Joan Fontcuberta. Bienvenidos a la era postfotográfica

Foto: Pere Virgili

Joan Fontcuberta.
Foto: Pere Virgili

En nuestro tiempo las imágenes se han vuelto peligrosas, furiosas, y es necesaria una actitud de resistencia por parte de los intelectuales y artistas. Según Joan Fontcuberta, el fotógrafo responsable tiene que saber gestionar la sobreabundancia icónica con estrategias de ecología visual, pero también tiene que saber encontrar las imágenes que faltan.

Cuando entramos en el taller de Joan Fontcuberta lo primero que sorprende es no ver ninguna cámara. Más tarde, cuando se lo preguntemos, nos sacará una de un cajón y señalará el teléfono móvil. Lejos del estereotipo del taller sucio, lleno de focos, flashes y objetivos, las paredes inmaculadas del estudio de Fontcuberta en la fábrica Roca Umbert de Granollers describen bien al artista del siglo xxi. “Llevo el estudio en la cabeza”, nos explicará más tarde. La vida de Joan Fontcuberta, el fotógrafo catalán más internacional, galardonado con el premio Ciutat de Barcelona 2016, es un no parar de viajes y proyectos de todo el mundo. Divide su tiempo entre la preparación de nuevas exposiciones, la producción de nueva obra y la reflexión sobre la fotografía a través de la lectura, la escritura y el comisariado. “Cuando viajo anoto en el móvil todo lo que quiero retener, y así voy llenando un cajón simbólico de temas para investigar o profundizar”. También confesará que no tiene horarios y nunca hace vacaciones, que para él destinar el mes de agosto a escribir un texto sobre la fotografía realizada con palomas durante la Primera Guerra Mundial es una perspectiva tan excitante como para otros puede serlo un viaje al Caribe.

Hay dos hechos en su biografía que determinan su trayectoria. El primero es venir de una familia dedicada a la publicidad.

Efectivamente, para mí fue un aprendizaje colosal. Estudié publicidad y simultáneamente trabajaba en la agencia Danis. Fue una escuela de redacción: sintetizar en un eslogan todos los mensajes que te da el fabricante es un ejercicio de retórica muy potente; hay muchos escritores que han surgido de la redacción publicitaria. Por otro lado, allí aprendí técnicas de creatividad. Cuando tu profesión es parir una serie de ideas al día, si tienes ayudas metodológicas y sistemas para fluidizar la capacidad imaginativa, mucho mejor. Pero, sobre todo, conceptual e ideológicamente, trabajar en la agencia me enseñó todas las técnicas de persuasión y de seducción que utiliza la publicidad, y conocerlas desde dentro me ha hecho mucho más fácil deconstruirlas y desenmascararlas.

También afirma que haber crecido en el tardofranquismo le fogueó en el escepticismo, en no dar por buena ninguna información.

La del tardofranquismo es una generación que vivió unas circunstancias históricas particulares en relación con la libertad y el acceso de la información, y eso te marca. De este condicionamiento yo hice un espacio de reflexión crítica, con una obra que me permitía dar la vuelta a todo lo que había vivido durante esta etapa y hacer de ello una pedagogía para los públicos que vendrán.

¿Cree que ahora somos más crédulos con la información?

Siempre ha habido gente que se hace preguntas con más intensidad y gente que se las hace con menos, pero las trampas siguen existiendo: ahora tenemos todo este alud del fake en internet, la “postverdad”… Existe toda una serie de fenómenos que siguen confrontándonos a la necesidad de elucidar qué es verídico y qué no lo es, y por eso hace falta un espíritu de sospecha, de recelo, evitando la credulidad y la confianza ciega hacia todo lo que vemos.

Precisamente, sus obras más conocidas nos hacen desconfiar de la fotografía, nos obligan a poner en duda lo que ven nuestros ojos. Pienso en Herbarium o Fauna, donde retrataba a una serie de plantas y animales que se inventaba. O en su engaño más reciente, la invención del fotógrafo Ximo Berenguer.

