La creación en los barrios de parques urbanos, cinturones verdes y corredores ecológicos atrae a inmobiliarias de lujo y a nuevos habitantes con un poder adquisitivo mayor que el de los residentes históricos. El aumento de los precios de la vivienda acaba desplazando a la población original: es el frustrante fenómeno conocido como “gentrificación verde”.
El parque del Poblenou de Barcelona es un proyecto que todo el mundo querría detrás de su casa: un gran pulmón verde en un barrio popular de pasado industrial. Sin embargo, la aparición del parque está teniendo efectos inesperados. El número de habitantes con educación universitaria ha aumentado en un 700 % en un radio de cien metros alrededor del equipamiento. Y se ha reducido el número de los residentes de edad avanzada y de los inmigrantes del sur del mundo. También han aparecido viviendas de lujo y los precios de la vivienda se han disparado. En resumen, la población que tenía que beneficiarse del parque se ha visto desplazada en favor de nuevos habitantes más ricos, más jóvenes y más blancos.
Este caso es el ejemplo más clamoroso en Barcelona de un frustrante efecto boomerang: la “gentrificación verde”. La creación de parques urbanos, cinturones verdes, corredores ecológicos, etc., atrae a nuevos habitantes con mayor poder adquisitivo y a inmobiliarias de lujo. El aumento de los precios de la vivienda acaba desplazando a la población original de clase baja. Las comunidades marginadas luchan para que sus barrios sean más verdes, pero cuando alcanzan lo que reivindicaban se ven expulsadas nuevamente a entornos menos atractivos.
El fenómeno se ha dado en el nuevo cinturón verde de Medellín (Colombia), en el restaurado frente marítimo de Portland (Oregón, Estados Unidos) y en el flamante High Line (un parque emplazado en un antigua vía de tren elevada) de Nueva York, entre otros lugares. Es como si los mecanismos más agresivos de la economía de mercado hubiesen puesto a su servicio el ambientalismo, la sostenibilidad y la lucha contra el cambio climático.
“Antes, el factor económico era contrario al factor ambiental, pero ahora los grandes grupos inmobiliarios saben aprovechar la agenda verde de las ciudades”, afirma Isabelle Anguelovski (Reims, Francia, 1978), investigadora en ecología política del Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona (ICTA-UAB). Anguelovski, que después de detectar casos de “gentrificación verde” a ambos lados del océano se ha convertido en la experta de referencia del fenómeno, trabajó en la Sorbona, en Harvard y en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), antes de establecerse en Barcelona en 2011. En 2013 recibió el Premio Nacional de Investigación al Talento Joven de la Generalitat de Cataluña. Durante los próximos cinco años analizará el proceso en cuarenta ciudades de todo el mundo, en el marco del proyecto Greenlulus (Green Locally Unwanted Land Uses: usos verdes del suelo no deseados localmente), financiado con 1,5 millones de euros por la Unión Europea (Consejo Europeo de Investigación, ERC). La investigadora espera encontrar también casos de éxito en los que se haya logrado conciliar justicia y naturaleza en las ciudades. Estas experiencias pueden ser valiosas para gestionar los próximos candidatos a la gentrificación verde en Barcelona: el parque del cajón ferroviario de Sants y las supermanzanas. Anguelovski está asesorando al Ayuntamiento de la ciudad sobre este tema.
Usted se define como investigadora activista: ¿qué significa?
Significa entender en profundidad las realidades sociales que estudio y contribuir a la resolución de algunas de las tensiones más agudas. En Boston trabajé en Dudley, un barrio marginalizado que ha sufrido durante décadas incendios provocados para vaciar pisos alquilados, acumulación de basuras y desinterés de los inversores. Las comunidades afroamericanas, afrolatinas y de Cabo Verde se movilizaron para mejorar la calidad del barrio. Trabajé con ellos y les transmití los resultados de mi investigación. En Barcelona no he tenido un papel tan activista: con dos hijos pequeños, es complicado. Pero siempre comparto información con las organizaciones que estudio, organizo talleres, escribo en la prensa. Y también estoy trabajando con el Ayuntamiento para evitar la gentrificación verde en las supermanzanas y en los jardines de Sants.
