La ciudad del verbo ‘ser’

El verbo ser se encuentra en el corazón de la poesía, de la identidad, del placer de oír hablar catalán. ¿Quiénes somos nosotros en una lengua que fue, ha sido, se ha transformado y vibra, después de tantos siglos, en el presente ambiguo de nuestros iPhones y de nuestras voces melancólicas y ciudadanas?

© Pep Montserrat

Es una historia. No vi la noche. Me adentré en la noche un día de solsticio en Barcelona. Al salir de la estación de metro de Montbau caminé hasta la entrada del parque del Laberint. Es una historia. No vi la noche. Salí del laberinto al despuntar el alba, cuando las mujeres se habían convertido en parejas, hombros y brazos ardientes entre los cipreses. El taxi me dejó en La Rambla, cerca de la calle de Ferran.

El 24 de junio de 1990 cuatrocientas mujeres se reunieron en el parque del Laberint de Horta para celebrar la última noche de la IV Feria del Libro Feminista. La mayoría tomamos el metro en la estación de Drassanes. En cada estación dejamos una diosa que, desde entonces, vela por las transeúntes solitarias.

La nuit verte du Parc Labyrinthe, Éditions Trois, Laval, 1992.

Hace veinticinco años, pues, que hice mi primer viaje a Barcelona, un viaje que inspiró un texto corto escrito con fervor, porque la ciudad había despertado en mí un deseo inmenso de conocer y de inventar narraciones que hicieran que se me quedara en la cabeza para siempre. La ciudad estaba repleta de aquellos colores y aquellos destellos que las cerámicas, los mosaicos y los vitrales saben provocar a voluntad de la luz. La visión de las palmeras me hacía sentir contenta y me incitaba a multiplicar las comparaciones que infunden ganas de vivir. Barcelona estaba junto al mar y la historia, y en ella se hablaba una lengua cuyos estratos de memoria y de silencio me intrigaban. Además, había conocido a poetas y mujeres audaces y creadoras, como Cinta Montagut y Anna Bofill. Esta fuerza viva de Barcelona no quedó desmentida en ninguna de mis visitas posteriores. He vivido en diálogo con esta energía a lo largo de las seis estancias que fueron siguiendo a la de 1990, todas ellas visitas de cariz literario y motivadas por mi participación en el Festival de Poesía, por un encuentro de mujeres poetas (1996), por un coloquio sobre literatura quebequesa, por la publicación de mi libro Barroco al alba (1998) y de mis recopilaciones Instal·lacions (2005) y Museu de l’os i de l’aigua (2013), traducidas por Antoni Clapés, y también con motivo de los intercambios sobre traducción enmarcados en el programa Anada i Tornada (2015). No fue hasta hace poco cuando me dije a mí misma que había llegado la hora de tratar de entender qué había en esta ciudad que se me pareciera y de comprender las emociones y los pensamientos que me suscita.

Barcelona es una ciudad que me exalta y que me sosiega al mismo tiempo. En Barcelona camino de un modo diferente que en las demás ciudades, a menudo con la cabeza levantada para que la mirada se me cruce con las fachadas, las cerámicas, las piedras, los ladrillos y los mosaicos, para que se me cruce con ese arte parabólico que tanto apreciaba Gaudí. La estética del ornamento funciona bien en esta ciudad, donde se puede pasear, comer bien, charlar, curiosear libros y escuchar poesía y conversar sobre ella. Andar y pensar. Comer y hablar en un marco de amistad. Quiero decir, ir hasta la esencia del bienestar y del gusto de pensar y de crear. Saber que el mar está allí, muy cerca, apreciar cada juego de sombras y de luces que se me detiene en los ojos y sobre la piel.

Cuando pienso en Barcelona, la catalana, y me dirijo a ella, lo hago siempre sabiendo que me responderá en francés.

Barcelona es una ciudad del verbo ser.

Es este mismo verbo ser que se encuentra en el corazón de la poesía, de la identidad, del placer de oír hablar catalán. ¿Quiénes somos nosotros en una lengua que fue, ha sido, se ha transformado y vibra, después de tantos siglos, en el presente ambiguo de nuestros iPhones y de nuestras voces melancólicas y ciudadanas? Además, para una quebequesa como yo, Barcelona está asociada a una solidaridad cuyos efectos lingüísticos y políticos me tocan muy de cerca. Porque estoy segura de que hay una alegría que atraviesa el terreno subterráneo de las relaciones entre quebequeses y catalanes. Una alegría que se enciende con plena naturalidad cuando caminas por las calles íntimas de Ciutat Vella o por el espacioso paseo de Gràcia, que suscita dentro de mí un regocijo extraño, debido, sin duda, a que lo asocio a las palabras belleza, arquitectura, salamandra, trencadís o a nombres de poetas como Jordi de Sant Jordi o Maria Mercè Marçal, o a aquellos pétalos de rosa que se convirtieron en puntos de un libro que adquirí entre la multitud fervorosa de un 23 de abril.

