¿‘Smart cities’ sin futuro?

Este artículo es claramente provocativo. Subrayar los riesgos de las smart cities no supone en ningún caso una enmienda a la totalidad, sino que es un intento de llamar la atención sobre algunas de las disfunciones ya evidentes en la aplicación en el ámbito urbano de tecnologías y procesos “inteligentes”.

© Oriol Malet

Algunos recordarán que hace unos años el concepto en boga era el de las ciudades sostenibles. Después vino el crecimiento “inteligente” (smart growth). Y, ya entonces, un artículo en el Journal of Planning Literature destacaba cómo estos términos, a medida que iban ganando aceptación, parecían también perder todo contenido. Palabras vacías.

Con las smart cities parece que sucede lo mismo. La cantidad de iniciativas que hoy son “inteligentes” es tan variada que se hace difícil extraer coherencia de ellas. ¿Qué tienen en común, por ejemplo, los edificios sostenibles, los certificados de excelencia turística, los sensores en las farolas, los hoteles que prestan bicicletas eléctricas, el e-government y los centros de gestión de residuos? Todos estos ejemplos aparecen en la guía Barcelona Smart City Tour, editada por el Ayuntamiento, poniendo sobre la mesa que, en cuestión de smart cities, el branding urbano a menudo se impone a los conceptos que quiere describir. Mientras que cualquier iniciativa pública urbana requiere de una buena identificación y una buena comprensión de los retos del presente y de las posibilidades del futuro, el marketing, que parece ser la fuerza motriz de gran parte del discurso en torno a las ciudades inteligentes, no se caracteriza por tener esta capacidad de análisis y planificación. Se acumulan así los ingredientes para una mala receta. El continente, el envoltorio, se impone al contenido.

El momento actual de las ciudades inteligentes permite ya dibujar algunos escenarios probables. Por una parte, porque ya sabemos que el Mobile World Congress y la Smart City Expo no se celebrarán en Barcelona eternamente, y eso requerirá de la existencia de una estrategia smart desvinculada de los grandes acontecimientos. Por otra, porque contamos con proyectos fallidos que se siguen presentando como ejemplos de éxito, aunque solo hay que visitarlos o pedir información sobre ellos para descubrir que las promesas con que nacieron no se han cumplido. Un buen ejemplo es el proyecto SIIUR que, a pesar de aparecer todavía en las guías, es hoy una infraestructura de farolas inteligentes abandonada. O el edificio Media-TIC, que no solo no ha conseguido reducir el impacto medioambiental de su funcionamiento, sino que es hoy uno de los edificios de mantenimiento más costoso en términos de consumo energético. O, finalmente, las decenas de pequeños proyectos de sensores que se han ido instalando en la ciudad y que no han conseguido los resultados esperados –a veces a causa de problemas de funcionamiento; otras, porque no han interesado a ningún inversor relevante. Estos casos van convirtiendo la ciudad, poco a poco, en un cementerio de “trastos” inteligentes. La euforia tecnológica nos lleva a infravalorar los costes a medio y largo plazo de la apuesta smart, y la pelota de las responsabilidades continúa rodando de despacho en despacho, de legislatura en legislatura.

Además, gracias a que la literatura sobre tecnología y gestión de organizaciones es extensa, sabemos que, a menudo, quienes tienen que decidir sobre la adquisición de soluciones y productos tecnológicos infravaloran los costes a largo plazo y tienden a aceptar, sin cuestionarlas, las promesas del “vendedor”. Somos sociedades fascinadas por la tecnología, por la posibilidad de que las soluciones tecnológicas resuelvan problemáticas sociales y urbanas complejas que no hemos sabido abordar en su origen. Y la combinación de este optimismo tecnológico acrítico y la falta de formación específica en software e ingeniería de sistemas y procesos hace que sea muy fácil vender malas soluciones para problemas poco o mal definidos. Unos venden humo, otros lo compran.

