Miquel Barceló recuerda los tiempos pasados en la Barcelona de hace cuarenta años como una época muy vital y efervescente. Consciente de que el mundo del arte ya no tiene un solo centro como años atrás, no pretende llegar a todas partes: un pintor no puede ser como la Coca-Cola, afirma, que aspira a conquistar todos los mercados.
Para Miquel Barceló (Felanitx, 1957), el arte es un territorio inmenso que hay que explorar y conquistar entero. Su obra, presente en museos y galerías de todo el mundo, reconocida con los galardones más prestigiosos y cotizada a precios de vértigo, es de una polivalencia inagotable. Pintura, escultura, grabado, cerámica, acuarela, dibujo, obras de gran formato –la capilla de Sant Pere en la catedral de Mallorca, la cúpula de las Naciones Unidas en Ginebra–, de una envergadura más propia de otros tiempos… Nada le es artísticamente ajeno. Después de muchos años viviendo largas temporadas en Mali, ahora su vida transcurre, sobre todo, entre París y Mallorca. En la isla tiene dos centros de operaciones: una vieja tejería en Vilafranca, donde trabaja el barro y hace cerámica, y su casa de Sa Devesa, en Ferrutx, municipio de Artà, donde vive y tiene el taller de pintura.
Hace ahora treinta años que compraste Sa Devesa. ¿Qué buscabas?
Era la primera vez que había ganado dinero con mis cuadros y quería un buen lugar para trabajar tan lejos de Palma como fuera posible. Buscaba hacerme un mundo con todo lo de Mallorca que más me gusta: tener animales en libertad, espacios para caminar, tener un laúd, poder ir a pescar y a bucear… Yo siempre hago la misma vida: nado, pinto, voy a la tejería, recorro la montaña…
¿Qué ha sido de tus amigos y vecinos de Mali?
Hablo con ellos cada semana y les sigo pagando el sueldo a los que trabajaban conmigo. Alguna vez han venido, pero necesitan más que les envíe dinero para hacer su vida allí que hacer de turista aquí. La desgracia de Mali es que se ha convertido en un lugar muy importante, geoestratégicamente hablando. Hay gas, uranio, petróleo, coltán, y los chinos, los norteamericanos y los europeos se lo disputan. ¡No es tan simple como el cuento de los cuatro islamistas! Eso es una invención americana, lo mismo que Mickey Mouse.
Por temas y estilo, tu obra cada vez es más primigenia. ¿Cada vez te sientes más cerca de los pintores de las cuevas de Chauvet?
Sí, es cierto. Pero también me siento cerca de Tintoretto, Picasso, Pollock… El gran descubrimiento de mis últimos años ha sido Chauvet, sí. Después de contemplar aquellas pinturas, ves la historia del arte con otros ojos y das un cambio absoluto en la manera de hacer las cosas. Uno de los mejores libros de los últimos años es Crónicas. Volumen 1, de Bob Dylan. Explica algo fantástico: cuando tenía cuarenta y cinco años y ya había hecho todo lo que se puede hacer en el mundo del pop y el rock se sentía acabado y tuvo una crisis espiritual. Hasta que un día conoció a un músico negro que le enseñó otra forma de tocar la guitarra, cambiando la posición de los dedos. Dylan explica que ese cambio tan sencillo lo empujó a replantear toda su obra. Tras las pinturas de Chauvet yo me siento igual. Llevo años haciendo lo mismo –elefantes, pulpos, peces, caras…–, pero siempre es diferente y siempre siento que hay que hacerlo. Cuando descubres que treinta mil años atrás había un arte tan vivo, tan empático con el mundo animal, no puedes mirar igual el arte egipcio o el del Renacimiento.
Entre Cadaverina 15 [cajas de materiales orgánicos pudriéndose, de 1976] y la cúpula de Ginebra, parece que hay un salto enorme, tanto humano como artístico.
