Retos educativos en el camino del futuro

El progreso tecnológico es bueno y ha venido para quedarse, pero no lo deberíamos aceptar como dominador de nuestras vidas, como una finalidad en sí misma, descontrolada y carente de principios éticos. 

© Ana Yael Zareceansky

La sociedad occidental, a partir de la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, se ha instalado con ritmos y estilos diferentes en una concepción educativa con algunos principios y objetivos básicos: cognitivismo racionalista con una baja apreciación de los componentes emocionales de la personalidad; humanismo de raíz grecolatina –cada día más debilitado– y ciencia positiva y tecnología –cada día más poderosos– como objetivos principales del aprendizaje; la orientación eticopolítica hacia los valores de una ciudadanía democrática, pero con inseguridad de aplicación curricular y extracurricular; el predominio de una concepción social orientada teóricamente, pero de coherencia insuficiente en la práctica hacia la igualdad de oportunidades; y la expectativa predominante entre estudiantes y familias de ocupación laboral y éxito profesional.

Nos preguntamos si estos principios y objetivos educativos, que parecen aún bien instalados, continuarían iguales en el nuevo contexto de globalización, que está resultando un verdadero cambio de época. Este cambio puede resumirse, sin un afán exhaustivo, en los siguientes ítems: la creciente liquidez cultural o inestabilidad de los valores; la ruptura de los marcos de referencia en los órdenes religioso, social y político; el debilitamiento de los vínculos comunitarios derivado del creciente individualismo asociado al pensamiento neoliberal hegemónico; el grave descrédito de la política institucional y democrática por su subordinación creciente a las finanzas; el predominio creciente de avalanchas informativas desde múltiples fuentes, hasta extremos de auténtico desbordamiento de la capacidad reflexiva, selectiva y crítica; las formas comunicativas digitalizadas, audiovisuales y espectacularistas, con una marginación progresiva de las formas discursivas de base lingüística y conceptual; y la vivencia temporal cada día más obsesivamente presentista, despreciativa del pasado y depredadora de los recursos del futuro.

¿Cómo influye todo esto en la educación? En apariencia, poco, porque los sistemas educativos parecen vivir al margen de ello, instalados con inercia en sus prácticas habituales de muchas décadas atrás. Pero en verdad, mucho, porque hacen cada día más difícil el proceso educativo y probablemente lo amenazan de progresiva inutilidad en el nuevo contexto. Lo hacen más difícil porque factores como la liquidez cultural, la ruptura de marcos de referencia o el individualismo creciente atentan contra la necesidad de una buena socialización más cooperativa que competitiva y de una orientación coherente del crecimiento y la existencia personal. O, desde otro punto de vista, el descrédito grave de la política institucional y democrática pone en riesgo el sentido necesario de participación en la vida pública, de compromiso de ciudadanía. Y, desde el punto de vista de la estructura y la funcionalidad cognitiva, el invasivo audiovisualismo espectacularista –que nos hace pasar de Homo sapiens a Homo videns, según Sartori– y la digitalización universal no facilitan, sino que reducen, la capacidad comprensiva y expresiva del lenguaje natural y de su posterior uso eficaz para la comunicación competente en, al menos, dos terrenos socialmente relevantes: la ciencia y la política.

Noticias recientes informan de que el crecimiento cerebral del ser humano se ha acelerado en los últimos dos siglos, gracias a la escolarización creciente y al progreso sociocultural, hasta pesar unos cien gramos más que los mil trescientos que pesaba de media desde milenios atrás. Estas noticias advierten también de que el actual uso sistemático de herramientas, tanto hard como soft, que acaban actuando como prótesis cerebrales externas –calculadoras, informática y telemática, GPS, etcétera– pueden frenar la evolución cerebral por la menor autoexigencia de abstracción, de memoria y de agilidad operativa. No es preciso caer en el biologismo para reconocer que nuestra capacidad mental tiene una base cerebral determinante. Aunque podríamos optar por permanecer como especie en un cierto “crecimiento cero” cerebral y delegando el crecimiento en las mismas prótesis inteligentes, debemos reflexionar sobre  si ello es aceptable humana y socialmente. Porque estos caminos, en opinión del autor del rompedor ensayo Sapiens. Una breve historia de la humanidad, Yuval Noah Harari, es probable que lleven a la creación de humanos más poderosos y más inteligentes que nosotros por la ciencia, y que el Homo sapiens sea sustituido por estos seres. Prevé que los humanos y los ordenadores se fusionen en cíborgs y que con la implantación de chips en el cerebro podamos consultar internet con la mente; lo cual, no obstante, considera obvio que no será posible para todo el mundo y se crearán, por tanto, auténticas castas biológicas donde por primera vez en la historia los ricos serán “realmente mejores” (!) que los pobres.

El reto es, pues, de primera magnitud; y lo es sobre todo en dos terrenos principales: un reto democrático, por el posible derrumbe, quién sabe si irreversible, del principio de igualdad entre los humanos, hoy ya bastante afectado por la evolución de la crisis; y un reto educativo, porque cuestiona ya desde ahora las bases de la formación personal: si las personas no son igualmente bien educadas para comprender su dignidad y sus derechos y deberes éticos, cívicos y democráticos, si no se las forma para empoderarlas cognitiva y socialmente como partícipes y responsables en la misma medida del progreso humano, el proyecto educativo mínimamente igualitario de los últimos siglos hijos de la Ilustración se desintegrará en manos de una multitud de iniciativas previsiblemente más privadas que públicas, más mercantiles y tecnocráticas que humanísticas y sociales, y más competitivas que cooperativas. Y todo ello acabará reforzando las desigualdades y generando ciudades y sociedades carentes de cohesión, muy divididas y excluyentes de grandes sectores sociales, y por eso mismo situadas en la pendiente de tensiones internas y violencias potenciales.

Los valores educativos y democráticos, en peligro

El riesgo del debilitamiento de nuestros valores educativos y de ciudadanía democrática es, pues, enorme: es un camino de futuro escarpado e incierto. Si no socializamos las tecnologías en vez de tecnificar la sociedad, las dificultades apuntadas se consolidarán. El progreso tecnológico es obviamente bueno y ha venido para quedarse, pero no lo deberíamos aceptar como dominador de nuestras vidas, sino como lo que es, un auxiliar, un instrumento, y nunca una finalidad en sí misma, descontrolada y carente de unos mínimos principios éticos, que no son sino principios de preservación y mejora de la condición humana.

La educación, entendida integralmente –la formal, la no formal y la informal– está llamada a tener un papel determinante: o se convierte en protagonista democrática y guía del crecimiento humano, social y tecnológico, o se convertirá en una esclava de las peores pulsiones individualistas, competitivas, tecnocráticas y autoritarias. Tiene que ser una educación democrática en tanto que igualitaria; ética en tanto que libre y responsable; científica en tanto que racional y metódica; humanística en tanto que crítica, lingüísticamente competente y culta; y sensible en tanto que capaz de reconocer el valor de las emociones e integrarlas en una vida personal plena. Todo ello no solo no niega ningún progreso, sino que garantiza su calidad humana, democrática y cívica.

Joan Manuel del Pozo

Profesor de filosofía de la Universidad de Girona

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