A menudo, sin embargo, no todo es humo. A menudo el humo se concentra en las partes “públicas” de las capacidades de las tecnologías inteligentes. La colaboración público-privada ha de ser, en teoría, un win-win. Una situación en la que, a través de la colaboración, las instituciones públicas y las privadas optimizan recursos y procesos y resultan mutuamente beneficiadas. Pero a veces el win es solo privado y el humo se concentra en las capacidades de uso público. Las paradas de autobús o las farolas inteligentes, por ejemplo, permiten la identificación y el seguimiento de direcciones MAC de teléfono móvil y –se espera– la creación de experiencias de publicidad personalizadas. El beneficio para los anunciantes y los gestores de la publicidad es obvio. Pero es menos evidente el beneficio que la ciudad y la ciudadanía pueden obtener de la cesión de estas infraestructuras urbanas. Este beneficio público teórico a menudo se “vende” en términos de mejora de la eficiencia del transporte público (gracias al cálculo del tráfico de personas o del volumen de espera) y, de rebote, en términos de seguridad (poniendo a disposición de la policía estos datos, en tiempo real, sobre el uso del espacio público). Pocas veces se explora la forma concreta de articulación de esta información o su necesidad en el ámbito de la gestión pública, la posibilidad de que los mismos datos ya estén disponibles de otras maneras o de que haya formas menos costosas e invasivas de conseguir resultados parecidos.

Así, la Administración acumula facturas, las ciudades acumulan “trastos” y los ciudadanos las dos cosas, con un factor agravante: la ciudad inteligente se alimenta de datos personales. Datos y metadatos sobre consumo eléctrico y de internet, de geolocalización, de ocio, de costumbres y rutinas, de redes de relación social y de interacción con la Administración, económicos, financieros, sobre uso de transporte público y privado, de multas e impagos, sobre sentencias judiciales, y un largo etcétera, son la gasolina de la ciudad inteligente. La posibilidad de cruzarlos ofrece grandes promesas en el ámbito de la mejora de servicios públicos y privados. Pero son también información sensible y valiosa que hay que manejar de forma segura y respetando la privacidad y los derechos de acceso, rectificación y cancelación preceptivos. La mala gestión puede resultar en graves vulneraciones de derechos fundamentales y en la creación de situaciones de injusticia, sobre todo cuando se generan bases de datos incontroladas, cuando se crean perfiles individuales en base a ellos (data doubles) y se toman decisiones automáticas en relación con esa sombra de datos que se ha generado sin el conocimiento, el consentimiento ni el control de las personas afectadas. La ciudad inteligente puede espiar y espía, y construir infraestructuras que reconozcan estos riesgos debe ser el punto de partida de la apuesta pública.

Esta fotografía distópica de la ciudad inteligente puede ser tan caricaturesca como lo son, a menudo, los escenarios tecnológicos que presentan ciudades y empresas. Ante esto, el reconocimiento de que la apuesta por las smart cities presenta disfunciones de planificación e implementación es el requisito previo para el diseño de ciudades inteligentes socialmente eficientes y para la investigación y la innovación responsables y, en definitiva, para que la burbuja inteligente no se lleve por delante la posibilidad de hacer una verdadera política tecnológica en el ámbito urbano.

Gemma Galdón Clavell

Doctora en Políticas Públicas. Departamento de Sociología y Análisis de las Organizaciones, UB

Un pensamiento en “¿‘Smart cities’ sin futuro?

  1. Realmente visionario. Enhorabuena por introducir un poco de cordura en esta nueva burbuja, en este nuevo proceso de pasión por la tecnología que nos nubla a muchos frikkies o a los que gestionamos a frikkies. esta nueva venta de Smart al peso ¿Cuánto quiere? ¿Cuarto y mitad? como ya ocurrió con la Administración electrónica (pocos entendieron que lo que era electrónico era el “acceso” no la administración). Lo malo es que ya existen muchas bases de datos incontroladas; lo que ocurre es que no sabemos cuantas ni quienes las están procesando y para que (bueno, lo imaginamos). De nuevo, mis felicitaciones por el artículo, aunque a alguien le parezca provocativo. Son verdades como puños. Lo único es que se verán en unos años. Para entonces, veremos como tratamos el tema de reciclaje de tanto trasto 🙂

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