¿Siempre ha combinado investigación y participación en primera línea?
A los dieciséis años aproveché el castellano que había aprendido en el instituto para viajar a Cuba con la ONG Sodepaz, de Madrid. Me sorprendió mucho el tema de la desigualdad en el desarrollo. Durante la carrera [de Ciencias Políticas en el instituto Sciences Po Lille (Francia)] y el máster [en Cooperación en la Sorbona] viajé a menudo a América Latina en proyectos de cooperación. Más tarde trabajé con Oxfam sobre cómo las mujeres se enfrentan a los impactos de la explotación minera: fue mi primer contacto con la injusticia ambiental. También fundé una ONG que hacía consultoría a comunidades indígenas afectadas por la minería.
¿Desde entonces se dedicó a estudiar la relación entre justicia y medio ambiente?
Algunos años más tarde, en 2006, empecé un doctorado en el MIT sobre la resolución de conflictos entre malhechores ambientales y comunidades afectadas. El resultado fue un libro que se publicó en 2012 [Neighborhood as refuge: Community Reconstruction, Place Remaking, and Environmental Justice in the City (Barrios como refugios: reconstrucción de comunidades, rediseño de lugares y justicia ambiental en las ciudades)] en el que se comparan los casos de tres barrios: Dudley en Boston, Sant Pere i Santa Caterina en Barcelona y Cayo Hueso en La Habana.
¿Qué comparten Barcelona, Boston y La Habana?
Me había dado cuenta de que muchas poblaciones marginalizadas se movilizan para hacer trabajos ambientales: limpian terrenos, crean espacios verdes, realizan talleres con material reciclado, trabajan la energía renovable. Eso sucede en comunidades que no tienen nada que ver unas con otras. Quería entender por qué y cómo se movilizan las comunidades históricamente estigmatizadas y marginadas, pero no comparando barrios de la misma ciudad, sino situaciones políticas muy diferentes.
¿Por qué eligió Barcelona como caso de estudio?
Ya en el año 2000 había visitado la ciudad y había paseado por sus barrios. Desde entonces volví varias veces y fui siguiendo su desarrollo urbano. El objetivo de mi trabajo era comparar los movimientos en tres entornos distintos: una democracia establecida y con un alto grado de desarrollo urbano –Boston–, una democracia joven y con un desarrollo intermedio –Barcelona– y un régimen autocrático poco desarrollado –La Habana.
¿Qué tienen en común los movimientos medioambientales de los tres casos?
Tras realizar ciento cincuenta entrevistas, puedo decir que mucho. Las experiencias de desatención vividas por la gente de estos barrios generan una conexión entre las personas y los lugares. Crean una especie de doble conciencia: en primer lugar la de los problemas que se sufren, pero paradójicamente también un sentido de pertenencia y comunidad, el orgullo de vivir en aquel barrio. De aquí emerge un sentido de responsabilidad, un interés en mejorar la calidad del ambiente urbano y un crecimiento personal, también en personas sin educación o profesión formalizada. Los objetivos de los movimientos son rehacer el entorno y reforzar su identidad. El cuidado del medio ambiente es una herramienta para alcanzar otras finalidades: se busca la recuperación ambiental, pero también protección frente al racismo o las drogas, el establecimiento de una especie de poblado urbano. Los barrios se convierten en refugios, en santuarios seguros; este un aspecto muy importante, especialmente para los más jóvenes.
¿Cómo se concreta en Barcelona esta idea del barrio como refugio?