No creo que haya un salto tan grande. Si amplías las cajas de Cadaverina tienes la cúpula de Ginebra: los puntos de colorines, las formas, los regueros… A medida que vas cumpliendo años aprendes que siempre llevas a cabo las mismas cosas, fatalmente. A mí me gusta hacer siempre cosas nuevas, pero también me gusta cuando me doy cuenta de que estas cosas, en realidad, ya las había hecho antes.
No percibes esta fatalidad como una condena.
No. Fatalidad es aceptar lo que hay y lo que eres. Pintas así porque sencillamente no puedes pintar de otro modo.
¿Uno de los vínculos que une toda tu obra es el poso contracultural en el que te forjaste?
La Mallorca de los setenta y la Barcelona de finales de los setenta y principios de los ochenta vivían momentos muy dinámicos. Yo no padezco de nostalgia –es uno de los pocos malos vicios que no tengo–, pero se vivía una efervescencia especial, entonces. La gente tenía inquietudes, en los bares se leía a Lautréamont: ¿te imaginas a alguien leyendo a Lautréamont en un bar, hoy? Todo era muy vital. Pero luego se fue volviendo estadizo. Además, el mundo en el que me había hecho, el arte conceptual, me empezó a caer lejos. Pintaba cuadros de perros y todo el mundo lo consideraba inaceptable, tanto los artistas conceptuales de Mallorca como los pintores abstractos postminimal de Barcelona. Lo veían como una aberración.
¿Como una aberración antihistórica?
Sí, antihistórica. Recuerdo conversaciones con Tàpies y Broto, y no entendían que volviera a pintar cuadros con perspectiva, con narración… Sin embargo, cuantas más reacciones negativas generaba, más pensaba que tenía razón. Llegó un momento en que mi obra no les gustaba ni a mis amigos cultos ni a los underground; es decir, no le gustaba a nadie. Y yo me sentía solo, sí, pero también sentía que no me equivocaba, que eso era lo que había que hacer. Me ha pasado otras veces, eso de estar en una situación complicada y resistir porque el instinto me dice que lo que hago tiene sentido. Además, a menudo me he encontrado con gente que un día no entendía una obra y al cabo de un año la encontraban fantástica. Ver arte necesita su proceso; es como leer a Mallarmé, el cerebro tiene que hacerlo suyo…
Una particularidad de los setenta y los ochenta es que se quemaban etapas muy pronto.
En los ochenta había un estilo claro, el posmodernismo, y yo estoy contento de haber formado parte de él. Mis cuadros de pintores y de bibliotecas son posmodernos. Ahora lo que hay es un historicismo, una especie de pompier, que me interesa muy poco. La mayoría del arte actual es kitsch. Son obras técnicamente perfectas y con un mensaje muy obvio. Hay una falta absoluta de gesto humano, todo es mecánico. Muchas exposiciones que se han organizado en el Macba estos últimos años parecía que querían convencer a la gente de que la pintura es una disciplina difunta. Hoy el gesto humano está totalmente desprestigiado en arte. Por eso a mí me gusta la arcilla, escribir a mano, dibujar…, porque me gusta el gesto humano, porque las manchas y las huellas de los dedos son parte de una obra, no son suciedad, no son defectos que haya que corregir.
¿Esta predilección por el gesto humano, por el latido de la vida, explica que el mundo anglosajón haya sido más reticente a tu obra?
No lo sé, nunca me lo he planteado así. Yo hago exposiciones cada par de años en los Estados Unidos y parece que funcionan. Además, el mercado del arte contiene muchos mundos; no daría abasto si quisiera llegar a todos. Un pintor no puede ser como la Coca-Cola, que aspira a introducirse en todos los mercados. A mí me gustan los Estados Unidos porque he vivido en Nueva York y tengo amigos allí… Además, el mundo del arte actual ya no es tan piramidal como tiempo atrás; ahora ya no hay un solo centro, sino muchos. Esta teoría de la dificultad de entrar en el mercado anglosajón la explica Michael Damiano en su libro, que me pareció un poco extraño; no lo acabé.
¿Dirías que el cambio constante –de temas, de disciplinas, de generaciones– ha sido uno de los motores de tu obra?
