La cultura es capital

Las instituciones deben hacer consciente a la ciudadanía de su patrimonio inmaterial subrayándolo a través de lo material. Hay que poner la historia simbólica en movimiento, junto a la historia económica, social, política y urbana.

© Pep Montserrat

Barcelona, capital de Cataluña, una de las ciudades más importantes del mundo del turismo y de la economía global, podría convertirse pronto en capital de estado. Su peso nacional e internacional parece claro en el terreno geoeconómico y geopolítico. ¿Es también una capital cultural?

La brillante fórmula benjaminiana, “París, capital del siglo xix”, no solo permitió sintetizar el significado de París, sino también imaginar la capitalidad de una época y un modo de pensarla. Londres, ¿capital del siglo xviii? Tal vez, pero entonces el siglo xix podría empezar al menos en 1751, con el primer volumen de la Encyclopédie. ¿Y qué haríamos con “Le siècle de Louis XIV, fórmula acuñada por Voltaire? ¿Y cuál sería la capital del siglo xx? Quizás cada década ha tenido una capital cultural, o ninguna, o varias ciudades que se postularon para serlo, como Barcelona o Buenos Aires en el primer tercio del siglo xx, que emplearon esfuerzos ingentes para conseguirlo y aún muestran el rostro que esa voluntad les dejó. Berlín también quiso ser capital del siglo xx, y estuvo a punto de conseguirlo –pero cerró aquel esfuerzo de manera escalofriante. Nueva York ha sido la capital indiscutible, cuando menos entre 1945 y… el 2001, aunque en Europa el siglo acabara en 1989. No, ya no hay que buscar una capital del siglo xx, pero tampoco se puede obviar que, en el mapa de la globalización, las ciudades son uno de los pocos hitos estables. Pese a todos los malentendidos sobre lo universal y lo local, la gran ciudad sigue siendo un fondo de valores materiales e inmateriales. En este punto, la ciudad se convierte en capital.

El esfuerzo más notable por definir el concepto de (ciudad) capital cultural lo han hecho Christophe Charle y sus colaboradores. Una capital cultural sería el resultado de una acumulación de instituciones y de producciones culturales de generaciones sucesivas, de la inscripción de esta historia cultural en lugares específicos y del cuestionamiento constante de los límites entre los diversos sectores de la vida cultural. Como resultado de este proceso, un espacio urbano concreto se convierte en centro de atracción y de poder de un campo de producción simbólica. Finalmente, la acumulación de capital simbólico, y su administración o despilfarro, determinaría la permanencia vital de la condición de capital cultural o, si se inmovilizara, su transformación en un patrimonio de museo, que tarde o temprano se agotará si no se regenera.

Sin embargo, no es necesario ser capital de estado para ser una capital cultural; pero, si una ciudad es el centro de un campo cultural, esta condición no puede dejarse de lado a la hora de hablar de su posible capitalidad. Y, en este punto, ser o no ser capital de estado otorga unas condiciones de supranacionalidad muy diferentes en los campos culturales. Ser una capital cultural, por lo tanto, requiere una definición en términos nacionales. Esta definición fue aportada por el artiste démolisseur, el prefecto parisino Georges Eugène Haussmann, que en uno de sus informes de prefectura, fechado en 1868, concluyó: “Es difícil encontrar en los dos millones de habitantes que forman la población de París el menor vínculo municipal, las menores afinidades de origen […] Aislados perdidos en medio de la multitud abigarrada de la capital, los parisinos no tienen ninguna manera de contarse o agruparse. Para ellos, la comuna no existe, no puede existir […] París, por la composición heterogénea, móvil, cosmopolita de sus habitantes, no puede ser considerada una comuna. Es otra cosa. Es una capital […], es decir, la propiedad colectiva del país entero y la ciudad de todos los franceses”.

Esta definición de París como capital resulta sumamente interesante porque, partiendo de la realidad material, insiste en el reconocimiento de un capital acumulado y, sobre todo, de las posibilidades que gravitan a su alrededor. La pérdida de especificidad parisina en la articulación cultural sería uno de los precios de esta capitalidad. Pero París ha encontrado formas de reaccionar ante este eclipse de su cotidianidad.

Décadas más tarde, Gabriel Alomar llegaba a unas conclusiones parecidas con respecto a Barcelona, como capital de Cataluña:

“Podríamos sintetizar un poco la evolución total de nuestro catalanismo… No, no: he puesto un gran borrón sobre la palabra catalanismo, y he escrito en mayúsculas esta palabra, que ya es hora de proclamar, mucho más propia: BARCELONISMO; es decir, apogeo de la Ciudad, no ya de Nación. Pues bien, los tres periodos de nuestro movimiento son: I. Regionalismo; su verbo: los Juegos Florales; su Sede: Cataluña. II. Nacionalismo; su verbo: la Solidaridad; su Sede: España. III. Ciudadanismo; su verbo: nuestra juventud; su Sede: Barcelona, es decir, el mundo.

