En círculos catalanistas corría el mito de que el ombligo de la catalanidad se hallaba por las colinas del Ampurdán. Yo me permito sugerir que está en Barcelona, en cualquier plaza donde los niños, al salir de la escuela, jueguen y se persigan… en catalán. Donde una lengua tan maltratada por la historia está, pese a todo, muy viva.
El catalán se ha salvado en buena parte porque se ha mantenido y se mantiene en la metrópolis catalana, Barcelona. Quizá lo ha hecho más híbridamente que en la Cataluña interior, quizá se usa con una vocal neutra que no lo es tanto como antes, pero sigue siendo lengua tanto de cotidianidad como de prestigio. Ninguna ciudad importante de Europa con una lengua mediana como el catalán puede decir lo mismo: Valencia o Alicante, las competidoras en el arco mediterráneo, han sido mucho más castellanizadas, por no hablar de las ciudades del Mediodía francés (Montpelier, Toulouse, Marsella, Nimes), la antigua Occitania donde el occitano ha pasado a ser un residuo conservado en formol.
El catalán es una lengua mediana que, por su demografía, podría aspirar a llevar una vida relativamente cómoda, sin sufrimientos, como un jubilado con una pensión modesta pero asegurada. Sin embargo, en Barcelona, el catalán no puede vivir plácidamente como lo hacen el francés en París, el castellano en Madrid, el neerlandés en Ámsterdam o el alemán en Berlín. En todas estas ciudades se oyen, aparte de la lengua histórica, centenares de lenguas provenientes de oleadas inmigratorias diversas; se oye el inglés, insidioso e inevitable, pero las lenguas comunes para dirigirse a un desconocido en la calle son indiscutidas. A lo sumo, hay conflictos con el inglés que, como interlengua omnívora, usurpa funciones de la lengua local o se convierte en lengua de distinción. Las ciudades occidentales más comparables con Barcelona son aquellas en que dos grupos lingüísticos se sienten legítimos “propietarios” de un mismo territorio: inglés y francés en Ottawa/Gatineau, en Canadá; francés y neerlandés en Bruselas; alemán e italiano en Bolzano/Bozen, en Italia, y francés y alemán en Bienne/Biel, en Suiza.
En la actualidad la situación sociolingüística de Barcelona es casi caótica. La lengua in vitro, la de las instituciones, la de los altavoces de los metros cuando informan de la siguiente estación, es a menudo el catalán, mientras que la lengua in vivo, la más espontánea, varía bastante según los barrios. La concentración máxima de catalanohablantes se da en barrios de clase media y media-alta de la ciudad (Gràcia, Guinardó, centros de Sants y Sant Andreu, Sant Gervasi…), de modo que se puede tildar socialmente al catalán de lengua “bocadillo”. En cambio, los ciudadanos de primera lengua castellana se concentran en Pedralbes, Les Corts, Sarrià y Sant Gervasi (castellanos de origen o catalanes castellanizados), o en barrios populares como Nou Barris, el Carmel, la Vall d’Hebron, el Raval, la Verneda… (provenientes de las grandes oleadas de inmigración).
El Raval, por ejemplo, se ha dado la vuelta como un calcetín desde que Joan Amades recogía el recuerdo del folklore catalán de los labios de sus habitantes. Ahora en el Raval se oye el árabe y el urdú que se han añadido (¿mezclado?) a las capas anteriores del catalán y del castellano. Estos nuevos ciudadanos son el resultado de las migraciones africanas, asiáticas y latinoamericanas desde finales del siglo pasado. Hacia donde se orientan lingüísticamente: ¿hacia el castellano o hacia el catalán? Si no se interviene, si no se actúa, lo más probable y sencillo es que aprendan el castellano, la lengua más conocida. Habrá que añadir a este cuadro la creciente presencia de población móvil, sobre todo turistas y profesionales. La globalización y la movilidad internacionales se añaden a un paisaje sociolingüístico complejo y se interrelacionan.
