su opinión sobre la acequia medieval, me respondió que “se tendría que señalizar con un camino de luz que siguiera su itinerario hasta el yacimiento del Born”. Pues este es su camino de luz particular, una guía que nos anima a descubrir un patrimonio aún visible en determinados rincones de la moderna urbe. March explica las peripecias de la Sèquia o Rec Comtal [acequia condal] y sus más de doce kilómetros de longitud. Una gran obra hidráulica –atribuida al conde Mir– que llevaba el agua del río Besòs hasta la Barcelona medieval.

A medida que crecía la ciudad, el Rec se fue integrando en el tejido urbano. Hacía posible la existencia de los talleres de pelaires, tejedores, zurradores y curtidores; alimentaba los lavaderos y aseguraba la salud de las redes de alcantarillado; garantizaba el funcionamiento hidráulico del llano de Barcelona, de los molinos, las fábricas de indianas y las industrias, y más tarde de las máquinas de vapor.

La acequia se cubrió y a mediados del siglo xix surgió la sociedad de propietarios. El nuevo Eixample modificó su trazado y aparecieron iniciativas privadas, como la Torre de las Aguas de la Asociación de Propietarios del Eixample o la Compañía de Aguas de Barcelona, hasta que el tiempo y los sucesivos cambios introducidos por la expansión urbana difuminaron su fisonomía y acabó en el olvido.

El libro redescubre unos paisajes y unas imágenes que serán inéditas para muchos barceloneses. Muy bien documentado y con una selección de fotografías impagable (niños pescando o persiguiendo patos en la acequia, mujeres haciendo la colada en sus orillas, vistas bucólicas de su curso), nos recuerda la gran cantidad de vestigios existentes de la que fue la principal vía de agua de la ciudad: nombres como los de las calles de la Sèquia, del Rec o de la Sèquia Comtal; el antiguo molino de Sant Andreu; la Casa de les Aigües en la carretera de Ribes; los tramos aún con agua y a cielo abierto de Vallbona; la mina de Montcada o los puentes que la cruzaban, como el que se encontró hace poco delante del Arc del Triomf y el que se documentó en la plaza de Les Glòries. Así, siguiendo el curso del Rec, el libro nos conduce a través de mil años de la historia de Barcelona.

Viaje al pasado a través de la publicidad

La publicidad define nuestros tiempos, pero su origen es muy antiguo. Fenómeno fantasmagórico, el anuncio perdura a menudo más allá de lo que anuncia, como se puede apreciar en muchos muros de Barcelona.

© Andreu

Los restos de antiguas muestras comerciales presentes en las calles de la ciudad nos evocan unos tiempos desaparecidos, a pesar de que la mayoría no estén incluidos en el catálogo de la Agencia del Paisaje Urbano (como sí que lo están el letrero del mago Fructuós Gelabert en la calle del Pas de l’Ensenyança, o el mural del Callicida Graso en la plaza de la Vila en Gràcia). Esta ruta propone un recorrido por unos supervivientes en peligro de desaparecer, cuya modestia contrasta con su aparición espectral en el paisaje.

Por barrios, tendríamos que empezar por el Raval, en la vieja casa-fábrica de los hermanos Magarola de la calle de los Tallers, número 22, que desde 1881 y hasta hace cuatro días ocupó el almacén Hijos de Esteban Bachs –cuyas letras todavía son visibles en la entrada: “Papeles Bachs. Papeles, cartones y sus anexos”–, un lugar adonde iban los jóvenes estudiantes de arte buscando papeles viejos. Siguiendo por la misma acera, se pueden ver medio borradas las letras de los famosos almacenes El Siglo, que tras sufrir un incendio en la Rambla se trasladaron a la calle de Pelai. Y sobre la puerta del número 16 se puede leer el anuncio del Laboratorio Químico Médico Pelayo, que todavía fabrica material médico y odontológico. No muy lejos de allí, en la calle de la Riera Alta, número 44, queda la publicidad del almacén de madera Pérez Ares, que decora parte de la fachada. Y en el número 13 de Sant Antoni Abat se ve la propaganda de una zapatería ochocentista: “Grandes y variadas existencias. Especialidad en últimos modelos”. Mientras que en la confluencia de la calle del Hospital con la plaza del Pedró se ve el reclamo rojo de Muebles Padró, de antes de que se trasladara a la calle de la Palla y posteriormente al paseo de Gràcia.

© Albert Armengol
El reclamo de Fabricantes de Naipes de España, en el número 29 de la calle del Carme.

