Vuelve el Grec, vuelve.
Por Sira Abenoza, filósofa
En una edición que inaugura etapa y mirada, el Grec 2025 desplegó un mosaico de obsesiones creativas que resuenan con las inquietudes del presente: identidad, cuerpos vulnerables, relecturas críticas de los clásicos, fragilidades compartidas y un deseo profundo de comunidad. La filósofa Sira Abenoza tira de estos hilos y nos regala estas reflexiones.
Cada festival es un termómetro. Puede parecer que solo consumimos espectáculos, pero en realidad también entramos, sin quererlo o sin ser siempre del todo conscientes, dentro de una lectura del tiempo en el que vivimos. El Grec 2025 ha llegado abriendo una nueva etapa: poliédrica, interconectada con la ciudad y con una voluntad clara de escuchar qué es lo que los creadores —y, por lo tanto, los espectadores— tienen en mente. Cuando se pone esta mirada en conjunto, aparecen una serie de hilos que atraviesan disciplinas y formatos: un retorno al cuerpo como espacio de conflicto y memoria, la necesidad de repensar los mitos que nos han construido, la búsqueda de comunidad en un mundo fragmentado y una relación renovada con la ciudad como escenario y como pregunta.
El cuerpo que habla cuando las palabras no llegan
La programación de este año ha insistido en situar el cuerpo en el centro. No como gesto estético, sino como urgencia. Ante un presente dominado por la virtualidad inmaterial de las redes, por una velocidad hiperacelerada que nunca puede ser humana, que siempre nos deja atrás, ante la guerra donde los cuerpos se exponen a la violencia, a la herida y a la muerte; ante todo ello, muchos artistas en sus propuestas optan por volver al único territorio incontestable: el cuerpo que nos recuerda la materialidad, que tiene su propio ritmo, que sufre, ama, recuerda o resiste.
El circo y la danza de este Grec han hablado de límites —físicos y emocionales— y de cómo los trastornos del mundo se filtran en la piel. People Watching ha explorado el espacio entre el riesgo y el ritual; Jesús Rubio ha articulado piezas que diseccionan nuestra manera de movernos por el mundo, y los creadores jóvenes, de Gisela Riba a Mario Banushi, han propuesto lenguajes que renuncian a la palabra para buscar verdades más primitivas.
Pero el cuerpo no es solo un recordatorio de los límites de nuestra materialidad y de lo que quiere decir ser humanos. El protagonismo del cuerpo es también una denuncia: la violencia sexual en Carolina Bianchi, el trauma racial e identitario en Sidi Larbi Cherkaoui, la fragilidad de la feminidad contemporánea en Lisaboa Houbrechts. Cuando estamos saturados de discursos, el cuerpo recupera poder como herramienta política y poética. Nos dice aquello que quizás ya sabíamos, pero que hay que volver a escuchar: que somos heribles en cuerpo y alma y, justamente por eso, radicalmente humanos.
Reescribir los mitos para explicarnos hoy
La segunda gran tendencia del festival ha sido la revisión de los clásicos. No como un retorno nostálgico ni como un homenaje museístico: los creadores los han utilizado como espejos brutales del presente. Medea, Hécuba, Fausto aparecen como estructuras que soportan el peso de las tensiones contemporáneas.
Milo Rau llevó Medea a un terreno devastador: la infancia y, de nuevo, la violencia. Lejos de la tragedia de Eurípides, donde el centro se sitúa en Medea y los niños son solo moneda de cambio —utilizados como aquello que puede hacer más daño—, Rau nos propone una relectura del mito dando la voz a los niños, a los hijos asesinados por la venganza, por la incapacidad de los adultos de quererse bien, de cuidarse. Una propuesta durísima que dejó una platea en silencio ante unos homicidios que son los de hoy: los casos reales que vemos cada semana en las noticias y que siguen repitiendo las mismas heridas que la mitología ya advertía.
