En los últimos años, la cotización inmobiliaria ha despuntado más que la capacidad adquisitiva de los barceloneses para hacer frente al alquiler o a la compra de vivienda. El sangrante desfase entre cotización y prosperidad solo podrá superarse si el bienestar y la igualdad cotizan como valores sociales.
Los barceloneses vivimos momentos de cambio y desconcierto. Dentro del mercado de valores de las ciudades, Barcelona cotiza al alza y atrae población foránea de todos los estratos, desde los inmigrantes más humildes hasta los profesionales altamente cualificados que encuentran en la ciudad un trabajo y un modo de vida atractivos. Podemos decir sin miedo a ser petulantes que los extranjeros ya no vienen exclusivamente para vivir en un clima benigno, sino porque encuentran muchos otros estímulos y beneficios asociados al hecho de residir aquí. No es el calor del sol, sino el precio del suelo, lo que hoy hace buena a Barcelona a ojos de los inversores extranjeros.
Una alta cotización, sin embargo, no se traduce necesariamente en prosperidad. La cotización se mide por el índice de precios. La prosperidad, en cambio, se mide en función del bienestar colectivo y la calidad de un espacio público compartido. En los últimos años, la cotización inmobiliaria ha despuntado más que la capacidad adquisitiva de los barceloneses para hacer frente al alquiler o a la compra de vivienda. Barcelona ha entrado en una liga mundial de ciudades que se ha convertido en un campo abonado para grandes inversores, pero sus habitantes han asistido a esta gentrificación con los sueldos congelados.
En el año 1821 se declaró en Barcelona una epidemia de fiebre amarilla, enfermedad con una mortalidad del 50 %. Entonces su origen era desconocido y los médicos de la ciudad se dividieron entre contagionistas, los que creían que era exótica y se transmitía por el contagio entre humanos, y anticontagionistas, los convencidos de que la fiebre venía de algún microbio proveniente de las aguas fétidas. La epidemia causó una gran impresión en todas partes, porque Barcelona era la mayor ciudad que había sufrido hasta ese momento una enfermedad como aquella, tan desconocida en Europa. Los médicos anticontagionistas eran menos, pero convencieron a las autoridades para que cerrasen las murallas con el fin de evitar el contacto con las aguas estancadas del puerto. El efecto de esta decisión equivocada fue letal, porque en pocos días la mortandad aún se disparó más. Finalmente se dio la razón a los contagionistas, que habían entendido que la fiebre se trasmitía por contagio entre humanos, pero ni unos ni otros pudieron evitar que se extendiese la epidemia.
De modo similar, podríamos enfrentarnos a la nueva fiebre de oro que vivimos hoy rindiéndonos al paradigma neoliberal, asumiendo que no podemos sustraernos a las inercias de la globalización, o blindando la ciudad con murallas y ordenanzas contra la especulación de los grandes inversores. La primera opción nos llevaría a la expulsión gradual y definitiva de las clases medias. La segunda vía tampoco garantizaría el objetivo de la prosperidad, que es la redistribución justa de la riqueza entre los ciudadanos.
Este sangrante desfase entre cotización y prosperidad solo podrá superarse si el bienestar y la igualdad cotizan como valores sociales. Desde hace décadas, Barcelona se ha articulado alrededor de asociaciones que han velado por lo común. Cuenta con un rico entramado de organizaciones no gubernamentales que ha garantizado un tejido asistencial en los peores momentos de la crisis. Toda esta movilización ciudadana no ha sido en vano y ha generado complicidades vecinales, anhelos de emancipación y voluntad de cambio. Barcelona necesita más que nunca un consenso político que ayude a vertebrar una ciudad en la que las oportunidades de negocio no se midan en función de su rentabilidad monetaria, sino de las posibilidades de fomentar la prosperidad en un sentido más horizontal y democrático.
No se trata de repartir entre los pobres las ganancias de unos pocos, sino de fomentar una economía que no prime la productividad por encima de todo, y que ponga en valor las tareas reproductivas y de cuidados que garantizan el bienestar de los ciudadanos, un bienestar que no se podrá medir únicamente en términos de renta, sino también en función de su retorno social, cultural y ecológico.