No todos los anuncios se reconocen a primera vista. Dentro del mercado de la Boqueria se lee un anónimo: “Ventas al por”. Mientras que en la calle del Carme, número 29, queda, muy deteriorado, el reclamo de la fábrica Ftes. de Naipes de España, nombre comercial de la firma Sucesores de Francesc Torras i Lleó (el elemento tiene una importancia especial, ya que es el único recuerdo de una de las grandes industrias barcelonesas, cuando la ciudad era conocida en todo el mundo por la calidad de sus barajas de cartas). En la calle de Sant Rafael, número 2, todavía se puede ver en la fachada de la antigua farmacia Tremoleda una copa, con una serpiente y cuatro cápsulas de opio que alguien ha repintado de rojo. Lo que ya no se ve es la antigua publicidad del depurativo “Jarabe Duval, para el dolor del sistema nervioso”: un acto vandálico efectuado ante la indiferencia municipal borró el rastro de un producto muy popular desde 1851, cuando se comercializaba aquí junto con el conocido digestivo Licor de Café o el reconstituyente Tónico Vital.

Si atravesamos la Rambla y buscamos por el Barri Gòtic, nos encontraremos con que también se ha pintado encima de las letras existentes en la calle de las Moles, en el chaflán con Comtal (“La Industria. Instalaciones y reposiciones del alumbrado eléctrico. Timbres, teléfonos, fuerza motriz, calefacción”), aunque todavía se pueden leer al trasluz. Y en la entrada del callejón de Espolsa-sacs es visible la publicidad de los Relojes Portusach, que durante años dieron nombre a aquel pasaje. Algunos anuncios todavía hacen referencia a un negocio en activo, como las inscripciones “Libros” y “Antigüedades Selectas” en la calle de la Palla, número 21, que pertenecen a la librería de viejo de Àngel Batllé –una de las más antiguas de la ciudad–, fundada por el famoso ensayista y bibliófilo Joan Baptista Batllé. Otros hablan de negocios desaparecidos, como la propaganda en un primer piso de la calle Cardenal Casañas: “J. Torrens. Calzado de mujer. Despacho Rambla de las Flores”. O la que se ve sobre la tienda Piera de la misma calle: “Posada Nueva del Progreso. Se sirve a cubiertos y a raciones”.

© Albert Armengol
Mural de la Cava Española, en el 19 de la calle de En Serra.

Los hay que solo son sombras indescifrables, como la palabra “Herramientas” en el edificio de la calle Ferran que se abre al pasaje Madoz y que podría corresponder a la empresa Clausolles Paulet, fabricantes de aparatos ortopédicos y herramientas de cirugía. En mucho mejor estado de conservación, en el portal del número 52 de la calle de Avinyó, actual sede del Espai Avinyó – Llengua i Cultura, quedan las letras de un “Taller escuela de artesanía” especializado en “Alfombras y tapices”. Y en la calle de Serra se puede leer uno de los reclamos sobrevivientes más fantásticos, concretamente en la fachada del número 19: “Cava Española. Vinos de mesa Pamies y Vallés, Priorato, Alella, Rioja y Valdepeñas. Anís y cognac, vinos de Jerez”, una publicidad que de un vistazo nos permite captar las preferencias alcohólicas de toda una época, cuando el coñac todavía era una bebida exótica.

Si caminamos hasta la vecina calle Ample, encontraremos un gran 22 pintado encima de un portal, que remite a la costumbre local de rotular a un mayor tamaño los números de las casas donde funcionaba un burdel. No muy lejos de allí, en el restaurante Set Portes, se puede leer: “Antiguo café y billares”, último recuerdo de cuando en este establecimiento había mesas de billar y actuaba la gran Carmen Amaya. En la plazoleta de Sant Agustí Vell se conserva el anuncio de una antigua hostería: “Del Parque. Fundada en 1869”, en un edificio ubicado en el chaflán con la calle del Portal Nou. Enfrente –en la esquina con Basses de Sant Pere– queda la publicidad decimonónica del Bazar de Santa Margarita en letras negras, medio disimuladas detrás de una farola. Los caracteres más bonitos de los alrededores se encuentran en el número 1 de la calle de los Canvis Nous, en una fachada decorada con el anuncio de la Fonda El Canigó: “Casa de viajeros, hospedajes económicos, servicios”. Es una antigua hostería rebautizada a partir de 1926 como pensión Valencia y, después de la guerra, como pensión Real, convertida en 1996 en una escalera de vecinos.