Milo Rau, junto con William Kentridge y su Faustus in Africa, que abre la puerta a la reflexión sobre el colonialismo y las invasiones constantes del poder, y Declan Donnellan, con su relectura de Shakespeare, nos abrían la pregunta: ¿todavía necesitamos mitos para pensar el presente? Y parece que la respuesta es un sí mayúsculo, por la fuerza y radicalidad con las que los mitos nos hacen dar cuenta de estructuras subterráneas, de agravios pasados que nos atraviesan, de violencias presentes que perpetuamos, a veces, desde la incapacidad de llevarlas a la auténtica conciencia, la que implica responsabilidad.
El deseo de comunidad en un tiempo roto
En paralelo, otro hilo que ha recorrido el festival ha sido el deseo casi agónico y ya cansado de que todos tenemos que ser parte de algo. La necesidad de un colectivo, de un relato compartido, de una experiencia que no se pueda reproducir en ninguna pantalla. En un tiempo de soledades calladas e identidades atomizadas, el Grec ha propuesto rituales colectivos: desde los coros multitudinarios del Palau de la Música hasta las acciones urbanas de Marc Salicrú, que convirtieron el Arco de Triunfo en un espacio de encuentro y resistencia.
También el recuerdo de las luchas colectivas y de las movilizaciones que nos mostró Renacimiento de La Tristura. Un repaso a las últimas décadas de nuestro país y de nuestra historia visto desde el teatro. Un relato emocionante porque nos hacía de espejo de las batallas pasadas que nos religaron y nos reunieron en una lucha común, y que nos confrontan con el vacío de la desarticulación y la intemperie de la soledad del presente. Con este y otros espectáculos, como el de Agrupación Señor Serrano con una investigación sobre el amor y la comunidad íntima, el Grec nos ha hablado de la comunidad como una necesidad, no como una consigna: como un intento de respuesta a la atomización de nuestro tiempo.
Una ciudad que se deja interpelar
La nueva etapa del Grec también empuja a Barcelona a convertirse en un festival en sí misma. El arte sale del Montjuïc institucional y se despliega en museos, plazas, jardines y espacios no teatrales. No se trata solo de “acercar la cultura”, sino de activar nuevos imaginarios urbanos. La ciudad es un organismo en tensión constante —turismo, transformaciones urbanas, desigualdades— y el festival ha intervenido como quien dibuja preguntas. ¿Qué pasa cuando el teatro se hace en la calle? ¿Quién tiene derecho a ocupar el espacio? ¿Qué quiere decir mirar Barcelona con ojos de fauno, como propone la imagen del festival? En este diálogo con la ciudad, el Grec ha reivindicado que el arte puede ser una forma de escuchar más atentamente el lugar donde vivimos.
Pero el Grec 2025 no solo ha buscado activar la ciudad, sino también los espectadores, y les ha pedido que no solo miren, sino que se hagan preguntas: ¿qué nos conmueve? ¿Qué nos da miedo? ¿Qué estamos dispuestos a cambiar? En la programación de este año ha habido una voluntad explícita de buscar espectadores activos, críticos, afectables. El festival no ofrece respuestas, sino espacios para habitar las incertidumbres del momento: la identidad, la democracia, la memoria, la tecnología, el futuro. Espacios para la duda.
Quizás podríamos decir que, en última instancia, el Grec 2025 ha sido una invitación a soñar —como el fauno que protagoniza la campaña—, pero también a mirar de nuevo. A admitir que el arte, cuando funciona, no solo distrae: nos revela aquello que ya intuimos, pero aún no sabemos decir. Los espectáculos de esta edición, tan diversos e indisciplinados, apuntan a un mismo horizonte: la necesidad de reconocernos en los miedos, los cuerpos, los vínculos y las preguntas que nos atraviesan. Si “estiramos el hilo del Grec”, lo que aparece es una lectura sincera de nuestro momento histórico. Y, tal vez, una pista sobre cómo continuar caminando juntos.