La ciudad, vertebradora de comunidad

Más de la mitad de la población humana ya vive en ciudades. Superado el ecuador de este proceso global de conversión demográfica, conviene que nos detengamos para reflexionar sobre los retos que se les plantean como impulsoras de vida y convivencia. Este fue el objetivo de un ciclo de debates que se organizó en noviembre bajo el lema “Ciudades (+) Humanas”.

Foto: Vicente Zambrano

Panorama de la conurbación barcelonesa desde el Castell de Torre Baró.
Foto: Vicente Zambrano

La preocupación por el futuro de la vida en las ciudades es cada vez mayor. Lo podemos percibir en espacios de decisión global: la enorme expectativa generada en cumbres como la de Habitat III del último mes de octubre en Quito, en la que los principales alcaldes debatieron en torno al desarrollo sostenible de la vida urbana; o en la incorporación a la agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODM) de un objetivo específico relativo a las ciudades, el número 11: “Hacer lo posible para que las ciudades y los asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles”. Y lo podemos percibir en el día a día de las personas: en ciudades como Barcelona, L’Hospitalet o Badalona se han desarrollado de manera autoorganizada decenas de charlas sobre ciudades refugio, el impacto del turismo, redes de ciudades por la sostenibilidad, la movilidad y la salud, remunicipalización de los servicios de agua y un largo etcétera.

¿Por qué razones el futuro de las ciudades centra tantos debates sociales y políticos? En pocos datos podemos entender la magnitud de lo que tenemos entre manos: a principios del siglo xx de cada diez habitantes solo uno vivía en ciudades; a mediados de siglo no llegaban a tres de cada diez, y actualmente lo hace más de la mitad de la humanidad. Se prevé que, en el año 2050, casi el 70 % de la población mundial vivirá en zonas urbanas. En España ya es actualmente el 80 %. Las ciudades del mundo ocupan solo el 3 % de la superficie de la Tierra, pero son responsables del 60 al 80 % del consumo de energía y del 75 % de las emisiones de carbono. Nos encontramos ante un proceso imparable.

La masificación y el crecimiento de las ciudades comenzaron con la Revolución Industrial. Londres, a finales del siglo xix, fue la primera ciudad en superar los cinco millones de habitantes. En la actualidad las ciudades más pobladas se encuentran en Asia y en Latinoamérica, y la mayoría de ellas supera con creces los diez millones de habitantes. Las ciudades del mundo occidental empiezan a levantar la cabeza después de la mayor crisis económica vivida en los últimos treinta años, pero lo hacen exhibiendo grandes desigualdades entre su población y heridas no cerradas. Las ciudades del Sur global han vivido crecimientos desordenados y descontrolados en los últimos años y necesitan ser pensadas de nuevo en el ámbito urbanístico.

Estamos justo en el ecuador del paso de una sociedad eminentemente rural a otra urbana y, por tanto, en este espacio de frontera, tenemos que detenernos y reflexionar sobre las posibilidades de la vida y la convivencia en las ciudades. Este fue precisamente el objetivo del ciclo de conferencias organizado en el mes de noviembre por Cristianisme i Justícia, la Fundació Joan Maragall, la Fundació Carta per la Pau, la revista Valors y el Movimiento de Profesionales Católicos de Barcelona.

Tres son, a nuestro entender, las fronteras de la convivencia hoy en los grandes núcleos urbanos: la identidad, la cohesión y la sostenibilidad. ¿Es posible construir ciudades más humanas? ¿Cómo abordar los actuales retos centrando el debate en las personas?

En este número de la revista Barcelona Metròpolis recogemos los temas que presentaron a debate los ponentes del ciclo, resumidos por sus propios autores. Sirva este artículo como introducción general.

Construcción de ciudadanía

Civitas es el término latino que nos recuerda la dimensión relacional y participativa de la ciudad, una dimensión garantizada por los derechos civiles. No hay ciudad sin ciudadanos, por tanto sin vida activa, sin implicación y creación de sujeto. Las ciudades nacieron en la época medieval justamente como refugio frente al dominio y la subyugación de los señores feudales, para encontrar un espacio de anonimato que permitiera la libertad y la articulación de un tejido social donde la seguridad y la creatividad fueran posibles.