Quizás. Pero los cambios nunca han sido el resultado de plantearme unos retos que sentía que debía superar. Cuando llevo un tiempo realizando una serie de cuadros parecidos, llega un momento en que me paralizo y necesito salir de eso. Quiero ir al taller y que ocurran cosas que no me esperaba. Si sé qué sucederá, malo. Solo me salen cosas buenas si me sorprendo. Buscar lo diferente es mi gasolina.
¿Te dedicas tan intensamente a un tema o a una disciplina que te saturas a ti mismo?
Sí. Ahora estoy intentando elaborar cerámicas con colores, que es lo contrario de lo que había hecho, que era trabajar el barro desnudo, con colores solo del Neolítico. Estos colorines serán como un experimento de alquimia.
Los que te conocen dicen que la fama la has llevado siempre bien. ¿A qué lo atribuyes?
¿Qué quiere decir llevarla bien?
Seguir trabajando tanto como siempre, para empezar.
Sí, pero es que mi objetivo siempre ha sido trabajar. Cuando empecé en el arte, en la Mallorca de los setenta, no se me presentaba ninguna perspectiva de éxito. Ninguna. Pero siempre vi muy claro que nunca tendría otro trabajo aparte del de artista. Era muy radical en eso.
¿Has percibido alguna vez el éxito y la fama como una amenaza para tu arte?
Alguna vez. Por eso me fui a África, porque la vida que llevaba, una especie de histeria de sexo, drogas, rock’n’roll y dinero, veía que me conducía hacia la esterilidad o la muerte física. De joven participé en la ocupación de Sa Dragonera y me quedé unas semanas trabajando en la isla, en parte para huir de la rutina que llevaba en Palma y que tampoco me convenía. Ir a África fue lo mismo, pero en radical. A la larga vivir en África cambió mi manera de vivir y ver el mundo. Es un lugar muy jodido. Incluso es un mérito haber sobrevivido a él, porque es muy fácil morir allí.
Esta ascesis vital salvadora de África te reordenó las prioridades, ¿verdad?
En África todo lo ves como si tuvieras cien años. La fragilidad es tan obvia que todo pierde importancia. Montar una exposición o el nacimiento de un hijo son cosas que vistas desde aquí parecen sagradas, pero desde allí no lo son tanto.
Crear en un mundo tan sobresaturado de información, especialmente audiovisual, ¿te condiciona como artista?
No sé si me condiciona. Vivo en el campo. No tengo televisión, por internet casi solo miro el fútbol y leo los periódicos y, por tanto, no estoy sometido a un bombardeo constante. Cada vez soy más selectivo con lo que veo.
¿Y cómo crees que te condiciona la manera como los espectadores consideran tu obra? ¿Piensas en ello?
Sí, y también pienso si tiene sentido continuar añadiendo cosas al mundo. Sobre esto discutíamos a menudo con mis amigos poetas. Yo continuamente necesito contenedores y almacenes para guardar mi obra, porque es muy pesado todo lo que hago. Pero, bueno, lo importante es responsabilizarte. Yo me hago cargo de todas las obras que pongo en el mundo. Con respecto a la percepción que tiene la gente de ellas, se trata de esperar a que las cosas se aclaren.
¿Realmente se aclararán? Hay tanta sobresaturación…
Sí. Las obras de arte siempre acaban siendo evidentes por su propio poder como tales. Crear es hacer apuestas con el tiempo y el mundo. Aquí el mercado no pinta nada. En el arte, a la larga, todo es evidente.
Que, en una exposición, los espectadores se queden solo unos segundos ante cada obra, ¿cómo te hace sentir?
Siempre los hay que vuelven y pasan horas ante algunos cuadros. Los artistas tenemos pocos espectadores buenos, pero tampoco hacen falta muchos. Son muy pocas las personas con quienes discuto mi obra, y la cifra no ha crecido con los años, aunque lo hayan hecho las colas para asistir a mis exposiciones.
Mientras el arte contemporáneo es una carrera hacia la novedad llamativa, tú parece que aspiras a ser moderno siendo antiguo.