Una excepción notable entre las ciudades europeas
Hay, por tanto, muchas Barcelonas, lingüísticamente hablando. El dominio político y comunicativo del castellano es obvio: un Estado español normalmente no demasiado propicio y la oferta de medios de comunicación favorecen sin paliativos al castellano, la lengua más conocida. El catalán, sin embargo, “aguanta”. Barcelona es una excepción muy notable dentro de las ciudades europeas: en su seno se mantiene viva, tanto en los hogares como en el gobierno local, una lengua mediana y minorizada. La lengua histórica del país, el catalán (el castellano es una lengua sobrevenida no hace mucho) no tiene connotaciones de lengua aldeana como aún hay quien sostiene.
El calidoscopio de las lenguas de Barcelona es evidente, casi caótico. Los taxistas, por ejemplo, cuando establecemos una conversación fática camino del aeropuerto, se pueden descolgar como anticatalanes, sin soltar ni una palabra de cortesía en catalán o, en cambio, pueden ser neoaprendices del catalán, entusiastas del “país que nos ha acogido”. En la oferta de las iglesias católicas observamos una escrupulosa atención (Dios nos libre de perder más feligreses…) por ofrecer celebraciones en una y otra lengua. En los quioscos compiten silenciosamente las dos montañas de ejemplares de las ediciones catalana y castellana de La Vanguardia y El Periódico. En el campo del Barça, los avisos por megafonía se realizan primero en catalán. En los polideportivos, muchos cursos de yoga o de pilates se anuncian en catalán, pero el monitor o monitora los imparte en castellano. En los cines, pese a que las informaciones de horarios son a menudo en catalán, todas las películas, dobladas o subtituladas, lo son en castellano, con la milagrosa excepción del cine Texas, que lo hace en catalán. En las escuelas de conducción los cursos son prácticamente siempre en castellano, pese al derecho, solamente teórico, a hacer el examen en catalán. En el Liceu, las traducciones de los diálogos que aparecen sobre el escenario son en catalán, pero las pantallitas que hay frente a cada butaca son trilingües en catalán, castellano e inglés. En las farmacias, los avisos de los establecimientos de guardia son en catalán, pero todos los medicamentos son exclusivamente en castellano… En las despensas de las cocinas de las casas, los productos están etiquetados principalmente en castellano (Bonpreu o Caprabo constituyen gloriosas excepciones) y seguro que en ellos está más presente el portugués que el catalán. Pero el catalán se asocia a profesiones prestigiosas (médicos, profesores, abogados, usan esta lengua) y a instituciones atractivas (la mayoría de las universidades, asociaciones culturales y deportivas, ateneos de todo tipo) y, sobre todo, al progreso social.
La competencia lingüística en la ciudad es, pues, desigual, porque el castellano juega con ventaja. Y, pese a todo, el multilingüismo funciona sin conflictos abiertos, a la manera belga, donde hay fronteras rígidas entre neerlandófonos y francófonos. Hay muchos neohablantes del catalán, gente que lo ha aprendido, más o menos bien, y que considera que ya es también su lengua. Maruja Torres, una periodista y escritora de primera lengua castellana que aprendió el catalán en el Raval, ha escrito que el catalán es “un idioma que nunca será como mi piel, pero sin cuya existencia no puedo sentirme a gusto en mi piel” (Maruja Torres, 1997, p. 39, Un calor tan cercano, Madrid, Alfaguara).
No sabemos a dónde irán las lenguas de la ciudad. Sabemos de cierto que forman y formarán parte de las identidades de los barceloneses. Porque no solo son herramientas de comunicación, sino que también inspiran lealtad, miedo, odio, resentimiento, celos, amor, euforia, todo un abanico de emociones humanas. Hasta ahora yo puedo sentir el pequeño orgullo de que, pese a todo, mi ciudad trata tanto de ser fiel al catalán –mi lengua, la lengua de mi país–, como abierta (no sometida) a muchas otras lenguas.