Pero esta ciudadanía no se puede dar por supuesta. En la ciudad conviven ciudadanos y no ciudadanos. Para ejercerla se requiere un aprendizaje: dotarnos de habilidades de diálogo, permitir que se escuchen todas las voces, hacer aflorar las mayorías silenciosas…, retos clave para las grandes megalópolis que ya no tienen un solo color, un único rostro, sino que se vuelven multiculturales, multiétnicas y multirreligiosas.

Otro aspecto clave para la construcción de la comunidad recae en la confianza: ¿qué sucede en las ciudades cuando se registra una llegada abundante de forasteros? ¿Cómo se modifican los círculos de confianza y las interacciones entre los vecinos? Las conclusiones no son demasiado positivas: no hay interacciones entre los residentes de toda la vida y los recién llegados. Muchos afirman que ciertos grados de integración son imposibles y que la diversidad cultural genera desconfianza, lo que produce el efecto caparazón de tortuga, que lleva a que la gente se deje de relacionar incluso con quien se relacionaba antes.

Se necesitan, pues, dinámicas capaces de transformar desde las bases la realidad urbana para construir verdaderas comunidades, y no simples agrupaciones de población parceladas en compartimientos estancos. Como afirma el sociólogo vasco Imanol Zubero, aunque todos dormimos en un determinado lugar, este no tiene por qué verse reducido a la condición de hotel o “ciudad dormitorio”, igual que los lugares en los que trabajamos y producimos no se tienen que ver transformados en meros “distritos de negocio”, ni los espacios en los que consumimos en “grandes superficies”, ni el ocio ha de darse solo en “parques temáticos”. Que la ciudad sea un espacio al servicio del negocio y el consumo, o para la interacción y la convivencia, depende en exclusiva de la respuesta que damos a la pregunta sobre su significado.

Dicho de nuevo con palabras de Imanol Zubero, las ciudades son modelos de complejidad organizada. Es la diversidad la que las constituye como realidades vivas y equilibradas, mientras que su ausencia las hiere de muerte. Por lo tanto, hay que distinguir, como hace Manuel Delgado, entre espacio público y espacio urbano: el primero normativiza qué ha de pasar, mientras que el segundo es la ciudad que deviene en verdad en toda su plenitud.

Foto: Joan Tomàs

Imagen que pertenece al proyecto Mi barrio, de Joan Tomàs, una instalación con 140 retratos de personas del barrio de Sant Pere, Santa Caterina i la Ribera. Esta y el resto de fotos de este artículo se pudieron ver en la plaza de Sant Pere los años 2004 y 2009, y desde el mes de febrero de 2015 forman una muestra permanente titulada Qui som? en el pasaje que comunica las calles del Pou de la Figuera y de Carders.
Foto: Joan Tomàs

Peligros de la falta de cohesión

La ciudad como polis nos remite al espacio de gobierno y decisión que facilita. Pero en su seno la democracia no es posible cuando la desigualdad no hace más que crecer. En Barcelona, la esperanza de vida al momento de nacer es diez años superior en Pedralbes que en Ciutat Meridiana, barrios separados solo por diez kilómetros. ¿Es posible una participación democrática real, el ejercicio de derechos políticos y la cohesión en sociedades tan polarizadas?

La democracia griega, nacida en la polis, es su paradigma, pero era de hecho una democracia de las elites, de los hombres libres. Hoy en día, para conseguir una verdadera democracia hay que garantizar a los ciudadanos no solo la libertad política, sino también la material.

Foto: Joan Tomàs

Foto: Joan Tomàs

La participación es, pues, derecho y fuente de derechos. No obstante, sabemos cuan difícil es participar de las decisiones en las ciudades. Hoy hay multitud de fronteras, de líneas abismales –tal como diría el sociólogo y catedrático de Coímbra Boaventura de Sousa Santos– que separan a quienes tienen derechos de quienes no los tienen ni pueden aspirar a ellos; a quienes participan de las dinámicas de decisión, de quienes no cuentan para nada. El futuro de la ciudad, y por tanto de la polis, se decide solo desde uno de los lados de la línea abismal.

