Vidas privadas de la Barcelona burguesa

Llibre vides privades

Vidas privadas de la Barcelona burguesa

Lluís Permanyer

Angle Editorial

Barcelona, 2011

272 páginas

En una de las más de doscientas instantáneas reunidas en Vidas privadas de la Barcelona burguesa, el famoso retratista Pau Audouard muestra al industrial del chocolate y también excelente fotógrafo Antoni Amatller comiendo con su hija Teresa, mientras una doncella les sirve y otra contempla la escena, en el suntuoso comedor de la casa del Passeig de Gràcia que lleva el nombre de la familia y la firma de Puig i Cadafalch. En una segunda foto los mismos protagonistas son transportados por el desierto egipcio durante un viaje de placer que solo ellos y unos pocos podían permitirse.

Las imágenes, rescatadas de archivos particulares, nos revelan cómo la gente de buena familia, por más que se implicase política y socialmente en el día a día, vivía su propia cotidianidad con un fuerte sentido de clase. Probablemente esto se acentuó aún más con la demolición de las murallas: si ya había una distancia mental con respecto a quienes pasaban penurias, ahora se sumaría una distancia física. La burguesía no era quien más había sufrido la asfixia de residir en una de las ciudades más densas y a la vez insalubres de Europa; con todo, tiró del carro, interesada, cómo no, en sacar réditos. Tenía ante sí 200.000 hectáreas o, lo que es lo mismo, una nueva ciudad que la recibiría con los brazos abiertos. Era una oportunidad demasiado tentadora para dejarla escapar.

El resultado se explica en este volumen, amable de principio a fin, y que nos descubre intimidades, costumbres muy arraigadas, algunas excentricidades y presencias inesperadas (¡no me digan que ver a Pau Casals con un puro en una mano y una raqueta en la otra no es una rareza!).

En otro libro reciente, publicado con motivo del 150 aniversario del Plan Cerdà, Lluís Permanyer no se había mordido la lengua a la hora de juzgar el papel que desempeñó la burguesía durante el proceso de selección del proyecto para el Eixample. Había recibido la propuesta del ingeniero con absoluto menosprecio, aduciendo razones estéticas y urbanísticas que rozaban en algunos casos el absurdo. Pero, en realidad, lo que más le preocupaba era que el igualitarismo que propugnaba un socialista utópico como Ildefons Cerdà, decidido a priorizar la calidad de vida de los ciudadanos sin distinciones, pusiese en peligro sus ansias especuladoras.

Cuando Vidas privadas de la Barcelona burguesa toma el relevo, ya nadie discute una reforma que, pese a no haber tenido en cuenta las ideas más visionarias de Cerdà, por lo menos había sabido preservar una de las bondades del territorio: aquello no era ni sería nunca la Bonanova. Se construyeron mansiones y palacetes junto a modestas viviendas de alquiler, algunas industrias y numerosos comercios. La interacción entre ciudadanos desiguales era inevitable, lo que alimentó, sin duda, los deseos de presumir de un espacio celosamente reservado a amigos y parientes: la casa. A ello contribuyó el Modernismo, que daba pie a hacer gala de los flamantes edificios decorados según la tendencia emergente. Permanyer pone como ejemplo la tribuna o mirador, un invento arquitectónico perfecto para observar y ser observado, y la portería o vestíbulo, cargado de detalles hasta la desmesura y, qué coincidencia, último espacio en el que se permitía al intruso curiosear.

Si el Eixample (como la Rambla), sus avenidas y las pomposas fachadas firmadas por afamados profesionales fueron idóneos para que la burguesía se proyectase públicamente y actuase como tal (si era preciso, pasando al castellano en conversaciones de calle, o luciendo a la amante en la ópera), el ámbito privado pasaría a ser al mismo tiempo el mejor escenario para poner en práctica los rituales propios de sus obligaciones de clase (contratar nodrizas, recibir visitas en el salón o tener un piano, que no quería decir tocarlo) y su moral religiosa (enviar a la tía de carabina para tener controlados a los hijos o invitar a un pobre a comer a casa el día de Navidad).

De puertas adentro, imperaban, pues, las formas, aunque en muchos hogares se concedían licencias. Por simple diversión los señores y las señoras se prestaban a actuar en representaciones teatrales solo aptas para la familia y las amistades, y organizaban a menudo bailes de disfraces o sesiones de espiritismo. Pero más que saber qué encontrarían en el más allá, lo que les les preocupaba era si conservarían el estatus. Tanto es así que La Vanguardia, como recuerda Permanyer, se convirtió en el diario “en el que estaba obligado morirse”: las esquelas, cuanto más grandes mejor, pasaron a ocupar durante años las primeras páginas del rotativo, relegando a la quinta o a la séptima las verdaderas noticias de portada.

Marc Piquer

Periodista

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