Los cines que he visto morir

Se me permitirá que derrame una lagrimita por todos los locales de barrio desaparecidos y, aún más, por aquellos que vi inaugurar, algunos en olor de multitudes.

© Juliet Pomés

A partir de 1939 –¡maldita posguerra!–, la mayor parte de la población llevaba luto por algún familiar que había muerto en la retaguardia, en el campo de batalla o sobre la arena de los campos franceses, o vivía en un constante desasosiego por el destino que les esperaba a los que estaban encerrados en campos de concentración o en la cárcel. Un buen recurso para espantar el hambre y soñar era la sesión doble de un viejo cine de barrio donde, pese a la incomodidad de las butacas, huías del presente y vivías en uno de los lujosos y sofisticados habitáculos de comedia americana, navegabas por el Caribe en veleros de piratas, reías con los hermanos Marx o asistías con un nudo en la garganta a los experimentos de un célebre fabricante de monstruos.

El único de mis cines de aquella época que resiste es el Bosque, donde mi padre, en los años veinte, había asistido a zarzuelas. Hoy, la amplia platea, los palcos y un enorme gallinero se han convertido en un complejo de nueve salas. Por lo tanto no se puede decir que haya desaparecido, sino que se ha transformado. La fachada conserva las carátulas de Gargallo en las que se representó a sí mismo y a sus colegas Nonell, Nogués y Picasso.

Pasadas las tres de la tarde de un sábado, a principios de la década de los cuarenta, me quedé literalmente pegado al banco del gallinero del Bosque, donde, además del complemento, se proyectaba la versión de Frankenstein en que Boris Karloff interpreta al monstruo. Y no salí hasta pasadas las nueve, ya que volví a ver la película, porque nadie te impedía enlazar dos sesiones consecutivas. Cuando pisé otra vez la rambla de Prat, encontré a mi padre, desesperado, que preguntaba al portero del cine y a la gente que salía si habían visto a un niño como yo. Aquel exceso me costó dos meses sin el cine de los sábados por la tarde.

El que sí que ha desaparecido por completo es el cine Smart, de la calle Gran de Gràcia junto a Ros de Olano, inaugurado en 1910. Tras la Guerra Civil, cuando la dictadura obligó a cambiar todos los nombres extranjeros a menos que fueran alemanes o italianos, el viejo Smart pasó a llamarse Proyecciones. Ya de adolescente, una tarde de sábado que con un amigo, en lugar de estudiar, decidimos pasarla en el Smart, al volver a casa encontré a mis padres a punto para ir al cine en familia, sin precisar qué querían ver. Se iba al cine, entonces, sencillamente. Por el camino que emprendimos tanto podíamos ir al Bosque como al Select como al Proyecciones, pero la sala que habían elegido era la misma que ya me había acogido aquella tarde. Callé para no delatarme, y me tragué el mismo programa que acababa de ver. Por suerte, en una salía June Allyson. ¡Y tanto! ¡Se llamaba Al compás del corazón!

Bajando por Gran de Gràcia, pero a mano derecha, estaba el Mundial. Allí recuerdo haber visto El lago de mis ensueños, con Kristina Söderbaum, una película de un romanticismo enfermizo, de esas con que los nazis se enternecían mientras rustían judíos. Aquel día coincidí en la calle con una pareja que hacía poco que salían juntos. Y yo, que todavía era un niño, no me separé de ellos. Mi madre me reprendió por mi falta de tacto, pues no había captado que querían estar solos. Durante muchos años estos dos cines, el Mundial y el Proyecciones, ofrecían el mismo programa, tal como pasaba con el Bosque y el Principal, o con el Capitol y el Metropol, el Arenas y el Liceo… Por entonces era habitual toparse por la calle con algún ciclista que transportaba en una mochila, de local en local, unos estuches metálicos con los rollos de las cintas para que los operadores respectivos las empalmaran. Si un incidente de circulación impedía la llegada a tiempo del repartidor, los espectadores no teníamos más remedio que patalear para expresar nuestro disgusto ante la pantalla en blanco.

Si un sábado por la tarde visitaba un piso de la calle de Jesús, de Gràcia, los abuelos eran lo bastante generosos para aflojar las pocas monedas que valía la entrada del Comèdia, situado en un callejón tras la Casa Fuster. ¡Una tarde vi allí El mago de Oz!

© AFB
El Coliseum, uno de los principales locales de estreno, un lujo inalcanzable para mucha gente durante las décadas de posguerra. En la imagen, el cine entre 1923 y 1925.

Una noche que fuimos con mis padres a este Comèdia –nada que ver con el multisalas que hay ahora en el chaflán de la Gran Vía con el paseo de Gràcia–, daban una película que nos pareció la más lenta y aburrida que habíamos visto nunca. Muchos años más tarde, con cierta experiencia como espectador, la curiosidad me hizo buscar qué era lo que nos había desagradado tanto de El bosque petrificado. A partir de un guion de Robert Sherwood, dirigida por Archie Mayo e interpretada por Leslie Howard, Bette Davis y Humphrey Bogart, era una pequeña joya. ¿Cómo podía ser que hubiéramos hablado tan mal de ella?

Subiendo Gran de Gràcia se encontraba el local inaugurado en 1908 como Trilla, y que más tarde pasó a llamarse Estudi Cirera, Select –Selecto, claro está, a partir de 1939– y Fontana, antes de que cerrara en 1988. En mis tiempos ofrecían variedades. Y por el lado de Sant Gervasi, junto al Mercado de Galvany, “la barraca”, llamado igual que el mercado. Ya era casi adolescente cuando acudía a este local en compañía de un grupo bastante desharrapado. Y si un día me presentaba más tarde de la cuenta, los demás ya habían entrado y todo estaba a oscuras, nadie protestaba si gritaba: “Eh, Freixas, ¿dónde estáis?”, para orientarme.

En este recorrido nostálgico no ha aparecido ni un solo local de estreno. No estaban a nuestro alcance. Solo recuerdo una noche en que un pariente adinerado me llevó al general del Coliseum a ver Trader Horn.

Se me permitirá que derrame una lagrimita por todos estos locales y, aún más, por aquellos que he visto inaugurar, algunos en olor de multitudes, y que también han desaparecido. De entre los que quedaban en mi zona recuerdo el Roxy, de la plaza de Lesseps; el Balmes, junto a Marià Cubí; el Aristos, de la calle de Muntaner, que se transformó en el Teatro Moratín y ahora es Luz de Gas; el Arcàdia, de la calle de Tuset; los Arkadin, de la Travessera de Gràcia junto a la Via Augusta, y el Windsor, de la Diagonal.

Es evidente que se han inaugurado nuevas salas –¡aunque no en el barrio!–, pero eso, y la recuperación del Boliche, del Texas y, ahora mismo, del Phenomena, no compensa, ni mucho menos, la lista de los locales desaparecidos en nuestra ciudad.

Joaquim Carbó

Escritor

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