Foto: Joan Tomàs

Foto: Joan Tomàs

En una ciudad realmente cohesionada la vivienda no debería ser motivo de exclusión y expulsión. Hay una serie de mantras falaces, como el de que las viviendas protegidas son para pobres, cuando en realidad una gran mayoría de la población pertenece al segmento que necesita apoyo para la vivienda. Todos no necesitamos casa de propiedad; hay que cambiar el régimen de tenencia imperante para ofrecer viviendas de alquiler y facilitar su uso.

Foto: Joan Tomàs

Foto: Joan Tomàs

Para garantizar la cohesión hay que considerar, juntamente con una adecuada política de vivienda, todo un conjunto de medidas como la instauración de un salario mínimo ciudadano adaptado al coste de vida real o la elaboración de unos presupuestos participativos que orienten el gasto a satisfacer las preocupaciones reales de los vecinos. Una ciudad que proporcione igualdad de oportunidades y acceso a las decisiones permite una buena integración. Todos ellos son elementos que forman parte del deseado “derecho a la ciudad”, en términos de Lefebvre.

Entre nosotros, las nuevas alcaldías de las llamadas “ciudades del cambio” como Madrid, Barcelona, Valencia o A Coruña abren nuevas oportunidades y retos interesantes en el ámbito de la participación comunitaria, la consecución de la transparencia y la reconsideración de la cosa pública en el seno de la ciudad, retos que evidentemente no están exentos de ambigüedades y se prestan a posibles errores.

En clave sostenible

Si queremos una ciudad al servicio de la vida y no solo funcional, es fundamental que nos preguntemos por su estructura, por el diseño de sus espacios, por su entramado. La urbe sostenible es continua, compacta y densamente poblada, a diferencia de la que a menudo se implementa. Este tipo de ciudad comporta menos consumo energético y de suelo, y favorece la relación entre las personas.

También es la que dispone de ámbitos de interrelación personal, como centros cívicos de barrio, guarderías infantiles, parques y jardines. En definitiva, la que tiene espacios de contacto, unos espacios que, como apunta Marina Garcés, posibilitan la vida en común, frente a la tendencia a establecer una vida parcelada.

Muchos urbanistas defienden la política de vivienda como punta de lanza del proyecto urbanístico de la ciudad. Sostenible es sinónimo también de inclusiva. Es necesario un diseño de ciudad que facilite los procesos de aprendizaje de la vida en comunidad. Actualmente hay una desestructuración familiar y social muy fuerte y para combatirla se precisa una pedagogía del hábitat, un aprendizaje de la vida en comunidad. Los barrios tienen la escala adecuada para permitir que este proceso se viva e interiorice. De este modo la ciudad será construida por todos y todos utilizarán sus espacios.

Incluso el Papa Francisco, en su última encíclica, de carácter claramente ecologista, afirma: “La sensación de asfixia producida por la aglomeración en residencias y espacios con alta densidad de población se contrarresta si se desarrollan relaciones humanas cercanas y cálidas, si se crean comunidades, si los límites del ambiente se compensan en el interior de cada persona, que se siente contenida por una red de comunión y de pertenencia. De esta manera, cualquier lugar deja de ser un infierno y se convierte en el contexto de una vida digna” (Laudato si’, n.º 148).

