El derecho a la ciudad

Foto: Vicente Zambrano

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La población mundial ya es mayoritariamente urbana y cada vez lo será más. En el futuro las ciudades acumularán una concentración demográfica nunca vista hasta ahora, y tanto la felicidad como la creatividad y la eficiencia de todos nosotros dependerán en buena medida de si somos lo bastante hábiles para dotarnos de un hábitat que no pierda la escala humana. Es más, el futuro de la especie pasa por la ciudad, que es ahora mismo uno de los principales instrumentos de progreso de que disponemos para hacer frente al futuro. Y, con todo, el cambio de época que vivimos nos obligará a refundar el concepto.

El margen de un gobierno municipal a la hora de dirigir el curso fluctuante de una ciudad tiene unos límites. El desorden inherente a cualquier acción espontánea no se podrá regular nunca de manera completa desde la Administración, ni tampoco sería deseable. Allí donde no llegan las leyes ni la ordenanza municipal, la vida encuentra grietas para afirmarse y someternos a tensiones inéditas y a nuevas contradicciones. Hoy más que nunca hay que rehabilitar la vida en las ciudades antes de que impere la ley del más fuerte.

Cuando el espíritu mercantilista y especulador parece dominar en Barcelona con más fuerza que nunca, la ciudad necesita redoblar esfuerzos para garantizar derechos fundamentales, como los de acceso a la vivienda y a un espacio público libre de coacciones. A lo largo del año 2016 el Colegio Oficial de Arquitectos de Cataluña organizó el Congreso de Arquitectura, un acontecimiento que no se celebraba desde 1996. De todas las jornadas y debates que se mantuvieron salió un compromiso ciudadano orientado a los nuevos valores de participación, igualdad y sostenibilidad.

Foto: Vicente Zambrano

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Los ciudadanos vivimos asediados por múltiples violencias, sean estructurales o simbólicas, que nos fuerzan a ver como normales y cotidianas situaciones intolerables, pero que ya forman parte de inercias muy difíciles de corregir. Hablamos de la gentrificación, la pobreza energética, las deficiencias de movilidad, el ruido, la segregación, la turistificación del espacio público, etc. En respuesta a todos estos factores desestabilizadores, que ponen contra las cuerdas a una parte importante de la población urbana, se formula lo que se ha denominado “derecho a la ciudad”, un derecho de derechos que reúne un mínimo imprescidible  de garantías para sus habitantes.

El derecho a la ciudad no se refiere al derecho a vivir en ella, que obviamente posee cualquier persona, sino a la capacidad de acceder a los servicios básicos y a un espacio público compartido que deben tener quienes ya forman parte del tejido urbano. Allí donde la ley espontánea del mercado no sea capaz de asegurarlo, se alcanzará por fuerza a través de la urbanidad, la ética de la ciudad, que no es otra cosa que el conjunto de herramientas colectivas de que se dota una comunidad para poder convivir en un mismo espacio. Si el urbanismo es competencia de las autoridades, la urbanidad dependerá de los ciudadanos, porque nos pedirá un sentido de comunidad que solo puede construirse a partir de la generosidad colectiva.

Este derecho es inviable sin unos correspondientes deberes de ciudadanía. El sentido de urbanidad no se puede limitar al ejercicio de la buena educación, ni reducir a un conjunto de normas para circular correctamente por las calles, sino que reclamará también visión colectiva: respeto por la diferencia, empatía social, conciencia ecológica y la voluntad de participar en la gobernanza colectiva. Ciudad libre y abierta, sí, pero con la finura de la urbanidad.

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