El diablo no tiene puente

Los puentes privados se cuentan entre los más antiguos de Barcelona, pero también hay dos modernos y bien conocidos: el falso gótico de la calle del Bisbe y el “de la vergüenza”, en Egipcíaques. Aunque el diablo no tiene puente dedicado.

© Andreu

Barcelona no tiene río, pero puentes, de sobra. El de Marina, el de Mülhberg, el de la Foixarda, entre algunos de los que se mantienen hoy. Puente de la Riera de Horta, puente “dels Àngels”, el del Esparver, por mencionar tres que existían en el siglo xx. Y aún más: en Sant Martí había una zona conocida como el barrio del Pont, y al parque de la Nova Icària se le llama el “parc dels Ponts”.

Un puente es una construcción levantada sobre una depresión o un obstáculo río, barranco, tren que sirve para pasar de un lado a otro. Un puente hace feliz. Siempre es beneficioso véase el juego de la oca, véase el calendario. Además, un puente tiene un punto de magia y de maravilla. Ir de aquí a allá sin embarrarse, ni tener que bajar, subir y sudar, todo recto, y ya estamos al otro lado. Un puente une lo que está separado, y quien roba un coche, hará un puente para hacer contacto y ponerlo en marcha. No es extraño que algunos puentes sean llamados “del Diablo”, porque todo puente rehace la naturaleza; incluso alguien ha dicho que altera la creación divina. Puente del Diablo, leyendas, pero de esta aparición del demonio algo ha quedado en el habla y en el mundo de los puentes. Se dice “salvar un río”, donde salvar vale por evitar un obstáculo, vencer una dificultad; sin embargo, la primera acepción de salvar es preservar de la muerte: la salvación; es decir, alejarse del mal, del diablo.

En Barcelona no hay puentes del Diablo, y hoy son pocos los que salvan accidentes geográficos. Los que más, vías ferroviarias y, sobre todo, cinturones, vías rápidas, autopistas. Los de Barcelona son puentes de la revolución industrial; de la modernidad. No siempre ha sido así. Cuando no existían trenes ni coches, la geografía era mucho más evidente. Mostraba que Barcelona está en un plano inclinado, encajado entre la sierra de Collserola y el mar, y limitado por dos ríos. Eso y la serie de colinas (Rovira, Peira, Creueta, Carmel, Putxet y Monterols) hacen que el desnivel, en algunos lugares, sea muy pronunciado. Para salvarlo, hete aquí el viaducto de Vallcarca, con el vecino puente de la plaza de Mons, que cubren dos ramales de la riera de Vallcarca; o los puentes de Reina Elisenda, por encima de J. V. Foix y Duquessa d’Orleans, por donde transcurría la riera de Sarrià. Rieras desaparecidas, porque han sido soterradas y canalizadas hacia la red de alcantarillado. Y lo que antes era del agua, ahora es terreno para coches y personas.

© Josep Domínguez / AFB
El puente de Marina durante su construcción, en una fecha imprecisa entre 1930 y 1932.

La mayoría de los puentes que dialogan y resuelven problemas de la geografía física tienen una orientación concreta. Paralelos a Collserola y a las colinas, para permitir el paso entre las aguas que bajaban hacia mar. Otra orientación tienen los del tren, perpendicular. La línea férrea que atraviesa Barcelona era un problema y un peligro. Más que el ruido y el humo, la zanja, una nueva y terrible frontera que se impuso con la industrialización. Separó calles, barrios, espacios de vida hasta entonces unidos. Para solucionarlo se construyeron algunos puentes. Pocos, todo sea dicho. En la calle de Alcolea, en la del Nord (hoy Galileu), en Sants. El del Mico, en Aragó-Casanova. Y en el lado de levante, los puentes de Marina, de Espronceda, del Treball y de la Maquinista. Pocos puentes y algunos pasos a nivel, siempre más económicos. Y ya se sabe que lo barato siempre acaba saliendo caro. Cuando menos, en vidas humanas.

Los puentes salvan torrentes, playas de raíles, incluso el mar, como el de la Porta de Europa un puente basculante que comunica el muelle de Ponent y el Adossat, y, a veces, también salvan calles. Son puentes particulares. Como todos los puentes, hacen la vida más fácil; en este caso, solo para unos, porque son puentes privados. Algunos de los de este tipo son de los más antiguos de la ciudad. En la calle de Carabassa hay dos. Unían las casas de un lado con los jardines del otro. Parece ser que son del siglo xviii. Igual función debió de tener el que se encuentra en la calle de los Ocells. El de La Mercè y el de Sant Pere son barrios muy ahogados. Calles estrechas y solares reducidos. Quien podía compraba el de delante, para tener un huerto, un jardín. A un lado, la vivienda; al otro, un pedazo de cielo, un rincón de paraíso.

© Dani Codina
El puentede hierro y cristal del pasaje Bacardí.

Otro puente particular, de hierro y cristal, es el que se encuentra en el pasaje de Bacardí. Mientras que los de Carabassa y Ocells son puentes descubiertos, el de Bacardí no. Este es uno de los elementos que lo hacen singular: un puente cubierto en un espacio cubierto, como lo es este pasaje. El otro elemento es que en los cristales había pintados unos paisajes tropicales. El puente todavía existe, pero de la decoración antillana no queda nada de nada.