El paradigma barcelonés

Del gran crecimiento de la Barcelona de finales del siglo xix fueron protagonistas dos movimientos sociales paralelos: el encarnado en un sector ilustrado, emprendedor, rico, moderno, burgués y de talante liberal, frente a la ciudad proletaria, de tendencia anarquista y republicana, y también dotada de un gran carácter emprendedor. Pasada la época gris de la dictadura, podríamos establecer un segundo tour de force para la ciudad en el período previo a los Juegos Olímpicos de 1992. Es entonces cuando se producen fenómenos como la abertura de la ciudad al mar, la eliminación de los barrios de barracas de la Barceloneta, el Somorrostro y Montjuïc, la internacionalización de los símbolos de la ciudad y la puesta en marcha de la famosa “marca Barcelona” y del modelo de éxito que expone hoy al mundo. Un éxito que quiso repetir en el año 2004 con el más que cuestionado Fórum de las Culturas. De nuevo dos Barcelonas frente a frente: la de la innovación tecnológica y el distrito 22@, por un lado, y la underground de los movimientos sociales y antiglobalización, libertarios e independentistas, etc., por el otro.

En una ciudad pequeña pero realmente cosmopolita, en que conviven multitud de culturas, con un 17 % de inmigración, nos encontramos en estos momentos ante dos grandes retos. El primero, superar la tensión de la desigualdad entre barrios: los más ricos tienen unas rentas siete veces superiores a las de los más pobres. Es una ciudad polarizada que ha ido expulsando a la población inmigrante y con menos recursos y que ha creado sus pequeños guetos, en su interior o en el área metropolitana. El segundo reto consiste en frenar el turismo desbocado y el predominio de los intereses económicos. El número de turistas que pasaron por Barcelona en el año 2015 asciende a unos 7 millones, con 17 millones de pernoctaciones. El sector turístico representa un 15 % de la economía y no para de crecer, lo que comporta una alta estacionalidad de la oferta laboral y económica, problemas de convivencia y ⁠un grado notable de gentrificación, el gran drama actual ⁠y futuro de las ciudades de éxito. Podemos acabar convirtiendo nuestras ciudades en escenarios de cartón piedra sin vida. Hay demasiados intereses económicos en juego en la explotación de la marca Barcelona.

Estos dos retos se repiten para todas las grandes ciudades. Pese a algunos intentos de reforma, todos los ayuntamientos, de un color u otro, acaban tropezando con la misma piedra: la imposibilidad real de decidir sobre muchas de las cuestiones que afectan a la vida de sus ciudadanos. En parte, el debate sobre el cierre de los centros de internamiento de extranjeros tiene que ver con la incapacidad de los ayuntamientos de regular sobre un espacio de privación de libertad situado dentro de su término. Una solución pasaría por dotar a los municipios de más capacidad normativa y más autonomía de recursos. Pero la incapacidad normativa en muchos campos se agrava aún más con medidas recentralizadoras como la reciente ley de administración local.

Una nueva agenda para el futuro urbano

En estas nuevas ciudades globales que son centros de dirección de la economía mundial, la mezcla de culturas hace que se conviertan en representativas de la pluralidad del mundo. Son ciudades insignia y punta de lanza del cambio que veremos; algunos, como el politólogo neoyorquino Benjamin Barber, se atreven a profetizar que sus alcaldes pueden llegar a gobernar el mundo. Si ello es así, habrá que reflexionar a fondo sobre cómo conseguir que el objetivo de una vida digna se sitúe en el centro de su desarrollo.

¿Qué desearíamos tener presente en esta reflexión? Al menos esto: la necesidad de que la vida y el cuidado de la vida, y no el éxito y el crecimiento económico, sean los factores determinantes en la marcha de las ciudades; de poner en valor su riqueza humana, contando con la aportación de jóvenes y mayores, pobres y ricos, personas con capacidades o carentes de ellas, de hombres y de mujeres, de los nativos del país y de los inmigrantes…; de emplear de manera justa y sostenible los bienes de la naturaleza; de unir el mundo rural y el mundo urbano, evidenciando la procedencia de todo lo que hace posible la vida; de generar posibilidades para la participación y la decisión de todos en el camino de la construcción de la vida colectiva, sin tener que depender solo del gobierno y las instituciones, y de crear las condiciones de seguridad para una vida sin violencia y sin miedo, sobre todo para las mujeres.

De todos estos factores, y seguro que de muchos más, depende que seamos capaces de construir ciudades un poco más humanas.

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