No se sienten interpelados cuando se les habla de los cambios profundos que ha sufrido la industria musical en los últimos veinte años. Nacidos en la década de los ochenta, a Pau Vallvé, Clara Peya y Maria Arnal nada les vincula ya a aquel viejo mundo.
“Hace unos años, cuando estaba en discográficas, había grandes mitos de la música catalana que no lo llevaban nada bien –recuerda el cantautor Pau Vallvé, que de un tiempo a esta parte gestiona su carrera desde la más absoluta independencia–. Pero nosotros hemos crecido ya en un contexto del todo diferente. Si alguna vez hemos tenido algo claro es que nos deberíamos espabilar…”
No probarán ningún lujo de aquellos tiempos de gloria, pero tampoco pagarán peajes. Son músicos obsesionados con hallar su propio modo de decir las cosas, que no piensan ceder ante determinadas imposiciones y que fijan unas pautas de relación más naturales con su público y su entorno. Son simplemente más libres, y en el terreno del arte la libertad es un bien preciado. “La generación de los que ahora tenemos treinta años rebosa de artistas –señala Clara Peya–. Y, cuando hay tanta gente para tan poco trabajo, tener voz propia se convierte en algo imprescindible”.
Pau Vallvé, hijo de profesores, nació en 1981, pero una lectura de su currículum induce a pensar que lo hizo bastante antes. Batería por naturaleza, se comunicaba de bebé con ritmos en lugar de con palabras y, antes de caminar, ya bastoneaba una batería improvisada con botes de detergente. A los diez años, entregado en cuerpo y alma a la fe del metal, era reclutado por chicos mayores de edad para tocar en su banda. A los catorce, con un grupo denominado Freak Out, actuaba en uno de los escenarios más codiciados del Festival BAM. Y a los diecisiete “hacía novillos, en bachillerato, para encerrarme en un estudio de grabación a las órdenes de un productor de Canadá”. Después de mil otras aventuras, entre las que destacan la creación de un estudio de grabación, de un sello discográfico y de la figura de Estanislau Verdet, alter ego humorístico de éxito tan notable como imprevisto, Pau Vallvé, alejado ya de los bombos y los platos, hace siete años que ha encontrado su propia voz en forma de cantautor indie de aires melancólicos que canta “sobre lo que le pasa y lo que siente”.
Su último disco, Abisme, cavall, hivern, primavera i tornar, autofabricado, autoeditado y autodistribuido entre otros autos, ni siquiera tiene código de barras, lo que no le impide tocar en Barcelona en salas que crecen en cada gira. “He tenido siempre la suerte de poder hacer las cosas tal como he querido –afirma–. He ido a parar a calles sin salida en que habría sido fácil optar por otras vías, pero siempre he podido hacer lo que quería tal como yo quería”. Su condición de hombre que va por libre es poco menos que célebre, aunque, según afirma, nada le ha salido gratis: “No formo parte de ninguna familia y esto de la música está lleno de familias –anota–. Todas tienen unos contactos, unos grupos de influencia, unos festivales en los que tocar y unos canales en los que gustar. Pero yo me los tengo que ganar”.
Piano de mil caras
Clara Peya (Palafrugell, 1986) también llegó a la conclusión de que la única manera que tenía de “sentirse libre” era haciendo lo que le apeteciera. “Sin seguir normas ni patrones –subraya–. Sin ninguna preocupación por encajar en ningún lugar.”
Hija de médicos, pero con una abuela y una tía pianistas, estudió piano clásico a las órdenes –durante doce años– del profesor Leonid Sintsev, con quien llegó a formarse en el Conservatorio Rimski-Kórsakov de San Petersburgo. “La vida del pianista clásico es durísima, poco creativa y muy sometida. Era un mundo demasiado pequeño para mí”, reconoce. La música moderna y el jazz, más tarde, tampoco la convencieron. “La improvisación también se rige por unos patrones, un lenguaje… Eres libre, pero solo hasta cierto punto”. Su sólida formación, así como una urgencia constante para expresar ideas y emociones, hacen de Peya uno de los talentos más polifacéticos –y desconcertantes– de la música catalana actual. Tiene una forma acentuadamente extrovertida a la hora de tocar y, también, un salvaje impulso escénico. En ocho años ha presentado siete discos con su nombre y ha colaborado en circo, danza y teatro, como se ha visto en producciones como Jane Eyre (Carme Portaceli) y El llibre de les bèsties (Marc Rosich), así como en los diferentes proyectos de Les Impuxibles, una compañía de danza creada con su hermana, la coreógrafa Ariadna Peya, de “firme compromiso político y social”. “Con Limbo [su cuarto espectáculo, en torno a la transexualidad, estrenado en febrero de 2015] venía gente, al terminar el bolo, que no me felicitaba por tocar bien el piano, sino por haber conseguido hacerles ver la realidad con otros ojos. Proyectos como estos, a los artistas, nos ayudan a no ser tan egocéntricos…”
Oceanes, publicado este 2017, quiere ser un homenaje a las mujeres a través del agua. Pone al descubierto el interés de Peya por músicas tan diversas como el hip-hop, el folk, el jazz y la clásica y, una vez más, ejemplifica el compromiso de la creadora de no someterse a las reglas de un mundo que “te empuja siempre a ejercer un papel determinado”.
“Modelar barro” con canciones
Maria Arnal (Badalona, 1987), finalmente, se ha convertido en una de las voces revelación de estos últimos tiempos en Cataluña por su manera de trabajar la música popular y tradicional, así como por la voluntad de poner el yo al servicio del nosotros. Pese a haber cantado en la coral de la escuela y pertenecer a una familia en que la música formaba parte de la cotidianidad, Arnal no encontró su camino hasta los veinticinco años. Habiendo estudiado traducción y literatura, y después de una ruptura de fémur que le hizo replantearse muchas cosas, Arnal conoció al colectivo Compartir Dóna Gustet, nacido con la voluntad de trabajar las relaciones entre la tradición oral y la cultura libre a través de la música, el cine, las performances y el teatro. Fue por esta vía por la que Arnal, inmersa en los cantos de trilla, los fandangos, las jotas y las músicas ibéricas de tradición oral de la Fonoteca Valenciana, así como en las grabaciones en Mallorca del etnomusicólogo norteamericano Alan Lomax, conoció a quien, desde entonces, es su compañero de viaje: el guitarrista de las tierras del Ebro Marcel Bagés, con quien ha publicado este año un primer disco de larga duración (45 cerebros y 1 corazón) y ha recibido un premio Ciutat de Barcelona.
Se les reconoce la intención de modelar y seguir haciendo útiles canciones de hace siglos (“tratamos las canciones como si fueran barro, en el sentido de que les damos la forma que queremos”), así como un discurso innovador y revelador en torno a lo que había sido, y debería seguir siendo, la música popular. “Si el mundo en que vivimos tiende hacia el yo, nuestro proyecto habla de nosotros. Si la voz se plantea siempre desde una idea de divismo, nosotros la ponemos al servicio de la gente que viene a escucharnos. Si vivimos en un mundo que nos hace creer que estamos más conectados pero donde, en el fondo, todo el mundo está deprimido, nosotros intentamos estrechar vínculos –proclama–. Por este motivo a veces decimos que la música popular es, de hecho, música copular, en el sentido de que nuestra intención es generar lazos”.