La fotografía nació en el siglo xix como un instrumento de verificación de la realidad: lo que estaba fotografiado era real. Hoy en día esta función de autentificación de la realidad recae en Google: cuando queremos comprobar algo lo buscamos en Google, y según el resultado que encontremos, según la cantidad de respuestas y cuán convincentes sean, nos lo llegamos a creer o no. Pero de la misma manera que se puede manipular una fotografía se puede manipular Google. ¿Cuál será el primer paso de un falsificador, hoy en día? Introducir datos en internet, para conseguir que cuando busquemos algo encontremos un número plausible de resultados que nos deje tranquilos. Por eso esta actitud de escepticismo tiene que seguir vigente.

Sus series fotográficas también tienen una vertiente muy literaria. Siempre van acompañadas de textos y nos explican una historia.

Siempre me ha interesado el concepto de la habitación de la fotografía. ¿Dónde vive una imagen? Las fotografías nunca aparecen solas, se insieren en constelaciones significativas. Las imágenes conviven con un texto, con un espacio, con un determinado apoyo, con unos canales de difusión… Todo eso modela la función y la naturaleza de la imagen. La misma fotografía cambia de sentido si la encontramos en la página de un periódico, en una sala de exposiciones, en un informe forense o en la cartera de alguien. En todos estos casos la fotografía salta de un sentido a otro, de un valor a otro. A mí, lo que siempre me ha interesado no es la imagen por sí misma, sino el valor que nosotros le atribuimos.

Cuando empezó su carrera la fotografía era una disciplina artística más, pero en estas tres últimas décadas ha estallado y todo el mundo hace fotos con el móvil, constantemente. Usted habla de la era de la postfotografía.

La fotografía tal como la conocemos hasta ahora venía a ser la respuesta a la revolución industrial, a los valores del siglo xix y a la cultura tecnocientífica: nació cuando nacían los archivos y los museos, cuando empezaban los viajes y la colonización. Entonces era una forma simbólica de apropiación: primero pasaban los fotógrafos y después los ejércitos. Por eso la fotografía del siglo xix no puede dar respuesta a los problemas del siglo xxi. La postfotografía es otra cosa, no tanto porque haya evolucionado la tecnología, sino porque responde a un contexto completamente diferente. ¿Para qué necesitamos las imágenes, hoy? Las necesitamos para decirnos “ya he llegado”, “estoy viniendo”, “mira qué he visto”. La fotografía se ha vuelto voz, palabra.

Con la postfotografía las imágenes son lenguaje.

De hecho, esta condición lingüística de la imagen siempre ha existido, pero hasta ahora no la habíamos utilizado. La imagen estaba reservada a ciertas minorías de profesionales, a los artistas y a los fotógrafos. La revolución es que ahora todo el mundo puede servirse de la imagen sin haberse formado ni tener que recurrir a tecnologías costosas. De un modo muy intuitivo, muy espontáneo, todo el mundo puede sacar el móvil, hacer una fotografía y enviarla dando a esta imagen un determinado significado de comunicación.

Foto: Pere Virgili

Joan Fontcuberta.
Foto: Pere Virgili

Usted dice que esta democratización de la fotografía es especialmente importante para las mujeres.

El hecho de que hoy todos seamos homo photographicus y nos hagamos fotos sin ningún tipo de impedimento significa que, por primera vez en la historia, podemos gestionar nuestra propia imagen. Y esto es particularmente importante para las mujeres porque tiene un potencial de construcción de identidad, después de una larga tradición de mirada masculina que les ha modelado cierto cliché sexual, erotizado y cosificado. Por primera vez no hay que recurrir a una elite masculina, sino que cada mujer puede gestionar y administrar su propia imagen.

Con la tecnología digital, la fotografía también se desmaterializa.

