Baños de mar

Baños de mar

Baños de mar

Paco Villar

Ayuntamiento de Barcelona

Barcelona, 2011

214 páginas

Paco Villar comenzó en 1989 a indagar en las historias de Barcelona con sus reportajes de El Periódico sobre el casino de l’Arrabassada, la Avenida de la Luz, el Café de Marsella y su leyenda de absenta, o los viejos cafés. La simiente periodística fructificó durante una década en una obra de referencia: Historia y leyenda del Barrio Chino. Investigador concienzudo, Villar dedicó otros diez años a La ciudad de los cafés (1750-1880), primera entrega sobre las humeantes ágoras de la socialización ciudadana.

Nuestro cronista evoca en Baños de mar la mañana del 22 de noviembre de 1990: la piqueta pulverizó los baños de Sant Miquel, último refugio de la memoria balnearia. Antes de los baños de Sant Miquel habían “caído” sus antiguos competidores. En los Orientales, una treintena de mujeres se aferraron a las rejas, pero la policía las desalojó sin contemplaciones… No era un día propicio para el baño. Amenazaba lluvia y mientras las máquinas arrasaban El Astillero y los dos restaurantes contiguos, sobrevino un aguacero que dejó tras de sí un paisaje de silencio y cascotes encharcados.

La batalla por la playa había comenzado a finales del siglo XVIII, cuando los higienistas rompieron con el diktat puritano de que los baños de agua de mar eran perniciosos para la salud física y, sobre todo, moral. Los jóvenes trabajadores de las indianas, la mayoría oriundos del Maresme, empezaron a bañarse en la pequeña cala de L’Olla junto al paseo de la Llanterna y en la playa de Sant Bertran, desde Santa Madrona hasta la falda de Montjuïc. Ese fue el enclave, en 1800, del primer establecimiento público. Cinco años después, el gobernador de Barcelona, marqués de Vallesantoro, autorizaba el baño a las mujeres, limitado a los pies y tobillos, “sin que se les permita otra desnudez por el escándalo que ocasionarían”.

El problemático equilibrio entre rito social y moral dominante regirá los baños de una ciudad cada vez más consciente de su condición mediterránea. Entre lo apolíneo y lo dionisiaco, los barceloneses optan por lo segundo. A mediados del siglo XIX, revistas como Un Tros de Paper, Barcelona Cómica, Lo Nunci o La Tomasa ilustran portadas con escenas de playa: orondas bañistas embutidas en una parafernalia textil. Las ordenanzas municipales de 1857 contemplan los hábitos balnearios y la Barceloneta se impone a Sant Bertran: la ampliación del puerto y la construcción de la escollera acaban con aquella primitiva playa.

El último tercio del XIX es la eclosión acuática: abren los Orientales, La Deliciosa o El Astillero y se popularizan las guías higienistas, como la del doctor Bataller, “para tomar con provecho los baños de mar”. El nuevo siglo supone el despliegue deportivo –regatas, remo, vela, natación– y la fundación en 1907 del Club Natació Barcelona. El fin de la belle époque da alas a la funcionalidad del maillot femenino, y la inauguración en 1928 de los baños de Sant Sebastià hace realidad la vieja aspiración de contar con un centro balneario de categoría. La playa era una realidad social aunque, en 1930, la prohibición de “La Reina dels Banys de Barcelona” que patrocinaba el semanario Imatges truncaba la proyección de la playa de Sant Sebastià en Deauville. Para Josep Maria Planes, el concurso nonato había prestado un gran servicio: “Exponer a la luz del día cómo una minoría grotescamente medieval regía todavía los destinos de una capital que acababa de hacer una Exposición que había suscitado la admiración mundial”. Los Baños de mar, de Paco Villar, aportan una faceta más a la biografía de una ciudad que, si ayer transitaba cual funámbulo entre el cosmopolitismo y la tradición, hoy posee un movimiento pendular que discurre en precario equilibrio entre señas de identidad y ese progresismo políticamente correcto que promociona la turística marca Barcelona.

Sergi Doria

Periodista

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