© Albert Armengol
El deteriorado anuncio de la fonda Del Parque, en la plazoleta de Sant Agustí Vell.

No tan solo en Ciutat Vella, ni únicamente del siglo xix, encontramos ejemplares de esta publicidad mural. En la plaza Molina queda el anuncio “Brandy Centenario Terry. ‘Me va’”, que nos remite a los años sesenta, cuando la propaganda del coñac se había incorporado a las retransmisiones radiofónicas del fútbol. Y en Balmes, esquina con Laforja, descubrimos el reclamo de las sopas de sobre Liebig –fabricadas por la casa Riera Marsá–, que pregonaba con total convicción: “Regalamos calidad y dinero”. En Sants, en la calle de Melcior de Palau, aparece la publicidad de la Academia Vianney, una escuela parroquial: “Parvulario, 1ª Enseñanza, Comercio, Bachillerato, Escuelas Nocturnas, Idiomas, etc.” En la calle de Sugranyes un lienzo de pared anuncia las fincas Niker, y en la del Guadiana hallamos el antiguo letrero de la “Bodega Llopart cervecería”, donde en 1971 ofreció una actuación clandestina el cantante norteamericano Pete Seeger.

En la esquina de la calle del Mar con la de La Maquinista, en la Barceloneta, se ve un mural del bar La Bombeta: “Bodega cervecería, calidad en tapas, pan con tomate, buen jamón serrano”. Y en la de Pere IV del Poblenou hay toda una colección de marcas comerciales inexistentes, como los “Aceites de oliva” de “Fernando Pallarés y Hermano” en el número 67 o el “Taller de construcción de F. Carné” en la esquina con la calle de Zamora, donde desde 1881 se fabricaba maquinaria textil. Un conjunto de elementos publicitarios que, lejos de ser exhaustivo, puede ampliar cada lector por poco que se fije.

Albert Sánchez Piñol: “Barcelona es una gran fábrica de hacer barceloneses”

Tengo una cita con el escritor Albert Sánchez Piñol; hemos quedado en el bar Canigó de la plaza de la Revolució para tomar un café. En todos los años que hace que nos conocemos, siempre hemos compartido la curiosidad por nuestra ciudad –“un lugar que parece no tener fin”, dice. A Albert no le cuesta nada definirse como un “barcelonés de pura cepa”; sin embargo, no ha sido hasta la publicación de Victus cuando por primera vez nos ha propuesto una historia que transcurre en Barcelona. Le pregunto por qué y me mira con una media sonrisa.

Mis libros podría haberlos escrito un búlgaro o un turco, nunca he vinculado el argumento a un paisaje determinado. Para mí siempre ha sido más importante la historia que quería explicar que el lugar en la que la situaba.

¿Te parecía una ciudad poco literaria?

Esta especie de definiciones son una estupidez, un cliché que me molesta. Menos Tirana, cualquier lugar del mundo es literario.

Entonces, ¿por qué motivo has tardado tanto en incorporar a Barcelona a tu narrativa?

Es muy difícil saber por qué los escritores hablamos de unas cosas y no de otras. Los temas te escogen a ti, no al revés. Victus es un libro que tenía en mente desde hacía veinte años, pero me resultaba más difícil hablar de mi ciudad que de una isla o de una selva, que son paisajes más metafóricos.

Te he oído muchas veces definirte como un barcelonés de los pies a la cabeza.

Yo he nacido y he vivido siempre aquí, quizás por eso estoy tan convencido de que todos los barceloneses nos llamamos Sánchez Piñol, que somos fruto de una mezcla afortunada. Mis conciudadanos me recuerdan al viejo barón de Maldà, siempre cabreados, criticándolo todo constantemente. El tipo local es una persona obligada a desconfiar, y que, por tanto, domina los tiempos largos. Dicen que somos gente fría y distante, y quizás hay algo de cierto en ello. Para el recién llegado la entrada es difícil, cuesta mucho establecer relaciones sociales. Pero si consigues romper el hielo, las amistades suelen ser duraderas. Tenemos fama de antipáticos, pero yo creo que somos una sociedad en la que es fácil arraigar.

¿A qué se debería este carácter complicado?

Seguramente tendría que buscarse en nuestra propia historia. Esta ciudad tiene dos líneas de conflicto, que en una capital sin país aún se vuelven más agudas. Por un lado, hay un conflicto nacional, el de una Cataluña que a veces tiene que ser antipática si quiere sobrevivir. Por otro, hay un conflicto social, de clases, como resultado de haber sido el único territorio peninsular en el que hubo revolución industrial y, por tanto, una conciencia obrera. La doble dicotomía entre catalán y español –y entre proletario y burgués– ha marcado nuestra manera de relacionarnos con el mundo.