Me centré sobre todo en el Forat de la Vergonya [el Agujero de la Vergüenza, un espacio degradado largamente reivindicado por los vecinos, junto al mercado de Santa Caterina, en Ciutat Vella]. Pese a los conflictos con la municipalidad y entre los grupos implicados, se logró un espacio gestionado por los ciudadanos, con diversidad social y cultural, tiendas locales, etc. Ahora las cosas han cambiado. El Forat y las viviendas sociales son una especie de manzana segregada del resto del barrio. En torno a él hay un gran cambio social: no se abren tiendas de productos para los residentes, sino tiendas de arte, clubs de fumadores, alquileres de bicis eléctricas y bares con patatas bravas a ocho euros. La apuesta por la marca Barcelona, la disminución de la participación ciudadana durante el mandato del alcalde Trias y la crisis han contribuido a hacer que los únicos inversores en el barrio sean foráneos. Se han construido nuevos hoteles para atraer turismo, pero hay pocas viviendas de alquiler y la mayoría son de ocupación turística. También hay que reconocer que la gente que estaba al frente de las luchas del Forat ha envejecido o se ha marchado. En cualquier caso, ya están surgiendo nuevos activismos.
Tras mudarse a Barcelona se interesó en las iniciativas contra el cambio climático impulsadas desde la base.
Sí. Fui investigadora principal de TESS, un proyecto europeo que pretendía medir en seis países el impacto de iniciativas comunitarias en movilidad, comida, energía y residuos. En Barcelona estudié asociaciones, cooperativas y empresas como Can Masdeu, La Col, Can Batlló, Trèvol, L’Ortiga, Tota Cuca Viu, Granja Aurora, Som Energia…
¿Cómo nace la idea de la “gentrificación verde”?
Apareció hacia el final de mi trabajo de campo para el libro. Muchos activistas me decían: “Hemos luchado por limpiar nuestro vecindario, que estaba contaminado y descuidado; finalmente disponemos de infraestructuras ambientales, y ahora nos damos cuenta de que el barrio atrae a inversores y nuevos residentes”. Había gente que aseguraba que si ponían un jardín comunitario más, tendrían que irse al cabo de cinco años, o que su barrio ya era bastante verde. En el Forat de la Vergonya pusieron arena en el suelo para evitar que se instalaran terrazas. Muchos movimientos dejaban de lado la justicia ambiental para interesarse por la vivienda. Y entonces me di cuenta de la contradicción y la paradoja a la que se enfrentaban aquellas personas. La literatura científica al respecto era muy incipiente: había algunos casos de estudio individuales muy específicos.
¿Cuándo empieza este proceso en Barcelona?
Los primeros casos documentados son de finales de los años noventa: por ejemplo, la Vila Olímpica. También estoy pensando en investigar casos de los ochenta, como los parques de Joan Miró y de la Espanya Industrial, pero hay pocos datos.
¿Y cuáles son los puntos calientes en la actualidad?
En primer lugar, los jardines de la Rambla de Sants, donde algunos residentes ya sufren porque sus viviendas son más visibles para los turistas y, además, está el precedente del High Line de Nueva York. En segundo lugar, las supermanzanas: yo formo parte del grupo de estudio creado por el Ayuntamiento para mitigar sus posibles efectos negativos. Pero también hay casos como el del paseo de Sant Joan, que no ha sido nunca un entorno de bajos ingresos, pero que padece supergentrificación, es decir, el desplazamiento de la clase media por personas de ingresos aún más altos.
¿La gentrificación verde es el resultado de una estrategia consciente de los grupos inmobiliarios?
Las empresas son perfectamente conscientes del poder del verde. En Vancouver, poderosos constructores publicitan edificios de lujo con jardines comunitarios en su interior. Las grandes agencias inmobiliarias de Alemania anuncian propiedades en Barcelona haciendo hincapié en lo verde. En cualquier caso, no se trata solo de la construcción o la reforma de edificios de lujo, sino que, sencillamente, se atrae a personas y familias de ingresos altos hacia lugares bonitos de la ciudad.
¿Qué papel tiene en ello la política?