Es un modo de decirlo, pero no sé si es tanto ser antiguo… La modernidad no es la herramienta ni el objetivo del arte. Además, ¿dónde está la modernidad? Yo recuerdo cuando lo moderno eran los vídeos, y no por la obra, sino por el medio: como estaba grabado en vídeo, la obra automáticamente ya era moderna. ¿Hay algo más antiguo que eso? Y eso no quita que me gusten mucho los vídeos de Bruce Nauman, pero también me gustan sus obras en cera, barro o tinta. Que una obra esté en un formato o en otro da igual. Ahora se confunde mucho el medio con el mensaje. Eso también es antiguo: en los sesenta, McLuhan ya lo decía.
Tanto tú como tu obra habéis generado mucha bibliografía. ¿Dirías que ayuda a entender mejor quién eres y qué haces?
La mayoría de lo que se escribe y se ha escrito es absolutamente prescindible, por desgracia. La relación con escritores es interesante cuando es creativa para ambas partes. Entre los estudios sobre mi obra, sí que tal vez hay piezas interesantes: el libro de Dore Ashton, por ejemplo. Aunque yo todo eso no lo leo mucho. Ahora Vila-Matas ha escrito algo sobre mí y lo he leído en diagonal; prefiero alguna de sus buenas novelas. Una cosa que hace todo el mundo pero yo todavía no es buscar su propio nombre en Google. Y no es por arrogancia, es que me aburre. A mí me gustaba leer a Hervé Guibert cuando escribía una novela y hablaba sobre mí, pero porque era ficción, divertido y vital.
Cuando creas una obra, ¿debe ser buena por ella misma o basta con que lo sea en diálogo con otras obras tuyas?
Siempre veo la relación que tiene con mis otras obras, porque todo está conectado. Pero cada obra es independiente. Lo importante es saber ver si es buena o no. En el pasado destruí alguna obra y, después, me arrepentí. Un día pinté dos o tres pingüinos borrachos bajo la lluvia de París. Era un cuadro muy raro, muy grande, que estuve pintando durante siete u ocho horas y, en el último momento, con la última gota de energía que me quedaba, lo borré. Justo después de haberlo borrado, ya pensé que me había equivocado. No sé por qué lo borré, fue como si el gesto de borrarlo formara parte de la misma obra.
Tu vida y tu obra parecen el resultado de una mezcla infalible entre el cálculo y el instinto.
¿No era Braque quien decía que el arte es la razón corregida por la emoción? Antes trabajaba escuchando música a todo volumen y ahora escucho audionovelas. Tomo a Flaubert, Stendhal o Maupassant –la literatura francesa del XIX me gusta mucho– y me los pongo a doble velocidad. Escuchar novelas no solo no afecta a la obra, sino que me ayuda a pintar.
¿Mantienes ocupada la parte racional con las audionovelas y eso permite a la parte irracional pintar sin corsés?
No sé si es tan simple como separar racional e irracional. El pensamiento es antes y después de la obra, no es nunca durante. Si pensara lo que tengo que hacer, nunca llevaría a cabo nada de lo que hago.
Quizás la pregunta te parezca prematura, pero ¿te has planteado ya qué harás con tu legado artístico?
Sí. Seguramente tendré que acabar constituyendo una fundación, pero no me quiero encargar yo personalmente. Tengo mucha obra: mil cuadernos de dibujos y de escritos, muchos cuadros, esculturas, grabados, acuarelas… Hace algún tiempo, con un amigo notario, dejé claras mis intenciones. Tengo dos hijos ya mayores, y quiero que vivan sus vidas, no que no las pierdan ocupándose de la mía. No quiero condenarlos a hacer de marchantes o a ser víctimas de marchantes. Sí que quiero dejar la obra preservada, pero no me seduce ponerme a levantar mi propio mausoleo. Me gustaría que se encargara otra gente. En Mallorca, en Felanitx, estaría bien, pero las instituciones me merecen poca confianza, y además son tan efímeras….