No obstante, tú dices que aquí es fácil arraigar…

Sí, Barcelona es una gran fábrica de hacer barceloneses. En Madrid les gusta decir que nadie es de Madrid, que todos son de otro lugar. En Barcelona decimos que todo el mundo es de Barcelona si quiere serlo; aquí queremos integrar incluso a quien no lo desea. A veces creo que buena parte de las desavenencias entre ambas ciudades proceden de esta diferencia tan sencilla. El que sea un lugar acogedor también obliga a gestionar la diversidad. Y eso cansa, tienes que hacer un esfuerzo extraordinario y permanente.

¿Cuáles han sido las vías más usuales para este proceso de integración?

Para empezar, debemos comprender que Barcelona no existe; en todo caso existen las Barcelonas. El concepto Barcelona es muy difícil de precisar, puesto que es una ciudad con muchos matices y en la que los barrios han desempeñado un papel fundamental para crear identidad. Tradicionalmente, la integración de los inmigrantes se ha llevado a cabo mediante la lengua: cualquiera que hablaba catalán era catalán. Durante un tiempo, la otra vía de integración fue el Barça, aunque hoy en día el club se ha hecho demasiado cosmopolita. Cualquier persona del planeta puede ser del Barça –de Bahréin a Tokio, y de Alaska a Sudáfrica–, lo que acaba no significando nada. Yo fui mucho tiempo socio del Europa, y allí sí que no había medias tintas. Los rusos van al Camp Nou con sombrero mexicano como si fueran a los toros, y no saben ni qué es Cataluña. Si hay un pakistaní en el campo del Europa significa que ya está integrado. Nadie se puede integrar en la universalidad; todo el mundo es de un lugar concreto, el que sea.

Con un apellido como Sánchez, debo entender que tus parientes también vivieron este proceso.

El primer Sánchez de mi familia que se instaló en Barcelona venía de Murcia y llegó vía marítima. Era grumete en un barco esclavista de mediados del siglo XIX, cuando esta actividad ya estaba prohibida. Una nave inglesa los detuvo frente a las costas catalanas y prefirió saltar por la borda y llegar nadando a la Barceloneta, donde decidió quedarse. En cambio, los Piñol eran catalanes del Matarraña –en Aragón– que vinieron después de la Guerra Civil porque aquella zona quedó muy dañada. Mis abuelos paternos vivían en la Barceloneta y lo más lejos que llegaron fue a la calle Wellington, donde nació mi padre. Mis abuelos maternos se instalaron en el Guinardó, entonces aún un territorio con huertas. Mi padre vivía junto al mar, y mi madre en la montaña. Él era metalúrgico y ella era dependienta de los grandes almacenes El Águila de la plaza Universitat. Mira por dónde, se conocieron durante unas fiestas de Gràcia en la carpa de la plaza del Diamant, y de aquella feliz coincidencia nací yo.

Tú eres del Baix Guinardó. De hecho, eres la única persona que conozco que aún habla del Baix y del Alt Guinardó. ¿Cómo recuerdas tu barrio?

Sociológicamente éramos de Gràcia, pero yo estudiaba en el Pare Claret y mis compañeros de colegio que eran de Gràcia no lo entendían así. El Baix Guinardó todavía tenía la estructura de un pueblo, mis amigos eran los hijos de los amigos de mi padre, gente de toda la vida que mantenían relaciones entre ellos. Era un lugar muy salvaje y conflictivo, un espacio fronterizo entre la ciudad que acababa en Gràcia y los suburbios de inmigrantes. Yo me recuerdo de pequeño siempre a hostias con las bandas de chavales del Carmel, entonces aún un barrio de chabolas. Fuimos la última generación que hizo vida en la calle, y vivimos de lleno el conflicto entre ciudad y niñez, entre el tráfico y la gente. En mi barrio, la urbanización definitiva tardó más que en otras zonas. Todavía podías jugar a fútbol en la calle, a pesar de los accidentes y los atropellos. Entonces el espacio seguía en disputa entre niños y automóviles.

Tú formas parte del baby boom de los años sesenta.

