El barrio que desapareció bajo la arena

Somorrostro. Mirades literàries

Selección y presentación de textos: Enric H. March

Edita: Ayuntamiento de Barcelona

163 páginas

Barcelona, 2018

El Somorrostro lo habitaba una población trabajadora que demasiado a menudo era considerada como gente marginal que no hacía nada por escapar a su condición. La calidad de las fotografías y la variedad de textos del libro –fragmentos literarios y crónicas– forman un mapa único de un asentamiento masivo de barracas que pervivió hasta el año 1966.

Es sorprendente llegar al texto de J. Ruiz de Larios. En él se refiere a la intensidad de colores de este barrio sin luz ni agua en el que se adentra, en 1935, por encargo de La Vanguardia. Porque la primera imagen del Somorrostro que viene a la mente es en blanco y negro, en grises que entristecen y blancos que sugieren que, mirados de cerca, en aquella gran franja de playa y bajo el sol harían daño a la vista.

Curiosidades de la memoria: interrogadas algunas personas (y yo misma) responden sin dudar que la película Los Tarantos (1963), de Francesc Rovira i Beleta, se rodó en blanco y negro. Pero Antonio Gades y Carmen Amaya (hija de aquellas barracas, a las que regresa en 1951; y de ese triunfal regreso he aquí la crónica de Sempronio) se movían en escenarios de un color raro, algo amarillento. Como el arenoso suelo en donde personas con y sin trabajo levantaron –nada menos– 2.357 barracas que dieron techo a unos 18.000 habitantes.

El paseo Marítimo, que se comenzó a construir en 1957, terminaba abruptamente a la altura de lo que hoy es el Hospital del Mar. Y a continuación venía un abismo. Empezaba esa tierra vecina limitada por el mar y, a sus espaldas, por la fábrica de gas. El nativo de la Barceloneta Arturo San Agustín, en su libro En mi barrio no había chivatos, recupera su fascinación desde niño por ese territorio que atisbaba allí cerca, a pocos pasos si saltaba de su ventana. Un asentamiento gradual y de eterna provisionalidad, al que se accedía superando montañas de latas y olor de albañales. Que comenzó en el siglo XIX y duró unos cien años, con alucinante final.

En la interesante introducción a estos textos buscados y escogidos por Enric March, fragmentos literarios y crónicas periodísticas, se habla de unos habitantes de familias trabajadoras que “demasiado a menudo eran vistos como individuos marginales que no hacían nada para escapar a su condición”. En este sentido, un artículo de El Correo Catalán consideraba el barrio como una “concreción del inframundo barcelonés” que había que hacer desaparecer. A los ojos del generalísimo Franco, según el mismo diario, las barracas “desdicen la grandeza de Barcelona, y del civismo y laboriosidad de sus hijos”. Por su parte, un informe de la Obra de la Parroquia de San Félix Africano, de 1950-51, se refiere a un ambiente de odio. El obrero “odia su vida”, “no tiene paz interior”. La Obra se muestra preocupada: el Somorrostro alienta la “promiscuidad más que vergonzosa” y es “escenario de sensualidades precoces”. También, pese a sus prejuicios, intenta aportar salud y educación.

La otra gran idea es particular, literaria: a los autores citados se añaden Juan y Luis Goytisolo, Josep Maria Carandell, Juan Marsé, Blai Bonet, David Castillo, Sergio Vila-Sanjuán, Manuel Vázquez Montalbán, Joaquim Muntañola, Arturo Llopis, Antonio Rabinad, Xavier Benguerel, José Hierro y Terenci Moix. Cada uno a su manera, con respeto o estupor, con naturalidad o morboso interés por lo marginal, nos incluye en ese paisaje a fuerza de detalles: “En la barraca próxima al albañal, un niño gateaba por la arena, con el pie ligado a una cuerda a la puerta de su casa” (Juan Goytisolo).

Foto: Jacques Léonard

Foto: Archivo familia Jacques Léonard.

La calidad de las fotografías –Joan Colom, Ignasi Marroyo, Jordi Pujol, François Papinaud, Josep Brangulí, Nicholas Jacobs, Colita, Agustí Centelles, Jacques Léonard– y la diversidad de los textos forman un mapa de luz y sonidos: las radios que suenan desde todas aquellas casetas construidas, en algunos casos, con sólido ladrillo, otras con lo que se tuviera a mano. Cuartos sin ventanas o con rendijas. La jovencita que espía desde su ventanuco al vecino que se afeita (Mercè Rodoreda), el sol que cae a plomo y los hombres con gorros hechos de papel de periódico. Niños con mocos y semidesnudos, y señores y jerarquías. Gente que vive de contrabando y muchachas como Carmen Amaya camino de la fuente. El rasgueo de una guitarra bajo el sol.

En 1957 se comenzó a arrasar aquel mundo de exiliados en nombre de “una gran obra urbanística con proyección social”, el citado paseo Marítimo, que en su primera fase se tragó las barracas más próximas a la Barceloneta, y en 1966 llegó la destrucción final con motivo de una exhibición militar. La gente fue enviada a Badalona, al barrio de Sant Roc, todavía en construcción. Una filmación de Carles Barba muestra un simulacro de desembarco naval en aquellas playas ya arrasadas.

Por allí encima hoy nos paseamos.

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