La imagen digital tiene el alma de la fotografía, pero ha perdido la materia. “Materia” viene de mater, por tanto la fotografía ha perdido la madre en la fotografía digital. En la postfotografía la imagen se vuelve mensaje, y por tanto pulveriza una de las grandes funciones históricas de la fotografía, que era la de memoria. Hoy hacemos una fotografía, la enviamos y la borramos, porque una vez ha llegado a transmitir el contenido que deseábamos no tiene ningún sentido preservarla. Antes, cuando las imágenes eran bienes preciados y escasos, este deber de memoria era inherente a la imagen fotográfica, pero hoy en día solo es una opción. Antes la memoria era una obsesión, ahora es una opción.

Trauma, uno de sus últimos proyectos, utiliza imágenes borradas que consigue en el Archivo Fotográfico de Barcelona.

Para Trauma busco imágenes enfermas, imágenes que tengan algún tipo de patología que las inhabilite para su función primordial, que es transmitir información. En el Archivo Fotográfico de Barcelona guardan imágenes del paisaje urbano, de personalidades de la ciudad o de acontecimientos históricos, que están allí porque son el apoyo de unos datos para estudiosos y historiadores. Pero ¿qué pasa cuando estas imágenes pierden la referencia a la realidad y solo queda un poso de manchas y de materia química que no identifica el hecho que originó la fotografía? Se vuelven como fantasmas, y eso es lo que me interesa. Trauma tiene que ver con la memoria que se desvanece, como si las imágenes tuviesen Alzheimer. Curiosamente, he hecho la serie coincidiendo en el tiempo con la muerte de mi padre por Alzheimer.

Una de las paradojas que describe en La furia de las imágenes: notas sobre la postfotografía (Galaxia Gutenberg, 2016) es que la democratización del acceso a la fotografía nos ha llevado a la saturación. Vivimos rodeados de imágenes, las hay por todas partes. En sus ensayos habla de “polución icónica”.

La superproducción actual provoca una inmersión que casi nos ahoga. Por eso digo que las imágenes se han vuelto peligrosas, furiosas, y se requiere una actitud de resistencia por parte de los intelectuales y los artistas. Esta resistencia se puede llevar a cabo de dos modos. Primero, con estrategias de ecología visual, es decir, haciendo solo aquellas imágenes imprescindibles. Tenemos que evitar contribuir a esta polución reutilizando imágenes anteriores, en la medida que den sentido a lo que queremos expresar, sin que necesariamente tengamos que volverlas a repetir, sin ser redundantes. Por tanto, hay que gestionar la abundancia. Pero también, en segundo lugar, es necesaria una reflexión sobre las imágenes que faltan. El hecho de que haya tantísimas imágenes tiene que hacernos poner la atención sobre aquellas que no existen, que han quedado invisibles, que se han censurado o no se han podido hacer. Este es el gran reto del fotógrafo responsable. ¿Qué imágenes faltan, ahora? La sobreabundancia de fotografías también es una forma de censura, porque lleva a que no encontremos lo que necesitamos. La censura tradicional consistía en prohibir una imagen; ahora la censura es darte aquella imagen y diez millones más, a fin de que esa que buscas quede tapada.

Durante el tricentenario inauguró el mural El món neix en cada petó [El mundo nace en cada beso] en la plaza Isidre Nonell de Ciutat Vella, un fotomosaico participativo realizado con cuatro mil imágenes de libertad aportadas por los barceloneses.

El mural del beso es un ejemplo de esta idea de gestionar la abundancia. A partir de miles y miles de fotos ya existentes, intenté sacar partido de su existencia yendo más allá. En esta especie de proyectos participativos el artista, más que hacer música, tiene que actuar como director de orquesta, gestionando la energía de un colectivo y organizando las imágenes para dotarlas de un sentido específico. El mosaico del beso conmemoraba los hechos históricos de 1714 dándoles la vuelta; no buscando el aspecto dramático o luctuoso, sino haciendo tabula rasa y mirando adelante. No buscábamos cañones, sino besos.

¿Cómo lleva que se haya convertido en un espacio tan popular? Hemos llegado a ver el mural del beso incluso en anuncios.