La sostenibilidad se ha despolitizado. Hay una consideración de la planificación verde como tecnocrática, pospolítica, apolítica, top-down. Se crea un parque o una high line y se da por descontado que todo el mundo sacará beneficios. No se realiza un análisis crítico de la situación para averiguar qué actores se beneficiarán de ello realmente. El hecho de que inversores poderosos se hayan apropiado de la agenda ecológica no forma parte del debate político.
Usted ha afirmado que un greenlulu (espacio verde no deseado) puede ser incluso peor que un brownlulu (espacio contaminado o degradado). ¿Cómo se entiende?
Así es en un cierto sentido: la gentrificación verde puede ser peor que una fábrica contaminante, debido al desplazamiento forzado que impone. La gente pierde sus redes sociales y se ve obligada a trasladarse lejos del centro. Además, todo el mundo tiene claro que un brownlulu es malo, mientras que los greenlulus son percibidos como positivos, por lo que es más difícil poner en la agenda el estudio de los problemas que plantean.
¿Estos espacios verdes contribuyen al menos a hacer las ciudades más sostenibles?
La agenda de la verdificación no coincide siempre con la de la sostenibilidad. Esta requiere políticas energéticas, una estrategia agresiva a favor de la movilidad sostenible, redes comerciales internas fuertes, escuelas y estructuras de salud bien repartidas…, que la gente no se desplace tanto.
¿Hay alguna manera de mantener los beneficios del verde en las ciudades sin crear injusticias?
Básicamente se trata de hacer políticas muy rigurosas de vivienda asequible . En Europa hay más de tres millones de viviendas vacías; España es uno de los países con un volumen más elevado. Hay que encontrar modos de repartir el acceso a estos espacios y recuperar los edificios que se han quedado los bancos: por ejemplo, creando nuevas formas de vivienda social. No es necesario construir más, sino que se pueden incrementar los fondos dedicados a reformar edificios existentes. Y en el caso de edificación nueva se pueden implementar zonas de inclusión, como han hecho Berlín o Nueva York, ciudades en las que se tiene que destinar a vivienda social entre el 20 y el 30 % de las viviendas nuevas. También hay que poner en marcha políticas enérgicas de control y ampliación del mercado del alquiler, porque la especulación presente en el mercado hipotecario hace que a veces las personas se vean imposibilitadas de devolver los préstamos. En este sentido se requiere cambiar la mentalidad que antepone la compra al alquiler, pero también reducir el número de licencias de apartamentos turísticos y controlar los alquileres ilegales que se efectúan mediante plataformas como AirBnb.
¿La clave es desarrollar una buena política de vivienda?
Hay más cosas aún. Si la gentrificación tiene algo positivo es que los barrios se regeneran. Entonces, ¿cómo se puede ayudar a los residentes a quedarse? Básicamente, mejorando sus ingresos. Para ello se debería cambiar el ciclo de la pobreza ya a partir de la escuela, financiando las escuelas más desatendidas para dar una oportunidad a los alumnos de encontrar buenos trabajos en el futuro. También es importante disponer de asociaciones fuertes de comerciantes que defiendan las tiendas tradicionales. Por último, los centros sanitarios pueden influir favorablemente en los determinantes sociales de la salud. Es un conjunto de acciones que van unidas: se trata de aplicar un enfoque territorializado de las políticas de regeneración.
Sin embargo, los vecinos de las zonas que actualmente están en peligro necesitan soluciones rápidas…
En Barcelona, el motor de la gentrificación es la combinación del turismo, las inversiones inmobiliarias y la incorporación o el regreso a la ciudad de gente de clase alta. Hay que redinamizar los barrios en crisis, por ejemplo, facilitando préstamos a los pequeños negocios, y controlar qué tiendas se abren: quizás no hace falta un puesto más de alquiler de bicis eléctricas para turistas, y se pueden priorizar negocios que proporcionen servicios a los residentes. Y también sería necesario llegar a acuerdos políticos para poner en marcha zonas de inclusión.