Sí, los que sufrimos la Transición. Había una crisis económica casi como la actual, con muchos parados y mucha violencia cotidiana. Suele presentarse como si hubiera sido un proceso muy civilizado, y no es verdad. Vivías en la calle porque las casas eran incómodas: en verano hacía calor y en invierno frío. La mitad de mis amigos de entonces murieron por la droga. Los niños ahora parecen de porcelana. Nosotros fuimos la última generación libre. El problema de la libertad es que resulta peligrosa, puedes palmarla.

Era una sociedad con mucha testosterona.

Estaba la violencia política, y después, la violencia que dominaba el barrio, la del quinqui con una navaja. Los pequeños delincuentes bajaban a robarnos; éramos enemigos irreconciliables. Después descubrimos que eran pobres desgraciados que aún estaban peor que nosotros. Aquel enfrentamiento no tenía un carácter étnico, no era una guerra de lenguas, ni un problema de orígenes. Nos enfrentábamos por una cuestión de singularidad.

Defendíais vuestro territorio.

¡Nunca salíamos de nuestras cuatro calles! Era una visión muy patrimonial del espacio: nuestros límites eran como las meadas de perro. Solo de vez en cuando nos atrevíamos a hacer incursiones más allá de nuestras fronteras pactadas. Fuera del barrio todo era territorio desconocido.

Describes una niñez muy centrada en el exterior.

Yo no aprendí nada en la escuela. Salías de casa porque era incómoda, en la calle te atracaban, ¡y todo para llegar al colegio de curas! Fue en la calle donde aprendí cosas importantes, como la solidaridad. Mis amigos de entonces aún lo siguen siendo ahora, al margen de diferencias de clase o de evolución personal. En cambio, de los claretianos no conservo relación con nadie.

¿Cómo rompiste el cordón umbilical?

Mi primera salida del barrio fue después de la muerte de mi hermano. Hasta entonces yo trabajaba en una compañía de seguros y aprendí que ninguna compañía puede asegurar nada, que la vida no es segura. Dejé el trabajo y me dieron unos meses de paro. Me fui a vivir solo a la calle Sant Jacint y acabé compartiendo piso con el antropólogo Gustau Nerín. En aquella casa fui muy feliz. La falta de pretensiones me dio mucho tiempo libre, y lo aproveché para escribir. Entonces el barrio de Santa Caterina era muy populoso, de antiguos vecinos. Todo el día respirabas historia, notabas el peso de los siglos solo pisar la acera. Después vinieron los viajes al Congo, y de regreso me instalé en un piso muy grande de la calle Petritxol, en un barrio mucho menos popular.

Ahora es una zona turística.

Parece mentira lo que ha cambiado en tan pocos años; no volvería a vivir allí. Con todo, creo que es muy fácil criticar al turismo. Si de los inmigrantes dijésemos lo mismo que decimos a diario de los turistas, a todos nos pondrían una querella. El problema no es el turismo, sino una industria que no socializa las ganancias pero sí los perjuicios. Del negocio turístico se aprovechan cuatro, pero las consecuencias las pagamos todos. Tenemos que aprender a gestionarlo de otro modo. Ninguna ciudad del mundo renunciaría a resultar atractiva para el resto. Creo que tenemos un capital simbólico desaprovechado. Gobierna un alcalde nacionalista y no veo carteles de Welcome to Catalonia en las paredes. ¿Por qué seguimos vendiendo sombreros mexicanos y bailarinas de flamenco? Al sector turístico le faltan normativas; Francia está aquí al lado y no le pasa lo que a nosotros.

¿No tenemos el tipo de turista que quisiéramos?

Tampoco tenemos el tipo de industria turística que quisiéramos. Allí donde llegan los turistas todo sube de precio y es de peor calidad. Les tratamos fatal cuando tendríamos que cuidar de ellos, porque después de ellos venimos nosotros. No puede ser que el modelo de una ciudad como Barcelona sea el mismo que el que han permitido en Lloret.

¿Crees que Victus puede traer a turistas que vengan a buscar la Barcelona de 1714?

Ojalá, aunque muy posiblemente nos costaría identificarnos con la gente de aquella Barcelona. Debemos tener en cuenta que era una ciudad muy isocrática, en la que ricos y pobres estaban mezclados, vivían pared con pared, y tenían más claro que nosotros que los derechos nacionales y los sociales son una misma cosa. Barcelona era básicamente un puerto, un lugar muy lúdico. Los barceloneses del barroco eran unos ludópatas totales; incluso los clérigos invertían en trinquetes y en tabernas, y después los condenaban desde el púlpito.

¿Se jugaba mucho?

