En medio de una gran crisis política y social, los sindicatos CNT y UGT, con el apoyo del PSOE y de los partidos republicanos, convocaron una huelga general revolucionaria en el verano de 1917. La Revolución Rusa, en curso en aquellos momentos, favoreció la creación de unas expectativas exageradamente optimistas.
Uno de los libros que conservo con más cariño desde que era pequeño es Tintín en el país de los soviets, joya editorial publicada originariamente entre 1929 y 1930 en el semanario belga Le Petit Vingtième. Se dice que fue un encargo ex profeso del diario Le Vingtième Siècle, conservador, católico y nacionalista, para hacer propaganda anticomunista durante el gobierno de Iósif Stalin. Así fue como Hergé envió a Tintín y a Milú a la tierra hipotética del socialismo para desenmascarar sus políticas y descubrir los secretos de un régimen contradictorio que hará lo que sea por sacárselo de encima. Siempre en vano: Tintín, el periodista que no escribía, mezcla de Indiana Jones y Sherlock Holmes, volverá a casa recibido como un héroe. Metáfora ideológica de entreguerras.
Este fue uno de mis primeros contactos con Rusia, seguido de una consistente y dilatada lista de iconos, peligros públicos, tópicos y referencias diversas en medio de las que también se halla presente la revolución, cuyo centenario se celebra este año y por cuyo motivo escribo este artículo. Concretamente, sobre sus efectos en España, en Cataluña y en la Ciudad Condal. Pongámonos en antecedentes.
Barcelona, “la Rosa de Fuego”, poco después de la Semana Trágica. Primera Guerra Mundial en curso y una España neutral en plena crisis colonial. Gobierno de la Mancomunitat con Prat de la Riba al frente. Y la CNT a la vuelta de la esquina. Primeros servicios de taxis y autobuses urbanos…, y protestas de las compañías de tranvías. La economía en horas bajas, despidos laborales, el obrerismo en ebullición creciente y el sistema de la Restauración en la cuerda floja. Inestabilidad y discordia social latentes. Al cabo de poco, en una Rusia asolada por el hambre y la inflación, estalla la revuelta contra Nicolás II.
El territorio que descubre Tintín, más o menos distorsionado, es inimaginable sin la Revolución Rusa, pero hay que entender que ha pasado una década y que quien gobierna ya no es Lenin, sino Stalin, que Trotski ha sido desterrado y que el régimen bolchevique empieza a introducir los planes quinquenales. En España, el tiempo de la Dictablanda se agota a la espera de pasar el relevo a la Segunda República y poner punto y aparte a los mandatos borbónicos. Pero el sistema de la Restauración ya hacía tiempo que había entrado en crisis, y fue en el contexto de la Revolución Rusa cuando Alfonso XIII vio peligrar más seriamente su estabilidad.
Obsolescencia política
En 1917, la agitación militar y política estaba más viva que nunca y coexistía con las protestas del movimiento obrero y las reclamaciones de algunos partidos que querían modernizar la monarquía, como la Lliga Regionalista de Francesc Cambó, que reclamaba la autonomía de Cataluña, una reforma constitucional y la conversión de las Cortes en constituyentes en el marco de un estado federado. Pese a las contenciones económicas, la burguesía sacaba partido de la neutralidad española durante la Gran Guerra, ya que esta situación le permitía hacer negocio con las exportaciones. Pero la realidad social del país era otra, con una miseria creciente que contrastaba con la opulencia de las clases pudientes. Mientras la riqueza de unos aumentaba, la conciencia de clase de otros se acababa de consolidar. Y una parte del Ejército, a su vez, decidía movilizarse contra la arbitraria división jerárquica de la organización.
Según el historiador José Luis Martín Ramos, en 1917 se produce una crisis política grave, pese a que las alternativas mayoritarias “se orientan a reformar el sistema desde el sistema, o con otro sistema, pero no a una revolución social”. Reformas, pero no sacudidas. En esta coyuntura, la Lliga y el nacionalismo catalán ven su oportunidad y con la excusa de la reforma aspiran a participar en la gestión del Estado, a tener más poder en un país en el que la división política se ve agravada por la presencia disruptiva de aliadófilos y germanófilos. El rey, sin ir más lejos, era germanófilo y tenía ministros aliadófilos. José Luis Martín Ramos, investigador del Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la UAB, que en el pasado mes de junio participó en el seminario del MUHBA “Crisis y revoluciones en Barcelona, 1917”, resume las circunstancias hablando de obsolescencia política. Todo indicaba que aquella sociedad estaba llegando a una encrucijada y que tenía muchos números para acabar siguiendo otro camino.