Me fascina lo que ha pasado; estoy muy contento de haber contribuido a incrementar el catálogo de iconos ciudadanos. Es un lugar al que la gente va a rememorar sus vivencias si ha participado en él con una foto, pero que también sirve de telón de fondo para hacerse fotografías, besos, selfis… Cierta guía turística inglesa me pidió imágenes del fotomosaico porque lo ponían como uno de los diez lugares que había que visitar en Barcelona, después de la Sagrada Familia o el campo del Barça. A mí Barcelona me ha dado mucho, y me gusta haber podido devolverle algo en la medida de mis posibilidades.

El espacio público de las ciudades está lleno de esculturas y obras de arte, pero curiosamente no hay muchas fotografías artísticas en la calle. La fotografía comercial, en cambio, sí que es omnipresente.

Es cierto, aquí no hay demasiada obra pública de fotógrafos, con imágenes artísticas en el espacio público. En la calle hay mucha fotografía comercial, pero es una fotografía que no hace pensar a la gente: les hace comprar. En Canadá, adonde voy a menudo porque mi pareja es canadiense, de Quebec, funcionan con la ley del 1 %: cada obra pública tiene que destinar el 1 % del presupuesto a un pedido de arte contemporáneo. Así, en la construcción de hospitales y escuelas se encarga obra a fotógrafos con toda normalidad.

En Barcelona, durante muchos años, si veías a alguien con una cámara al cuello solía ser un turista. Ahora todos llevamos cámara, pero la fotografía turística ha seguido multiplicándose, hasta el punto de que esta es una de las ciudades más fotografiadas del mundo, según los rankings de Flickr o Instagram.

La fotografía turística es un género, pero con toda esta ardorosa afición postfotográfica ya no tendemos a fotografiar el monumento o aquel aspecto de la ciudad que se convierte en un cliché, sino que retratamos nuestra presencia visitándolos. El selfi y el palo de selfi hacen prevaler la constatación de que estamos aquí. En lugar del “eso ha sido” de Roland Barthes, inherente a la fotografía, hoy decimos “yo estaba allí”. Hemos pasado del documento a una autoinscripción a un lugar y un tiempo.

¿El selfi es la metáfora perfecta de esta era postfotográfica?

Es uno de sus signos más visibles. Pero el selfi no es un fenómeno único, es poliédrico porque hay muchos tipos de selfis: celebratorios, documentales, eróticos, de ritual de paso… Pero, para mí, lo que es importante de destacar sobre el selfi es que no se trata de una moda, sino de una categoría de imágenes que quedará establecida, como son las fotografías de boda o las fotografías para los carnets de identidad.

Las redes sociales fotográficas, como Instagram o Snapchat, ¿qué explican de nuestros tiempos?

Antes las fotografías se hacían para el consumo íntimo, eran para nosotros y como mucho las enseñábamos a un círculo reducido de personas. Hoy, por contraposición, la voluntad de la imagen es construir acto social, un elemento de comunicación. Son imágenes que se hacen para poder mostrarlas a todo un grupo genérico de receptores. En la época actual la privacidad no existe, ha pasado a mejor vida. Prácticamente todo es público y todo se comparte. En cuanto al Snapchat, me parece un buen ejemplo para entender la diferencia entre fotografía y postfotografía. Snapchat es la gran metáfora de una fotografía que se hace, cumple su función –transmitir una determinada información– y después desaparece automáticamente. Como los mensajes de Misión: Imposible, “este mensaje se autodestruirá en diez segundos”.

¿Somos una sociedad enganchada a la fotografía?

Venimos de un tiempo en el que las imágenes eran escasas, y ahora que las utilizamos con naturalidad nos puede parecer que nos excedemos. Pero ¿diríamos que nos hemos vuelto adictos a la palabra? Si comparamos nuestra época con épocas anteriores, cuando la gente era iletrada, ¿diríamos que ahora que sabemos escribir nos hemos vuelto adictos a la escritura? Todo depende del uso que hagamos tanto de la escritura como de las imágenes. La masificación per se no es nefasta.

Albert Forns

Periodista y escritor

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