Carmen Amaya, hija del Somorrostro

“Nací a la orilla del mar. Mi vida y mi arte nacieron del mar. Me llamo Carmen Amaya y Amaya. Soy dos veces Amaya, ya que mi padre se llamaba Amaya y mi madre también. Todos los Amaya del mundo son primos míos.”

© Colita / AFB
La bailaora durante el rodaje de la película Los Tarantos, en 1963.

No creo que pueda decirse que los barceloneses no sepamos quién fue Carmen Amaya, o no sepamos, por ejemplo, que nació en el Somorrostro, el barrio de chabolas que hubo en Barcelona, junto al mar, hasta mediados del siglo XX. Pero si alguien quisiera decirlo, quizás tampoco se equivocaría mucho. Sorprende bastante la relación de Barcelona con este gran mito del flamenco. Por un lado, puede dar la impresión de que se la haya querido ignorar, casi de una manera consciente; pero, por otro, todos los que conservan un cierto recuerdo te hablan de ella con una mezcla de admiración y devoción enormes. Es evidente que los “mitos oficiales” de Barcelona son otros. Gaudí, Ildefons Cerdà, Miró, Joan Gamper… Carmen Amaya pertenece a otro ámbito. “¡Ay Carmen, Carmen, Carmen Amaya!”, dice uno de los muchos cantes que existen dedicados a la gran bailaora, con un tono de reverencia y tristeza a la vez. ¿Por qué los barceloneses –los catalanes– hemos sido tan avaros con la memoria de esta figura tan indiscutible y universal de nuestra cultura?

Respuestas más o menos exactas y lamentos al margen, la cuestión es que el centenario de su nacimiento es una gran ocasión para reivindicar a un genio de tal magnitud. ¿Quién fue Carmen Amaya? O, mejor dicho, ¿quién es Carmen Amaya, esa mujer a quien aún hoy todos aquellos que aman el flamenco, gitanos y payos y viceversa, la sienten como una presencia que les acompaña constantemente?

Nacida oficialmente en Barcelona en 1913, dicen que la noche de su nacimiento había temporal de mar y las olas golpeaban furiosas contra las puertas de la chabola en la que vivía su familia. Es posible que no fuera exactamente así, pero lo cierto es que no nos podemos imaginar un principio más premonitorio para un personaje que erigiría su leyenda en un temperamento y una fuerza incomparables. “A mí, quien me enseñó a bailar fue el mar”, manifestó en más de una ocasión. No había cumplido aún los seis años cuando su padre, empujado por la pura necesidad, empezó a llevarla por la Barcelona flamenca de la Rambla y el Paral·lel, repleta de tabernas y cafés cantantes. El hombre tocaba la guitarra y la pequeña cantaba y bailaba hasta entrada la madrugada, cuando regresaban a casa, cansados pero contentos de poder llevar un poco de pan a los suyos.

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Amaya en 1940, en un reportaje de la revista Life.

Se había empezado a forjar su leyenda. Pero, ¿quién es este prodigio?, se preguntaba la gente cuando la veían moverse con aquel nervio. A primera vista podía parecer la típica niña con una gracia especial, pero enseguida se veía que en el gesto de aquella criatura se revelaba una verdad más profunda.

“La Capitana” –nombre con el que la habían bautizado en los ambientes flamencos de la ciudad– estaba ya en boca de todos, pero no sería hasta la Exposición Internacional de 1929 cuando su nombre aparecería por primera vez en letra impresa. Son palabras del crítico Sebastià Gasch, en el semanario Mirador: “Imagínense ustedes a una gitanita de unos catorce años, sentada en la silla, sobre el tablao. Carmencita: impasible, altiva y noble. Y de golpe un salto: la gitanita baila. Indescriptible. Alma, alma pura…”

Barcelona pronto se le quedó pequeña. Su nombre ya había cruzado algunas fronteras, y en 1935 debutaba en el Coliseum de Madrid. Sería su consagración en el ámbito estatal, y paradójicamente también el fin de su carrera en España. En 1936 estalló la Guerra Civil y no tuvo más remedio que huir con toda su familia; primero hacia Portugal y desde allí hacia Argentina en un viaje por mar que duró más de dos semanas y que recordarían toda la vida como una auténtica pesadilla. El resto ya es historia, o, mejor dicho, leyenda. Triunfo clamoroso en Buenos Aires, y después la conquista de América y de Estados Unidos, culminada con una portada en la revista Life y una sesión particular ante el presidente Roosevelt en la mismísima Casa Blanca.

