De la crisis a la revolución

La nube no es un simple repositorio virtual de información que nos permite escalar costes o ahorrar espacio en el disco duro, sino que tiene un potencial emancipador para el maestro y para el alumno porque estructura la realidad y, en consecuencia, transforma nuestro modo de relacionarnos y de comunicarnos.

© Swasky

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Los futurólogos dicen que la mitad de los oficios que ejercerán nuestros nietos dentro de cincuenta años todavía no existen. No nos encontramos ante una época de cambio, sino que nos enfrentamos a un verdadero cambio de época. Nuestro mundo tal como lo hemos conocido hasta ahora se viene abajo antes de que pueda nacer otro nuevo para apuntalarlo. Ignoramos cómo será el mundo dentro de veinte años y, paradójicamente, tenemos que formar de la mejor manera a las personas que nos conducirán a él. Vamos dando palos de ciego, pero con toda seguridad, como dice Gregorio Luri, “uno de los mejores indicadores para medir la riqueza de un país será la inversión y la calidad de su sistema educativo”.

Vivimos en plena modernidad líquida, dicen. Pero también es cierto que nos encontramos detenidos en una esclusa, justo en aquel punto en el que ya se cierran detrás de nosotros las compuertas de un pasado caduco y aún no se han abierto las que tenemos delante. Mientras esperamos que se nivelen las aguas del mundo que dejamos atrás con las del nuevo canal por el que tendremos que navegar, vivimos en el desconcierto y la parálisis. La Esclusa vendrá a ser, poco más o menos, uno de los paradigmas de nuestro tiempo.

En el campo de la educación vivimos en un doble desconcierto, que tira de nosotros en direcciones opuestas. En primer lugar, está la crisis de la figura del docente, sea maestro o profesora, desprestigiado y completamente desposeído de autoridad en un sistema escolar que ha convertido al alumno en el centro de todo. En segundo lugar, está el desconcierto originado por el nuevo campo de oportunidades abierto por la revolución digital, que proporciona nuevas herramientas y grandes facilidades de conexión, pero también pone en peligro la relación cara a cara entre el maestro y el alumno. En plena era de internet, el maestro ya no se puede limitar a impartir, y aún menos imponer, el conocimiento; tiene que hacerlo accesible, compartible, tiene que recrearlo con los alumnos, que en este momento de esclusa generacional son a menudo más digitales que los propios maestros.

En La escuela contra el mundo Gregorio Luri lamenta la deriva del sistema educativo. La beatería pedagógica imperante ha menospreciado el rigor, el esfuerzo y la educación del carácter en favor de la autonomía, la opinión y la espontaneidad del alumno. En este modelo, “el maestro pasa a ser básicamente un dinamizador del interés del alumno, mientras que las materias tradicionales se transforman en meros instrumentos del desarrollo personal”, dice Luri, que considera que se ha perdido la confianza en el sistema educativo y en la autoridad del maestro. Revisando los últimos cuarenta años de escuela activa, Luri cuestiona los principios pedagógicos de Rosa Sensat y lamenta que durante años se confundiera el activismo pedagógico con el antifranquismo: “Todo lo que no fuese fomentar la autonomía del alumno se desestimaba como si fuese un adoctrinamiento en la sumisión”. Gregorio Luri también lamenta que la escuela haya asociado valores como la excelencia al clasismo o la segregación y haya propugnado una equidad mal entendida que acaba nivelando a los alumnos por abajo. Antes el maestro solía distinguir entre la capacidad y la voluntad del alumno para poder calibrar si el fracaso era debido a la falta de capacidad o a la falta de esfuerzo. Luri lamenta que la escuela se haya convertido en “una institución terapéutica” en que se da por supuesto que el déficit de atención del alumno es involuntario y su fracaso escolar atribuible a algún tipo de trastorno que hay que diagnosticar. Luri denuncia, así, el dominio de la psicología sobre la pedagogía: “La escuela no puede confundir la psicología del aprendizaje con la pedagogía. La primera nos dice de qué modo hacemos nuestro un determinado conocimiento, pero no por qué ese conocimiento es valioso”.

¿Por qué hay que potenciar unas aptitudes determinadas? ¿Por qué conviene enseñar unos contenidos y no otros? ¿Qué competencias tiene que desarrollar el alumno? Como apunta Albert Aixalà en el artículo que recogemos en este monográfico, si definimos los objetivos a alcanzar únicamente en términos de competencias, corremos el riesgo de que se conviertan en competencias meramente tecnológicas. “Muchos alumnos ingresan en el bachillerato vigente sin haber alcanzado tan solo los rudimentos más elementales de lectoescritura”, se lamenta Aixalà. En estas condiciones se hace imposible fomentar “en nuestros alumnos el espíritu crítico, disentivo y dialógico”. El profesor, según Aixalà, más bien preferiría renunciar a sus propias competencias educativas para delegar su trabajo a un holograma de Carles Puyol o de Gerard Piqué, que seguramente harían la materia mucho más emocionante.

Ahora más que nunca, cuando el fracaso escolar se atribuye a patologías y trastornos, lo que está en juego es la relación entre el maestro y el alumno. Pero se trata de una partida que no puede jugarse sin un mínimo de atención, el único factor que hace posible matener viva la relación entre el maestro y el estudiante. De ahí que demasiado frecuentemente se delegue en psicólogos y en drogas la solución de un problema que hemos preferido medicalizar para no tener que cuestionar o reevaluar las competencias educativas.