Había un trinquete en cada esquina, donde se organizaban partidas con apuestas de cartas, de dados, de billar y de una especie de tenis primitivo. Eso es algo que ha cambiado hace tan solo cincuenta o sesenta años, ya que antes de la Guerra Civil mucha gente se jugaba la paga de la semana solo cobrarla. Vivían en una sociedad mucho más pobre que la actual, en la que eran las redes de solidaridad personal las que daban seguridad y no el dinero. La esperanza de vida era muy corta y, por tanto, los cambios generacionales eran muy rápidos. Entonces la futura herencia formaba parte del capital de una persona y era normal que la gente la hipotecase en vida de sus padres. Ahora la gente no se muere nunca.

¿Cuál era la principal diferencia con la ciudad actual?

Que se vivía de cara al mar: Barcelona era una república italiana volcada al Mediterráneo. De hecho, menos Madrid, todas las capitales del mundo eran puertos. Eso explica que fuese también una ciudad muy bien conectada con el exterior. Salía una moda en París y quince días después ya llegaba aquí. Era una sociedad más dinámica que la actual, donde quienes defendían las instituciones eran las clases populares, porque eran la garantía de sus derechos.

Y entonces vino la derrota.

Los bombardeos durante el sitio modificaron mucho la fisonomía de la ciudad y de sus habitantes; de hecho, aún sufrimos las consecuencias de aquella derrota. Somos un pueblo con muchas contradicciones y dudas –el famoso fatalismo catalán. No hemos logrado ninguna victoria militar desde Jaime I. Pero nadie habría imaginado que sobreviviríamos entre dos gigantes como España y Francia, que lo han sido todo menos buenos vecinos. Y para postre la Guerra Civil, que arrasó el país definitivamente No hay nación que soporte tantas derrotas y siga en pie. En un territorio tan débil demográficamente, a las sangrías de la guerra hay que sumar los fusilados y exiliados, tanto en 1714 como en 1939. Pero cuando vuelve la paz, este sentimiento se reaviva y siempre en la misma dirección. Por lo tanto, debemos creer que la democracia es el aliado natural de Cataluña.

¿Un buen libro para descubrir Barcelona?

La ciudad del Born, de Garcia Espuche; debemos estar muy agradecidos a gente como él. Y también las Narraciones históricas, de Castellví, un libro que nunca se ha editado en Cataluña y que hace poco publicó una editorial carlista de Madrid.

¿Y un lugar para pasear?

La calle Verdi, porque es el corazón de Gràcia, que es un barrio que me gusta mucho. Y después, la parte de atrás del paseo del Born.

¿Te gusta el memorial que están haciendo allí?

Hay mucha hipocresía en las críticas. Nadie se preocupaba ni lo más mínimo ni por la biblioteca ni por el mercado, hasta que se encontraron los restos arqueológicos. El problema es que las ruinas son poco espectaculares, en sí mismas no aportan demasiado. Más que un memorial, lo que se tendría que evitar es el revisionismo, dejar claro que aquellas personas defendían constituciones y libertades propias, que ya tenían y que no querían perder.

¿Eres consciente de haberte convertido en un embajador de Barcelona?

Las ciudades son una marca que ayuda a los escritores, pero los escritores fijan la marca. La narrativa crea un imaginario y no al revés. Victus es una historia universal, la de alguien que defiende su casa de la tiranía. Lo que tenemos que vender al mundo es nuestro punto de vista y nuestra creatividad.

Distraída y muy secreta

No sé si es por la edad o por los quebraderos de cabeza, que tengo cierta tendencia a dejar desperdigados trocitos de mí misma; como si temiera perderme, o no confiase en quien me gobierna. Nostálgica de la infancia, me he visto obligada a dejar un rastro de migas de pan. Para verme de verdad hay que levantar la mirada, buscarme detrás de un banco de piedra o atisbarme en un agujero. Soy torpe en los detalles, desconfiada y reservada. Y escondo mis tesoros con la avaricia de quien siempre peligra. No por casualidad los objetos encontrados más habitualmente por los arqueólogos que me hurgan son las balas de cañón, de todos los tamaños y las épocas. Con tanto estallido y tanta bomba tengo problemas de memoria. Demasiado a menudo me he dejado deslumbrar por los grandes proyectos. No he planificado mucho, he crecido a golpe de acontecimiento y deprisa y corriendo; me gusta cambiar de sopetón la decoración de casa. Si me paro me deprimo, me da un spleen de tortel de los domingos; ese gusto por la indiferencia tan catalán que aquí llamamos seny.

