El mar y las dos caras de la libertad

El autor de El mar interior, que formó parte del movimiento punk londinense, halló dos vías de expresión al margen de la música: la literatura y el mar, con la libertad como denominador común. De todo ello habló en septiembre en el CCCB.

Barcelona. Foto: Vicente Zambrano

Fachada marítima de Barcelona, con la avenida del Mare Nostrum en primer término en el lado izquierdo de la foto, materialmente a pie de playa.
Foto: Vicente Zambrano

Hace millones de años que el hombre transforma la naturaleza y la adapta a su sistema de vida, sobre todo a partir de los grandes avances de la técnica. Lo llamamos civilización, y en general lo asociamos al progreso de la especie. Nuestra voluntad de dominio, con todo, se diluye en cuanto entra en contacto con el mar, una frontera insondable que separa la historia humana de la natural. Y no obstante no podemos dejar de establecer vínculos con ella. En Barcelona solo hay que pasear por el paseo del Mare Nostrum para entender el gran valor simbólico de esta relación.

“En las civilizaciones sin barcos, los sueños se secan”, dijo Foucault. Quizás por ello el escritor británico Philip Hoare (Southampton, 1958) define el mar como “el alma de una civilización”: un espacio que nos define, conecta y separa, tanto física como culturalmente. Es “un elemento más allá de nosotros” que no podemos controlar, que ocupa dos tercios del planeta y donde reside, kilómetros abajo, un 90 % de la vida del ecosistema global. Y no conocemos ni una décima parte –sabemos más del espacio exterior que de los océanos. Pero en la misma medida en que lo desconocemos, nos nutrimos de él, lo atravesamos con espíritu aventurero y escribimos relatos apasionantes. Eso es lo que hace Philip Hoare, autor de El mar interior (Ático de los Libros), que nos propone redescubrirlo a través de un viaje literario que mezcla la autobiografía, la divulgación científica y la historia cultural.

Hoare, que formó parte del movimiento punk londinense de la década de los setenta, encontró dos vías de expresión al margen de la música y de sus predilectos David Bowie y Roxy Music: la literatura y el mar, con un denominador común que proclama sin reservas y que no es otro que la libertad. Una libertad que le sirve para explotar la creatividad, para reflexionar y hacernos reflexionar sobre nuestra relación con el medio natural que nos rodea. En el caso del mar, la libertad está asociada con la esperanza y los descubrimientos, con la conexión entre culturas y con la agradable nostalgia del retorno, pero también con una realidad paralela mucho más sórdida que tiene dos puntas de lanza de triste actualidad: la contaminación y la crisis de los refugiados. Es la otra cara de la libertad: la tragedia y el terror.

La cultura contra las ansias depredadoras

El mar es un contenedor. Una fosa. El testigo indiferente de desastres humanos y ambientales que no hace más que reflejar la paradoja de la existencia de los animales racionales, que somos capaces de reunir en una misma isla del Mediterráneo a un refugiado y a un turista, una patera y un crucero de lujo. De verter al agua desechos, plásticos y sustancias químicas sin fin mientras declaramos leyes para proteger a algunos de los animales que la habitan.

Hoare parte de la noción del mar como frontera para explicar las situaciones dramáticas de las personas migrantes y la problemática de los residuos; dos cuestiones que preocupan especialmente a las grandes ciudades marítimas de Europa, como Barcelona; en cuanto capital del Mediterráneo, capital cultural, icono de la integración, del turismo y la modernidad y metrópoli abierta al mar. Abierta, por ello, a un sistema de ciudades mediterráneas en red que cooperen para afrontar tales situaciones con el compromiso humanitario que legitime su política de acogida. Un reto y un deber más necesarios que nunca, vistas las medidas desiguales que los estados europeos han implementado, con dos escollos difíciles de franquear: las fronteras y las leyes.