“Imaginen el placer de poder decir indiferentemente Barcelona o Cataluña como indicaciones de una misma ciudad, alma de todo un mundo; tal como se dijo de Roma; y de considerar la ciudad no ya como producto material o consecuencia de una nación, sino a la nación como producto espiritual, emanación o creación (en términos teológicos) de nuestra ciudad”.

Un proyecto de modernidad

Alomar era un mallorquín arraigado en una Barcelona que había dado unos pasos gigantescos en muy poco tiempo gracias al modernismo y a los primeros momentos del novecentismo, que pronto vería formularse la idea de Cataluña-ciudad que tan pertinente resulta evocar en estos términos. La manera como se sedimentan, en Barcelona, los proyectos estéticos y artísticos del modernismo y del novecentismo (antagónicos) con los proyectos políticos respectivos (más complementarios de lo que parece) permite ver cómo Barcelona articula sus debates sobre cómo debe ser la ciudad con una capacidad de absorción de los debates internacionales y con una determinante irradiación de su proyecto moderno al conjunto de Cataluña. La escritura, como espacio espiritual de la ciudad, empezaba leyendo por la mañana en los periódicos los artículos que, por la tarde, ya se habían convertido en la promesa de capítulos de libros, y entre unas páginas y otras fue haciéndose una idea de Barcelona. El capital simbólico de una ciudad, puesto en movimiento, es exactamente eso, y Barcelona es un ejemplo clarísimo, como hay pocos en Europa.

Podemos decir, pues, que la ciudad es el lugar por excelencia de acumulación de un capital simbólico que no se limita a su propio término. Para que una ciudad se convierta en una capital cultural debe atraer las mejores energías de su propio campo cultural y también de otros, en una relación de reciprocidad en el espacio intelectual internacional.

La articulación de una ciudad como capital cultural tiene bastante de espontánea sedimentación de elementos complejos que, poco a poco, van estratificándose para dar unos relieves reconocedores en clave local, nacional e internacional. Sin caer en dirigismos, una capitalidad cultural solo funciona con impulsos institucionales claros, y de larga vida. Un deber de las instituciones de una ciudad es hacer visible lo invisible. Es decir, hacer consciente a la ciudadanía de su patrimonio inmaterial, subrayándolo a través de lo material. Es necesario, pues, poner la historia simbólica en movimiento, al lado de la historia económica, social, política y urbana de la ciudad.

Ni Barcelona es la Praga de Kafka, ni la Lisboa de Pessoa, ni el Dublín de James Joyce, ni el Buenos Aires de Borges. Tampoco es el París rebosante de rincones asociados a un nombre, a una época. En este sentido, se parece más a Berlín, Estocolmo, Viena o Budapest. Ahora bien, la importancia de escritores como Verdaguer, Rusiñol, Maragall y Eugeni d’Ors en la definición de Barcelona no puede ser menospreciada. De hecho, son la pieza clave de su historia simbólica contemporánea. Quizás esta es una de las especificidades de Barcelona como capital cultural: ser una ciudad en la que los escritores han conducido la reflexión sobre la idea de ciudad en términos locales y europeos al mismo tiempo. El patrimonio cultural propio, en sus relaciones con otras ciudades y culturas, ha sido la clave durante más de un siglo y medio: he ahí un capital propio y compartido simultáneamente.

Es muy difícil articular esto de manera consciente y clara sin que parezca un dirigismo falto de consecuencia o una planificación grandilocuente. Barcelona tiene que repensar su modelo de política cultural en función de la idea de capitalidad, que no consiste en la mera creación de equipamientos, sino en la relación consciente y crítica con el propio patrimonio material e inmaterial. Por tal motivo hay que señalar el proyecto Vil·la Joana-Casa Verdaguer de Literatura como una de las iniciativas más importantes e innovadoras dentro de la idea de capitalidad cultural. Significa un cambio sustancial de planteamiento, que tiene sus fundamentos en la investigación y no en la promoción. Una idea que, además, podría verse reforzada por el reconocimiento de Barcelona como Ciudad Creativa Unesco de la Literatura. Estas dos iniciativas constituyen una apuesta seria a medio y largo plazo. En el caso de MUHBA-Vil·la Joana, impulsando un centro de investigación y debate sobre la relación entre literatura y ciudad y, desde esta, hacia la literatura universal. En el caso de la condición de Ciudad Creativa Unesco de la Literatura, por lo que significa de reconocimiento de una estructura en la que el libro literario –y el libro en general– desempeña un papel fundamental en la vida ciudadana como algo más que uno de sus motores económicos, que también.

En todo caso, el éxito de Barcelona como capital cultural depende de la capacidad de sus ciudadanos de no olvidar que, en realidad, lo único que están haciendo cada día es recibir un capital formado de relaciones con el mundo; hacerlo crecer con inteligencia y esfuerzo; cuidar de él. Y, llegado el momento, poder pensarlo una generación más tarde y encontrarlo aumentado. No sería poco.

Antoni Martí Monterde

Universidad de Barcelona. Grupo de Investigación de Literatura Comparada en el Espacio Intelectual Europeo

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