Mi Barcelona es poética, cultural y del todo amigable. Cuando digo cultural, quiero decir original, fantasiosa, nada convencional y, a pesar de todo, repleta de sabiduría. Pienso aquí en Nube y silla, de Tàpies, una traza, una elevación sorprendente. Allí donde hay señales de nuestra capacidad de elevarnos y dejarnos llevar, siempre me encuentro en estado de aprendizaje y de inspiración. Pienso aquí en los museos, rodeados frecuentemente de un parque, como si el arte supiera respirar, y en las bibliotecas, entre otras, en la biblioteca del Instituto Ramon Llull, consagrada a los libros traducidos del catalán y en catalán y que sirve para hacerse una idea de la influencia y del interés por la literatura catalana en el mundo. Sueño que en Quebec fuéramos capaces de materializar un concepto similar de presencia y de transmisión por medio de la traducción, que, para mí, protege a la humanidad de su propia erosión.

Hablo de traducción porque es un puntal de mi escritura, pero también de mi relación con Barcelona. Y pienso aquí, entre otros, en Antoni Clapés, que hace unos cuantos años creó un movimiento vital de intercambio y de circulación entre poemas y poetas pensado para que podamos ver y sentir desde dentro de los pensamientos y las imágenes que cada una de nuestras lenguas permite imaginar. Pienso también en la dinámica de los intercambios vividos con Lídia Anoll, Carles Biosca y Dolors Udina, con quienes recientemente he tenido el placer de compartir momentos de lectura, de debate y de creación que nos han hecho recorrer la frontera de lo que es posible e imposible en nuestras respectivas lenguas. Pienso también en el maravilloso espectáculo Com elles, presentado por Mireia Vidal-Conte, Odile Arqué y Marc Romera, en el que tuve la satisfacción de encontrar algunos poemas míos; en la librería Jaimes, donde el francés quebequés se encuentra con el catalán en las tardes de lectura; en la editorial Cafè Central y en su director, Víctor Sunyol.

Es extraño, pero en este artículo también me gustaría utilizar la palabra farola. Tanto si se piensa como si no en Gaudí o en el principito de Saint-Exupéry, la palabra farola forma parte de Barcelona, porque recuerda, día y noche, los indicios de belleza extendidos por la ciudad de alba y de crepúsculo, esta ciudad de urbanidad extrema y de mar que despierta sentimientos en los momentos más inesperados: el surgimiento de una espiral de hierro forjado, la visión repentina de una fachada compuesta de balcones con forma de máscara, un azul de cerámica que atraviesa el joven follaje de abril. La farola es una puntuación arquitectónica y aérea que proyecta en el tiempo a la soñadora que vive en mí, de la misma manera que lo hacen los mosaicos hidráulicos, que lo mismo muestran pulpos que caracolas y estrellas de mar, y que vibran bajo nuestros pies, proyectándonos por el espacio. Barcelona invita a sentir con fuerza los cuatro elementos, y eso, estoy convencida, tiene un papel subliminal en la atracción que provoca la ciudad.

Cuando pienso en Barcelona se me hace la boca agua, sin duda: pulpo, jamón, aceitunas, salmorejo, vino tinto; y, al mismo tiempo, me encuentro siempre en un vivir invisible, el de los pensamientos, las sensaciones y las emociones que solo yo conozco, cruzándome con los seres como si recorriera un largo trávelin donde se cruzan, a su vez, la historia, los paisajes, los rostros, fuerzas vivas antiguas o contemporáneas, Santa Maria del Mar o el edificio Walden, en la otra punta de la ciudad.

Barcelona es una ciudad del verbo ser, una ciudad que brilla de una lengua a la otra, de una ternura a la otra; es una reflexión, en el sentido visual del término y en el sentido del pensamiento. Si una parte de su cuerpo está en la piedra y en la cerámica, la otra está en la luz y en la poesía. Es un laberinto y un horizonte al mismo tiempo, un lugar donde la voz se me incendia fácilmente. “La literatura sirve para eso, para acercarse”.

Nicole Brossard

Poeta y novelista

2 pensamientos en “La ciudad del verbo ‘ser’

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