Philip Hoare. Foto: Miquel Taverna / CCCB

Philip Hoare durante su intervención en el CCCB, el mes de septiembre pasado.
Foto: Miquel Taverna / CCCB

Barcelona no se puede entender sin su relación con el mar. La historia, el arte y la cultura llevan siglos dejando constancia de ello. Estos tres conceptos son justo los que invoca Hoare para plantar cara a la vorágine de dominio que parece imbuirnos a “civilizarlo” todo sin considerar los efectos. Precisamente, contra la idea del supuesto progreso, acentuada desde la Revolución Industrial, el escritor británico, que en septiembre pasó por el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) para hablar de estos temas y de su obsesión por las ballenas, encuentra en dos pinturas del Romanticismo la manera sintética y metafórica de transmitir su mensaje optimista pese a nuestras ansias depredadoras: La balsa de la Medusa (1819), de Théodore Géricault, y El barco de esclavos (1840), de William Turner. La primera, porque el foco del cuadro es la figura de una persona negra “que hace de guía”. La segunda, porque lo que falta es justamente el foco, que se desdibuja para hacer evidente la inmensidad y la fuerza del mar –la naturaleza– frente al progreso. El arte, la cultura, no tanto como remedio, sino como esperanza. Como conciencia colectiva y, en esencia, como lo que nos conecta. Como el mar.

Pero si hablamos de conexiones hemos de hacerlo inevitablemente de las ballenas, un símbolo de lo que implica nuestra separación del mundo natural, por un lado, y un emblema de cultura submarina ajena a la nuestra, desarrollada por una especie más antigua, organizada matriarcalmente y capaz igualmente de sentir empatía, por otro. Su sentido de pertenencia es móvil, comprensible en tanto que comunidad que se desplaza. Todo ello lo sostiene Hoare y, pese a la pasión que siente por el mar, lo dice con los pies en el suelo, amparándose en los estudios científicos que parecen demostrarlo. Otra particularidad de estos cetáceos es su manera de comunicarse, con la emisión de sonidos variables y complejos que viajan miles de kilómetros a través del agua. “Jacques Cousteau escribió que el océano era el mundo del silencio. No podía estar más equivocado. El sonido es la esencia del mar”.

El Mare Nostrum

Al otro lado de la superficie marítima –“la piel del océano, en palabras de Melville–, la historia humana sigue su curso prendida a la tecnología. Hoare pone énfasis en la “conquista del mundo” mediante la civilización constatando una evidencia propia de cualquier sociedad más o menos acomodada: “Sin los aviones y los ordenadores ya no podemos existir. Estamos perdidos”. Tales son los caprichos de la técnica. Pero tampoco podemos vivir sin el mar: “Las ciudades nacen y crecen gracias al mar, gracias a todo lo que les suministra para alimentarse, a las importaciones y las exportaciones, al turismo”. Como Barcelona. Y subraya la significación del Mare Nostrum, cuyo sentido de posesión habla por sí mismo para ilustrar una relación compleja de dominio y dependencia a la vez, con una expresión del tiempo de los romanos. Pero este Mare Nostrum que a duras penas conocemos (en Barcelona, Shanghái, Buenos Aires o Dubái), tan precioso y calmado, es el lugar más contaminado del mundo, donde miles de personas se juegan la vida en busca de un futuro mejor. Ironías del progreso.

Mientras tanto, el Mare Nostrum también puede ser nuestro mar interior. Un ejercicio de introspección para sumergirnos en nosotros mismos y explorar las emociones y los miedos que tenemos o que nos rodean. Philip Hoare nos conduce hacia el origen de nuestra existencia, este mar que nos proporciona el aire que respiramos y la comida que ingerimos, que transporta nuestro comercio (más de un 90 % del volumen global) y que condensa historias y especies fabulosas e ignoradas, aunque seamos contradicciones con patas. El mar no es nuestro refugio, pero tampoco lo es la técnica. Nuestro refugio, nuestra esperanza, es, simplemente, la cultura (el arte) –porque es lo que “nos justifica como seres humanos”– y la conciencia, aceptando la belleza y las reglas incontrolables de la naturaleza: “¿Qué sería la vida sin riesgos?”, se pregunta el escritor británico. Seguramente sería lo mismo que una civilización sin barcos, sin sueños.

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