Fue en 1947 cuando volvió a España con todos los honores, y una aureola casi de santa. Parecía mentira que aquella mujer menuda, más bien poca cosa, tímida y amedrentada, llevase tras de sí la estela de éxitos y de admiración que arrastraba. Solo había que verla bailar, y entonces la estupefacción se hacía aún más evidente. ¡Qué bien que les debía de ir a las autoridades franquistas la figura de Carmen Amaya! ¡Qué embajadora más formidable! Pero, en realidad, qué poco tenían que ver el arte de esta mujer, libre y revolucionario, y su enorme calidad humana, con el carácter represivo, estrecho de miras y provinciano del franquismo. Madrid, Barcelona, Sevilla, las principales ciudades españolas querían verla de cerca, y aunque no todo el mundo entendía su baile, los éxitos que obtenía eran tan rotundos como sus golpes y giros sobre el escenario. Después vino París y más tarde Londres, y de nuevo América y Europa, y Londres una vez más, donde en esta ocasión actuó para la reina Isabel. Al día siguiente, la portada de The Times no podía ser más contundente: “Dos reinas cara a cara.”

En medio de esta espiral frenética de contratos y actuaciones, parecía difícil que Carmen Amaya pudiese encontrar un momento para hacer un alto en el camino y observar su propia trayectoria. Pero ella guardaba un deseo secreto y al final pudo realizarlo: volver a su Somorrostro natal, aquel amontonamiento de chabolas a la orilla del mar donde había sido una niña feliz. Pudo hacerlo dos veces. La primera en 1951, y enseguida la rodearon un buen número de gitanos, que querían tocarla para comprobar que era ella. Y la segunda, ya más oficial, en 1959, cuando inauguró una fuente con su nombre en el mismo lugar al que iba a buscar agua de pequeña, y donde quiso proclamar emocionada su amor a la ciudad y a aquel barrio. Aquella noche ofreció un recital memorable en el Palau de la Música, y como muchos gitanos no pudieron pagarse la entrada, dicen que “La Capitana”, al terminar, volvió al Somorrostro para bailar junto a toda la tropa. Volvió a casa tras rodar por medio mundo. Habían pasado más de veinte años desde su partida, pero aquella noche, al menos por unos momentos, volvió a ser Carmencita, la gitanilla descalza y hambrienta de baile y de vida que acompañaba a su padre de taberna en taberna.

© Pérez de Rozas / AFB
Entierro de Carmen Amaya en Begur, el 20 de noviembre de 1963.

Seguramente un espejismo. Ni el barrio era exactamente el barrio en el que ella había nacido, ni ella tenía las mismas fuerzas para bailar. Desde hacía muchos años sufría una enfermedad renal que le impedía eliminar las toxinas que acumulaba su organismo. Solo podía hacerlo bailando, pero en el fondo era una carrera contra el tiempo, perdida de entrada. Con las fuerzas que le quedaban todavía salió de gira dos o tres años más hasta que la llamaron para rodar Los Tarantos, la mítica película de Rovira Beleta, en la que se recrea el Somorrostro en una versión gitana de Romeo y Julieta. Fue lo último que hizo. Se había quedado sin fuerzas para bailar. “Si tengo que dejar de bailar, me muero”, había dicho una vez a los médicos que la trataban, y se murió.

Carmen Amaya. Nadie antes había bailado como ella, y nadie ha vuelto a hacerlo. Un genio incomparable. Y, pese a ello, la pregunta vuelve una y otra vez: ¿qué perdura en nuestra ciudad de la memoria de esta mujer irrepetible? O dicho de otro modo: ¿ha sido justa Barcelona con la memoria de la gran Carmen? Este año se celebra el centenario de su nacimiento, y con toda seguridad se le rendirán los homenajes pertinentes. Pero la cuestión seguirá flotando en el aire, puñetera: ¿sabremos por fin los barceloneses quién fue Carmen Amaya?

Pep Puig

Escritor

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