En esta atmosfera veleidosa, las grandes ofensivas a que se ha de enfrentar Alfonso XIII son tres: la militar, formalizada a través del famoso conflicto de las Juntas de Defensa; la política, que se traduce en la polémica Asamblea de Parlamentarios, y la social, la más clamorosa, encabezada por un movimiento obrero en proceso ascendente que se alía con el republicanismo y se pone a hacer política. Tres propuestas de cambio de tres entornos bien diferenciados. Cuando llegan las noticias sobre los hechos de Rusia, el estallido revolucionario parece inevitable. El único problema aparente, la falta de consenso, volverá a ser determinante para amortiguar su fuerza.
Uniones improbables
Después de la huelga de veinticuatro horas organizada en diciembre de 1916, la CNT y la UGT volvieron a colaborar con el objetivo de paralizar el país durante más de un día, y en seguida recibieron el apoyo del PSOE y de los partidos republicanos. El trasfondo de la huelga, obviamente, tenía otra dimensión, proyectada por la esperanza de que el Ejército estuviera al lado de los manifestantes, como en Rusia. Pero el Ejército, igual que los políticos, les volvió la espalda. Y no solo eso, sino que reprimió duramente la protesta. La explicación es sencilla: los militares disidentes habían conseguido que el rey les escuchase. A partir de aquí, su compromiso político o las ansias de cambiar de régimen eran una mera abstracción, y poca cosa les unía con las protestas del movimiento obrero y el anarquismo.
La falta de apoyo de las fuerzas políticas también se comprende si consideramos las aspiraciones que tenían unos y otros. Ver a Cambó y a la CNT luchando juntos era tan improbable como hoy un pacto entre la CUP y la antigua Convergència. Y aunque esto último haya sucedido, la primera hipótesis no fue nunca una realidad. El líder de la Lliga, además, tampoco fue aceptado por las Juntas de Defensa, lo que truncó su posible alianza en las luchas parlamentarias. Las tres patas de la crisis política se rompieron. La huelga, por lo tanto, pondría de manifiesto la desunión de los sublevados, los partidos políticos y los movimientos sindicales, y rompería la homogeneidad de la Asamblea de Parlamentarios. Una vez concluida, la CNT y la UGT agudizaron sus diferencias, el Ejército volvió a apoyar al poder oficial…, y los partidos republicanos, de la mano de la burguesía, hicieron lo mismo. El eterno promiscuo y permeable pragmatismo político.
La huelga y los porqués del fracaso revolucionario
La capital catalana se detuvo durante cinco días, entre el 13 y el 18 de agosto. Pese al fracaso global e ideológico de la protesta, el Gobierno declaró el estado de guerra y la violencia se dejó sentir en muchos sectores de una población convulsa que, poco después, pasaría a ser conocida como “la ciudad de las pistolas”. Nada que envidiar al Chicago de Al Capone. La huelga se saldó con treinta y dos muertos, unos sesenta 0heridos y ciento ochenta detenidos. Una tragedia que habría podido ser peor, pero la revuelta fue más corta y menos transcendente de lo que se esperaba. Se había generado un exceso de expectativas revolucionarias, favorecidas por los hechos de Rusia, donde los bolcheviques estaban a punto de alcanzar el poder. Otro hándicap nada menor en comparación con el caso ruso era la ausencia de intelectuales que apoyaran a los revolucionarios. En el resto de ciudades peninsulares en las que hubo movilizaciones destacadas el resultado no fue diferente. La huelga general había sido un gatillazo. Pero la conflictividad social no se disipó.
Lo demuestra, dejando a un lado el pistolerismo, la huelga de 1919 de La Canadenca (el nombre con que era conocida popularmente la empresa de producción y distribución eléctrica Barcelona Traction, Light and Power, de origen canadiense). Y nos podemos plantear una pregunta razonable: ¿por qué esta funcionó y la de 1917 fracasó?
El historiador Pelai Pagès, que también participó en el seminario del MUHBA, lo atribuye a diversos factores, empezando por la poca coordinación entre la CNT y la UGT (la huelga de La Canadenca, en cambio, solo la convoca la CNT, que unos meses antes había creado el sindicato único). “Fue demasiado precipitada y el Gobierno provocó que fuese así”, explica Pagès. La falta de colaboración con el Ejército y los partidos políticos llevó a que el ímpetu revolucionario acabara de desinflarse. Además, en el año 1919 se siguen notando los efectos del final de la Primera Guerra Mundial –nada que ver con el panorama de 1917. Y, por último, la cuestión fundamental: detrás de la huelga de La Canadenca –que se extendió a otros sectores industriales hasta convertirse en general– hay, en palabras de Pagès, “una demanda clave, al margen del malestar social”, la jornada laboral de ocho horas. Y eso sí que fue un éxito.
Durante estos años quedó demostrada la incompetencia de los gobernantes y el consiguiente agotamiento de un régimen incapaz de ofrecer respuestas a los desafíos del momento. El descontento estaba generalizado, pero en 1923 el general Primo de Rivera suspendió la Constitución e instauró una dictadura que duró hasta 1929.