De pequeña era tan poca cosa que a duras penas fui conocida por unas murallas, ocultas durante siglos entre paredes medianeras. Yo vendía el agua que necesitaban las naves que viajaban de Empúries a Tarraco. Ahora exhibo un trozo de acueducto falso ante la catedral, para deleite de los turistas. Después salté los muros y me salieron un montón de villas nuevas, como un sarpullido adolescente: la del Pi, la del Mar y la de Sant Pere, por donde he dejado esparcidas fachadas góticas y marcas de cantero. Aún conservo la puerta del huerto de los templarios, y el hueco de una mezuzá judía en un portal del Call.

Il·lustració de Stéphane Carteron

© Stéphane Carteron

Aprovechando la abundancia del tráfico marítimo, estrené murallas para dar cabida a los nuevos vecinos. Y ya puestos, segura de enriquecerme construyendo casas para los emigrantes que me poblarían, también rodeé los huertos del Raval. Desgraciadamente, llegó la peste negra, y en lugar de crecer me adelgacé un tercio. De aquella pesadilla guardo pocos recuerdos, solo las iglesias más bellas que tengo: la del Pi, la del Mar y la catedral. Aquellas epidemias duraron más de un siglo, y al acabar llegaron los soldados como una plaga de langostas. Los segadores se alzaron, y en muchas esquinas de piedra conservo marcas de los lugares en los que afilaban las bayonetas. Ya me resignaba a mi tamaño, recién acabada la Guerra de Sucesión, cuando me cortaron un pedazo para construir la Ciutadella. Me amputaron medio barrio de la Ribera; aún se me puede ver la cicatriz en una casa partida por la mitad del paseo del Born. Tengo la piel repleta de símbolos masónicos y tatuada con viejos vítores pintados con sangre de toro en los portales de los antiguos doctorados universitarios.

Ante la antigua isla de Maians, a costa de años de echar escombros, al fin me salió una península, que por semejanza bauticé como la Barceloneta. Lugar de marineros y tabernas que aún conserva su antiguo faro. Una vez libre de murallas me expandí por todos lados. Los militares me dieron permiso para poblar los Vinyars, una amplia zona de seguridad para sus cañones; y la llamé Eixample. Entonces di el estirón. Me hice mayor de repente. En poco tiempo ya me había extendido engullendo a todos los municipios del llano. Los pueblos que me rodeaban nunca me lo han perdonado, y siguen conservando cierta independencia en la actitud y en los modos. Si saben buscar entre los pliegues de mi vestido hallarán los casinos de cada lugar, aún con olor a pueblo.

Fotografia del moll de pescadors de la Barceloneta, presa entre 1880 i 1889.

© Josep Esplugues / AFB
Junto a estas líneas, el muelle de pescadores de la Barceloneta en una imagen tomada entre 1880 y 1889.

Más tarde parcelé las huertas de Sant Bertran y apareció el Poble-sec, la avenida del Paral·lel y la Exposición del 29. ¡Hay que ver lo que salió de un campo de habas! Mi nostalgia juguetona hizo que el primer barrio de barracas me saliese en Montjuïc y se rodease de gallineros y tomateras. Otra guerra civil me hizo varias placitas y avenidas, y los urbanistas de la aviación italiana me dejaron una hilera sin casas en el Arc de Sant Agustí, de recuerdo. Hasta muchos años después no se encontraría por casualidad la plaza del Milicià Desconegut [miliciano desconocido], rotulada con alquitrán en la plaza de Sant Josep Oriol; o la última sirena de la defensa aérea, colgada en la azotea de Can Jorba. Por mucho que quisiera castigarme dejándome sin obra nueva en el centro, el dictador contribuyó a preservar de la especulación mis rincones antiguos y pude salvar mucho. Durante aquella posguerra tan larga acogí a casi un millón de nuevos vecinos, pese a no estar preparada. El Somorrostro, el Pekín, el Carmel o la Perona, lugares de mi geografía que se borraron a toda prisa para no avergonzar al régimen a ojos del mundo. Improvisando de mala manera, prevaleció como siempre el derecho a la ganancia; y me salieron montones de bloques de hormigón, sin ningún servicio básico. La política de verdad la llevaban a cabo las asociaciones de vecinos, mientras los otros catalanes se amontonaban en la Zona Franca. Y la Guineueta, Canyelles o Verdum iban emparentando con los municipios adyacentes, también repletos de emigrantes meridionales. Así me convertí en el centro de un área metropolitana de 4,5 millones de personas.