De los puentes privados, los más comunes son los que comunican dependencias de edificios institucionales. El puente de la calle del Bisbe, que une el Palacio de la Generalitat con las casas de los canónigos, quizás es el más conocido. Es obra de Joan Rubió Bellver; se inauguró en 1928, en aquellos años de delirio en los que, derribando por aquí, trasladando edificios por allá, se inventaba un barrio Gòtic. Por pretencioso, con un gótico sobrecargado, el puente no gustó a casi nadie, y fue motivo de todo tipo de burlas. Ricard Opisso hizo una serie de cuatro dibujos en donde apuntaba el ridículo de aquella construcción. Ahora es uno de los elementos más fotografiados de Barcelona. Si la Generalitat tiene un puente, el Ayuntamiento no podía ser menos y también tiene el suyo. Es más discreto y está más escondido. Pasa por la calle de la Font de Sant Miquel, y une el edificio antiguo con el de la plaza de Sant Miquel.

© AFB
El puente de Santa Maria, que unía la basílica de Santa Maria y el palacio real, y que perduró parcialmente hasta la década de los ochenta del siglo pasado, en una imagen de principios del mismo siglo.

El puente de Santa Maria

Los puentes particulares aíslan de la gente; se pasa por encima de la calle, por encima de las personas. Son el emblema de una manera de vivir. Es el caso de la nobleza. En el Pla de Palau, ante la Llotja, había un edificio gótico, remodelado una y otra vez, propiedad de la ciudad, que en 1654 Felipe IV se hizo suyo. El monarca decidió que sería la residencia de los virreyes. Con los Borbones, y hasta 1844, fue la de los capitanes generales y, desde entonces, palacio real, para alojar a Sus Majestades cuando tenían la ocurrencia de visitar la capital de Cataluña, hasta que el día de Navidad de 1875 se quemó y no quedó nada. O casi nada. Lo que se salvó fue el puente.

Había mandado construirlo en 1700 el virrey, príncipe de Darmstadt. Era un puente cubierto que salía del palacio, discurría por la calle del Malcuinat y seguía por el Fossar de les Moreres y la calle de Santa Maria hasta llegar al templo, a la altura de una espaciosa tribuna, en el lado de la epístola. El puente fue derribado en el año 1823 por acuerdo del Ayuntamiento y vuelto a construir en 1827, cuando se dio vuelta a la tortilla. Duró bastantes años. Todavía puede verse en fotografías de los años ochenta del siglo xx, y en alguna colección particular. Fue una de las primeras pinturas de Santiago Rusiñol: Façana lateral de Santa Maria del Mar, des del passeig del Born (1887).

De hecho, el puente de Santa Maria no era ninguna construcción singular, sino que seguía una tradición. En la catedral había un puente que unía el palacio real con la seo. Se aprecian los restos en la fachada de la plaza de Sant Iu. El puente es de los tiempos de Martín el Humano, rey gordo y devoto. Como le costaba moverse, el cabildo permitió esa construcción para ahorrarle al monarca el ahogo y la fatiga de las escaleras. Fue derribado “en nuestros días”, escribe Pi i Arimon en 1854. Otro puente eclesiástico es el de la parroquia de Sant Martí de Provençals, que une el templo con la rectoría y tiene el aspecto de una obra defensiva.

Puentes en la Generalitat, en el Ayuntamiento, en la Iglesia, puentes, también, en edificios de la Administración del Estado. En la parte posterior del edificio de Correos, en la calle de Àngel Baixeras, hay otro puente particular, construido al mismo tiempo que el edificio (1926-1927) y que comunica dos áreas administrativas. No muy lejos de allí, en la calle de Ocata, hay otro puente, de menor altura y más corto, y une dos edificios de la estación de Francia: un modo de recordarnos que muchos de los puentes de Barcelona se hicieron para salvar las vías del tren.

© Dani Codina
El puente que, desde la sede del CSIC, se levantó hacia el “territorio enemigo” del Instituto de Estudios Catalanes.

El puente de la vergüenza

El de Egipcíaques es otro puente particular, y de triste memoria. Va desde la sede regional del Consejo Superior de Investigaciones Científicas a la del Instituto de Estudios Catalanes: testimonia la ocupación franquista de Cataluña. Por un decreto datado en Burgos en 1938 se fundó el Instituto de España, que, al cabo de un año, se transformó en el CSIC. Como toda institución creada en tiempos de guerra, arrambló con todo lo que pudo: la obra y las dependencias y las propiedades de la Junta para Ampliación de Estudios y, en Cataluña, las del Instituto de Estudios Catalanes. En 1942 llegó a Barcelona. Ocupava pisos del Portal de l’Àngel y la Via Laietana, hasta que en los años 1952-1954 se le construyó un edificio descomunal, obra de Alfons Florensa, en la calle de las Egipcíaques y, en medio, un puente: la avanzadilla para ocupar el terreno del enemigo. Es el puente de la vergüenza y todavía existe.

Hay más puentes; son alegres y divertidos. En los parques que se han diseñado en los últimos años es habitual encontrar un puente; en los jardines Joan Reventós, en los de Can Altamira y en el parque de la Pegaso hay más de dos y de cuatro. Son puentes decorativos que muestran hasta qué punto está aún arraigada en este país la estética del pesebrismo.

Joan de Déu Domènech

Historiador

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