No tenemos miedo

Foto: Ajuntament de Barcelona

Foto: Ajuntament de Barcelona

El atentado terrorista del día 17 de agosto dejó una marca indeleble en la ciudad. Las reverberaciones de la solidaridad internacional nos confirmaban que vivíamos unos hechos de un impacto global. Solo hay que repasar la lista de las treinta y cinco nacionalidades de las víctimas de la Rambla para entender que el dolor se haya extendido por todo el mundo.

En el pasado mes de julio celebrábamos los 25 años de los Juegos Olímpicos, un acontecimiento feliz que marcó un antes y un después en la historia de la ciudad. Si los Juegos nos situaron en el mapamundi mental de tantas personas y colocaron a Barcelona entre las ciudades más carismáticas de Europa, el terrorismo es precisamente una reacción contra los valores y la libertad de aquel espíritu olímpico, un ataque en toda regla a una ciudad que nunca ha querido vivir ensimismada ni sometida. De la celebración entre nostálgica y autocrítica de la efeméride olímpica, hemos pasado en pocas semanas a ser objetivo declarado de la violencia terrorista junto a otras capitales europeas como Berlín, Madrid, París, Londres o Estocolmo. Un salto de pantalla que nos obligará a hacer frente a retos y problemas que reclaman una nueva atención.

La ciudad ha demostrado desde el primer momento que estaba preparada para encajar un ataque de esta magnitud. La eficacia de las fuerzas de seguridad y de los servicios de atención médica ha salvado vidas y ha aportado confianza y tranquilidad a una ciudadanía que ha sabido responder al atentado sin odio ni miedo. Por encima de las reacciones primarias, tan a flor de piel en momentos convulsos, ha hecho emerger el poso de tantos años de movimientos pacifistas y el espíritu de resiliencia de una ciudad que sabe plantar cara a la adversidad.

De la resiliencia y de la tradición pacifista de Barcelona hemos hablado ampliamente en esta revista. La resiliencia urbana no consiste únicamente en la capacidad de unos protocolos para hacer frente a desastres naturales o garantizar el suministro de los servicios en caso de sabotaje, sino que demuestra sobre todo la eficiencia y la entrega de los profesionales que velan por la seguridad de sus conciudadanos en caso de extrema necesidad. Por esta razón el Ayuntamiento decidió otorgar la Medalla de Oro al Mérito Cívico a la Guardia Urbana, al Centro de Urgencias y Emergencias Sociales, al Servicio de Prevención, Extinción de Incendios y Salvamento, a la Policía de la Generalitat – Mossos d’Esquadra y al Sistema de Emergencias Médicas, después de su extraordinaria actuación del 17 de agosto.

Foto: Ajuntament de Barcelona

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La resiliencia de los barceloneses también se ha hecho patente en la solidaridad de comerciantes, vecinos y ciudadanía en general en los momentos inmediatamente posteriores a la tragedia. Hay que celebrar su respuesta, que ha rehuido en todo momento cualquier tentación de caer en divisiones y ha mantenido con aplomo y asertividad los valores propios.

Hacer partidismo de una tragedia como esta, con interpretaciones abusivas de unos hechos que son únicamente responsabilidad de los terroristas, es una falta de respeto hacia las víctimas. Cualquier intento perverso de aprovecharse políticamente de un acto infame como este equivale a dar la victoria a los terroristas, que solo buscan dividir a la sociedad y abrir heridas allí donde hay espacios de convivencia democrática y pacífica.

No tenemos miedo, pero tampoco podemos ignorar la herida que el atentado ha dejado en la ciudad, y muy sensiblemente en la Rambla, un paseo que ahora más que nunca hay que recuperar para una ciudadanía que se había sentido expulsada. La reforma de la Rambla cobra un nuevo sentido tras el atentado. Ya no se trata tan solo de ordenar una vía emblemática de Barcelona que se había convertido en un territorio exclusivamente turístico, sino que habrá que regenerar un tejido urbano y ciudadano que ha caído en manos de la especulación. Devolver un espacio público a unos ciudadanos que reclaman el derecho a vivir en su ciudad.

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