Una vida más larga, cambios sociales y económicos que rompen el tejido social y una cultura más individualista son la semilla de un nuevo fenómeno: la soledad en medio de la multitud. Hay que velar por fortalecer y preservar el tejido social, la malla de recursos y relaciones personales y sociales que hacen que las personas reciban calor y protección de la comunidad y puedan compartir con los demás su valor.
Una vida más larga, cambios sociales y económicos que rompen el tejido social y una cultura más individualista son la semilla de un nuevo fenómeno: la soledad en medio de la multitud. Podemos vivir en el mismísimo centro de una gran aglomeración urbana y, en cambio, sentirnos completamente solos, abandonados. Estar solo no es lo mismo que sentirse solo. Puede haber una soledad deseada, nutritiva, en la que deliberadamente buscamos tranquilidad y cobijo ante el alud de estímulos que recibimos. Pero hay también otra soledad sobrevenida, indeseada y dolorosa, que afecta sobre todo a las personas mayores y especialmente a las mujeres. Es una forma de soledad enquistada que empobrece la vida, afecta a la salud y crea infelicidad. Esta es la epidemia silenciosa que ahora tenemos que combatir, un nuevo reto para los gobiernos de las grandes ciudades, especialmente de aquellas que, como Barcelona, tienen la suerte de figurar entre las que disfrutan de la esperanza de vida más larga del mundo.
Para combatir esta epidemia, lo primero es romper el discurso catastrofista sobre el envejecimiento. Contrariamente a lo que a menudo se dice, que la población envejezca no es una catástrofe. Al contrario. Haber doblado la esperanza de vida en menos de un siglo puede considerarse el avance más importante de la humanidad. Se ha conseguido gracias a un conjunto de progresos en la alimentación, la higiene, la salud pública y la medicina, pero lo más importante no es que vivamos más, sino que vivimos mejor. Como dice el helenista Pedro Olalla, tenemos que romper la idea de vejez asociada a la decrepitud. No solo hemos ganado años de vida: hemos ganado años de vida en buena salud.
Otra cosa es que, como sociedad, aún no hemos sido capaces de encontrar la manera de aprovechar en beneficio de todos esta longevidad ganada. Es el modelo económico, y no la demografía, lo que convierte el envejecimiento de la población en un problema social. No tiene ningún sentido que una persona con una expectativa de vida de ochenta y cinco años sea declarada sobrante, a efectos de productividad, a los cincuenta y cinco o a los cincuenta y ocho, cuando aún le falta por vivir casi la mitad de su vida. En nuestro modelo económico, perder el trabajo, jubilarse prematuramente, comporta a menudo un empobrecimiento y, en muchos casos, la exclusión y la muerte civil.
Además de garantizar recursos materiales y sociales para una vejez digna, hay que velar por fortalecer y preservar el tejido social, la malla de recursos y relaciones personales y sociales que hacen que las personas reciban calor y protección de la comunidad y puedan compartir con los demás su valor. Precisamente porque la nuestra es una cultura abierta y relacional, nuestras expectativas son más altas que en los países nórdicos. La soledad se nos hace aquí más dolorosa. Pero en la cultura mediterránea también disponemos de una serie de herramientas culturales que debemos poner en valor y que se pueden fortalecer con políticas públicas: la familia, que ya no es autoritaria y adopta múltiples formas, como núcleo central de solidaridad intergeneracional; el barrio, como espacio de convivencia; las entidades sociales y culturales, como herramienta de relaciones, creatividad y participación. En todos estos ámbitos se puede intervenir para prevenir la soledad, el aislamiento y la exclusión social.
Además de prevenir la soledad, debemos dar respuesta a quienes ya la sufren, estar atentos a algunos cambios sociales que pueden comportar aislamiento y sobrecarga. A diferencia de épocas anteriores, en las que la extensa familia repartía las cargas entre diferentes generaciones, la tarea de cuidar es ahora más horizontal. La dependencia de una persona mayor recae a menudo sobre otra persona mayor. Sabemos que alrededor del 40 % de los mayores de sesenta y cinco años viven solos con su pareja. Esto significa que, cuando falte uno de los dos, el otro vivirá solo, de manera que el problema de la soledad tenderá a crecer en los próximos años. Fortalecer los vínculos, proteger el tejido social y dar una respuesta a quienes ya sufren. Este es el reto.