Ciudades humanas, ciudades dignas

Hablar de ciudades humanas o dignas nos sitúa en el terreno de las necesidades básicas que hay que garantizar a sus habitantes. Es importante favorecer el protagonismo de personas y de colectivos para lograr este objetivo.

Foto: Vicente Zambrano

Con la expresión de “derecho a la ciudad” se quiere situar en la agenda urbana de los próximos veinte años la necesidad de que las ciudades aseguren a sus habitantes unas condiciones dignas de subsistencia en los ámbitos laboral, de la vivienda, medioambiental y de acceso a los servicios básicos.
Foto: Vicente Zambrano

En la reciente cumbre de las Naciones Unidas sobre ciudades, celebrada en Quito el pasado mes de octubre, una de las novedades más celebradas desde entidades y organizaciones progresistas de todo el mundo fue la incorporación del llamado “derecho a la ciudad”. Con esta expresión se buscaba situar en la nueva agenda urbana de los próximos veinte años la necesidad de que las ciudades aseguren a sus habitantes unas condiciones dignas de subsistencia desde el punto de vista laboral, de vivienda, medioambiental y de acceso a los servicios considerados básicos. Como podemos imaginar, pese a que se habla de “derecho a la ciudad”, se trata más de una voluntad de situar esta exigencia de mínimos vitales en el corazón de las políticas que los estados deberían aplicar en relación con las ciudades, que de un verdadero derecho en el sentido de que ofrezca determinadas garantías y que pueda ser reclamado ante los tribunales.

Hablar hoy, pues, de ciudades humanas o dignas, nos sitúa en el terreno de las necesidades básicas de las personas que cualquier ciudad tendría que ser capaz de satisfacer. La literatura al respecto se refiere a una combinación de salud, fundamentos de autonomía personal (trabajo, vivienda, educación…) y capacidad de decidir libremente. Si tenemos en cuenta estos elementos, diríamos que las ciudades tienen que poder garantizar a sus habitantes unas condiciones saludables de vida. Existen numerosos condicionantes sociales de la salud de las personas, muchos de ellos vinculados a factores como los hábitos alimentarios y de vida, la vivienda, la mayor o menor exposición a emisiones de elementos contaminantes (especialmente en el aire que se respira), los niveles educativos y, como es obvio, la renta de que se dispone para asegurar buenos niveles en todo lo que hemos mencionado. Vemos, pues, que salud y autonomía personal están íntimamente relacionados.

Photo: Vicente Zambrano

Foto: Vicente Zambrano

Uno de los indicadores que se emplean para medir las condiciones de salud es la esperanza de vida. En Barcelona, por ejemplo, según los últimos informes de la Agencia de Salud de la ciudad, llega a haber hasta once años de diferencia entre los barrios mejor situados y los peor situados en los índices de esperanza de vida. Pese a que puede parecer una cifra elevada, no es ni mucho menos extrema, ya que en Europa mismo encontramos diferencias bastante mayores. No obstante, en Barcelona y su área metropolitana tenemos elementos específicos que nos obligan a mantener la tensión y a trabajar para evitar que se agrave esta situación básica. Recordemos que L’Hospitalet, Barcelona, Santa Coloma, Badalona y Cornellà son las cinco ciudades más densas de España, y si bien esto tiene aspectos positivos (menos terreno dedicado a la vivienda de baja densidad, más servicios disponibles y más accesibles, etc.), también genera problemas cuando la movilidad se basa de modo destacado en un parque de vehículos privados y públicos que contaminan, y cuando existen índices significativos de desigualdad, que genera conflictos y problemas de convivencia.

No quiero detenerme en la vivienda, ya que en otro artículo de este mismo dosier se trata el tema en profundidad, pero es obvio que es esencial para el derecho a la ciudad, hasta el punto de ser considerado un elemento predistributivo. Y no tenemos una buena base de partida para garantizar a todos buenas condiciones de acceso a la vivienda por la escasa proporción de vivienda pública de que disponemos en nuestras ciudades.

Foto: Salvador Alimbau Marquès

Foto: Salvador Alimbau Marquès

El lugar de residencia es también importante, pese a la fuerte densidad ya mencionada. Se denomina “efecto zona” el hecho de que el punto de la ciudad en el que vive una persona define un abanico de oportunidades vitales diferentes, relacionadas con la diversificación del acceso a servicios y productos. La orografía influye también en los grados de autonomía y movilidad de las personas, del mismo modo que el mapa de las instalaciones deseadas o no por los vecinos marca notables diferencias que algunos resumen con la expresión de justicia espacial.

Este conjunto de condiciones se expresan también en los niveles de renta disponible, que una vez más se distribuyen de forma bastante diferente por las diferentes zonas de las ciudades. En los diez distritos y setenta y tres barrios de Barcelona las diferencias se han ido manteniendo y en algunos casos incrementando a lo largo de los últimos treinta años. Existen notables persistencias y algunos pequeños cambios provocados por grandes transformaciones, como las vinculadas a los Juegos Olímpicos de 1992. Pero sigue siendo verdad que el nivel medio de renta del barrio más próspero es siete u ocho veces mayor que el del barrio que ocupa el último puesto del ranking. Las políticas públicas han de ser muy conscientes de estas diferencias e intentar compensarlas con actuaciones específicas, evitando también los efectos de estigmatización que muchas veces se producen. Barcelona tiene una fábrica urbana más densa, compacta e integrada que otras ciudades, lo que dificulta (pero no imposibilita) el efecto gueto.

Foto: Vicente Zambrano

Foto: Vicente Zambrano

En Barcelona y su área metropolitana el fenómeno de la inmigración se ha hecho notar fuertemente desde principios de siglo. Por lo tanto, como parte de los parámetros que han de guiar la acción generadora de ciudades humanas y dignas, es importante no menospreciar el elemento de la diversidad. Está ampliamente estudiado que la edad, el género y el origen de cada habitante urbano son elementos que pueden intensificar el riesgo de sufrir situaciones de exclusión. En este sentido, hay que evitar actuaciones desde las instituciones públicas o desde las entidades sociales que no tengan en cuenta el factor de la diversidad en el modo de gestionar los servicios. Atender por igual a todo el mundo no significa hacerlo con indiferencia a la realidad de cada cual. La homogeneidad en el trato a menudo denota falta de reconocimiento. Recordemos que lo contrario de la igualdad es la desigualdad, no la diversidad; hay que incorporar esta consideración y reconocer que todas las personas tienen la misma dignidad personalizando servicios y actuaciones.

Al principio decíamos que también es importante favorecer el protagonismo de las personas y de los colectivos en las tareas dirigidas a construir unas ciudades más humanas y dignas. Esto significa evitar miradas jerárquicas y patriarcales a la hora de pensar, diseñar y llevar a cabo actuaciones relacionadas con estos objetivos. Es importante, pues, favorecer dinámicas de participación y coproducción en el desarrollo de las políticas urbanas, evitando unos protagonismos institucionales y técnicos que tienden a alejar de la implicación en estos objetivos a los propios afectados y a las entidades y a los espacios con que se relacionan. De esta manera iríamos acercándonos a este desiderátum del “derecho a la ciudad”, que nos sitúa en una perspectiva de clara ruptura con una idea de ciudad que se construye sola, o que queda sometida a las dinámicas especulativas y a los intereses de las grandes corporaciones y los fondos de inversión.

Joan Subirats

Catedrático en Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Barcelona

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