Las últimas tierras conquistadas en mi municipio me han hecho llegar al mar, en la Vila Olímpica. Otras me han tapado agujeros, como el Fórum, que oculta lo que fue el temido Camp de la Bota. Y las hay que se han planteado como un distrito tecnológico, así el 22@.

Temporal a la barriada de Pekín, febrer 1919.

© Alexandre Merletti / AFB
Abajo, la barriada de Pekín, situada entre el Poblenou y Sant Adrià, afectada por un temporal en febrero de 1919.

A trompicones sigo en crecimiento; capeando con cierta indolencia la tentación de perder mi personalidad para convertirme en un lugar neutro e internacional. Siento la melancolía de quien espera un nuevo acontecimiento que me dé la excusa para ponerlo todo patas arriba. Mientras tanto mis barrios populares se alejan, y el centro se convierte en un escaparate monumental.

Siempre he sabido que las ciudades somos algo más que urbanismo y estadística. Estamos hechas de retazos de tiempos pretéritos, y dejamos un rastro de pequeños detalles que a veces no sabemos cómo explicar a nuestros hijos. Yo puedo enorgullecerme de tener una historia larga y densa. He sido capaz de conservar un montón de espacios en que leer las pasiones y los anhelos que han marcado mi vida. En otros lugares del mundo mis paredes estarían llenas de placas azules de metal recordando una casa natal o un detalle curioso. En cambio, a mí siempre me ha dado pereza recordar según qué cosas. Y muy a menudo lo he acabado haciendo obligada por la presión vecinal. Hay partes enteras de mi biografía que aún me duele mostrar, pero a otras les presto una atención excesiva. Me costó abrir los refugios de la Guerra Civil, y no dejo de darle vueltas a qué hago con los antiguos teatros del Paral·lel. Apenas hablo del pasado libertario, igual que nunca me gustó reconocer que fui un puerto norteamericano. Parece que me acabe de enterar de que hubo barrios de barracas, y veremos qué acabo haciendo con el castillo de Montjuïc. Gracias a Dios, soy de natural distraída y me voy dejando cosas por el camino.

Pese a que me esfuerzo aún me explico poco a los jóvenes. Gran parte de lo que soy está al margen de los circuitos turísticos. Es importante dar a conocer mis archivos documentales y fotográficos, muchos de ellos digitalizados en la red. Entre las carencias echo de menos en internet al Diari de Barcelona, decano de la prensa continental. Hay que potenciar los grupos de investigación local y difundir sus trabajos. Ser distraída me ha hecho secreta, pero no porque pretenda que solo los iniciados lean los mensajes de mis paredes.

Barcelona ha tenido tanto éxito vendiendo su imagen al mundo, que ha hecho de ello su principal fuente de ingresos. La presión del turismo en Ciutat Vella ha expulsado a muchos barceloneses hacia una serie de metástasis del centro como lo han sido Gràcia, el Born, el Poblenou y ahora el Poble-sec. Es perceptible una reactivación de la vida de barrio, con todo lo que tiene también de elemento nostálgico.

Imatge de passejants a Montjuïc entre 1910 i 1920.

© AFB
A pie de página, paseantes en la montaña de Montjuïc entre 1910 y 1920, antes de la gran reforma de la Exposición Internacional.

En los últimos años ha faltado una atención más exigente a la conservación de establecimientos públicos, tiendas y comercios centenarios de Ciutat Vella, que en muchos casos se han visto obligados a afrontar costosas adaptaciones o a cerrar. Al mismo tiempo, elementos privados tan vistosos como decoraciones de fachadas, relojes públicos o farolas ornamentales han desaparecido del paisaje tras una restauración del edificio que los acogía. La ciudad está llena de rótulos de viejos negocios esperando ser catalogados. Lo mismo puede decirse de la aparición de inscripciones de la Guerra Civil, o tapas de alcantarilla que aún conservan los escudos de los antiguos municipios independientes.

En una ciudad como esta la historia está por todas partes. Y en la labor de conservarla y darla a conocer deben estar implicados tanto los organismos públicos como los historiadores aficionados. El caso más evidente sería el de Valerie Powles (1950-2011), la vecina de Poble-sec que luchó por la supervivencia del refugio 307 o de El Molino. Igual que se hizo en tiempos de los primeros ayuntamientos democráticos con los centros cívicos, hoy se podría alejar el peligro de la despersonalización apostando por la historia local. Potenciando una percepción que entienda el pasado como una posibilidad de ocio, como un rasgo de identidad y como un valor añadido para vivir en un cierto lugar de la ciudad.