Pero no conseguiremos centrar nuevamente esa atención a base de remontarnos al modelo de escuela tradicional, en el que el maestro impartía conocimientos de forma unidireccional desde la autoridad que le confería su magisterio. Tal como subraya Xavier Laudo, profesor de pedagogía de la UB, en su artículo “Internet, pedagogía líquida y emancipación”, “las defensas encarnizadas de una escuela transmisora de certezas que ha de protegernos de la duda permanente, tal como han hecho algunos pedagogos contra el mundo, resultan demasiado anacrónicas. Además, es un reduccionismo pedagógico atribuir los problemas que la sociedad y la escuela tienen hoy a los principios de la escuela activa”.

Atención y conectividad

En la escuela del futuro, el profesor tiene que poder volver a centrar la atención, acotando y priorizando contenidos, poniendo el conocimiento por encima de la información y el esfuerzo por encima del entretenimiento, pero tendrá que hacerlo en el contexto digital y con unas herramientas y unos materiales que probablemente no dependerán únicamente de él. En este paso de la escuela analógica a la escuela digital se corre el peligro de que la atención del alumno sea simplemente sustituida por la conexión. Pero la conexión –o la conectividad– por sí sola no garantiza esta atención indispensable para que haya transmisión de conocimiento. Si lo único que canaliza la atención es la conexión, entonces la transmisión está condenada a ser superficial y efímera. La aportación de Catherine L’Ecuyer a este monográfico nos alerta del abuso de la pantalla en la escuela. L’Ecuyer apunta un dato que es a la vez sorprendente y revelador: el colegio Waldorf americano de California, al que asisten los hijos de los grandes ejecutivos y emprendedores de Silicon Valley, se ha desmarcado del uso de pantallas en las aulas. En un ejercicio de imaginación futurista que algunos verán como reaccionario, L’Ecuyer sostiene que hay que preservar la capacidad de los niños de sorprenderse, en lugar de saturar su receptividad y su don para maravillarse con una sobreestimulación visual.

Teresa Fèrriz, profesora de la UOC, reconoce que “en el aula, la conectividad permanente no es un valor per se, pero sí que lo son las oportunidades de comunicarnos y cooperar, que aumentan exponencialmente, y, sobre todo, la implicación activa del estudiante en su propio aprendizaje que, con las metodologías y herramientas tecnológicas adecuadas, adoptan los chicos y chicas en el momento en que empiezan a trabajar colaborativamente”.

Sea como fuere, es inevitable, por tanto, que la escuela de hoy y del futuro pase por la conexión en la nube. “La escuela del futuro será digital o no será”, titula Ramon Barlam el artículo que ha escrito para este monográfico: “Habremos dejado de hablar de ‘nuevas’ tecnologías, que estarán tan integradas en nuestro día a día que, de hecho, serán invisibles.” Ahora aún estamos en mantillas, de acuerdo: tenemos pizarras digitales, aulas TIC, pero falla el Wi-Fi o no tenemos fibra óptica en las escuelas. Tampoco han llegado libros de texto multimedia que vayan más allá del PDF enriquecido. Queremos integrar las TIC, pero lo hacemos aún con tics analógicos.

Herramienta de consulta y fuente de dispersión

En la escuela tradicional, el instrumento principal de que disponía el maestro para centrar la atención en el aula era el libro de texto, que delimitaba el marco de conocimientos y competencias que debía adquirir el alumno. Para muchos estudiantes, más allá de los confines del manual escolar no existía nada. Hoy el concepto de libro de texto como guía única y universal ha entrado en crisis, sobre todo desde que internet se ha convertido en la primera herramienta de consulta y búsqueda de los estudiantes, pero también en una fuente de interferencias y dispersión.

El maestro ya no está solo ante el libro de texto, pero a los ojos del alumno tampoco es ya el único custodio del conocimiento, dado que hoy cualquier estudiante tiene potencialmente acceso a la misma cantidad vertiginosa de recursos e información. “Pese a estos cambios, el profesorado es quien sigue definiendo las reglas del juego: la incorporación de las TIC a las aulas debe responder a unos objetivos muy claros y a un estudio previo de las necesidades de los estudiantes a fin de encontrar el equilibrio necesario entre los elementos pedagógicos, tecnológicos, organizativos y contextuales”, advierte Teresa Fèrriz, que ha impulsado proyectos como LletrA o Mestresclass, encaminados a llevar la enseñanza a la nube.

La nube no es un simple repositorio de información almacenada virtualmente en la red que nos permite escalar costes o ahorrar espacio en nuestro disco duro, sino que tiene un potencial emancipador para el maestro y para el alumno. Y si la nube es potencialmente revolucionaria es porque estructura la realidad y, en consecuencia, transforma la manera que tenemos de relacionarnos y de comunicarnos.

Barcelona ya ha sido la cuna de buenas prácticas en este campo. Una, en el ámbito público, sería el proyecto Àgora, enmarcado en la Red Telemática Educativa de Cataluña (Xarxa Telemàtica Educativa de Catalunya, XTEC), que pone al servicio de alumnos y profesores un aula virtual. El proyecto Àgora ha extendido entre centros docentes y profesorado un gran interés en el uso de plataformas virtuales de enseñanza-aprendizaje y de portales dinámicos de centro. Actualmente Àgora da servicio a unos 1.700 centros y/o entidades relacionadas con el mundo de la docencia que disponen de su propia nube.

En el ámbito privado, Barcelona ha sido la cuna de Tiching, una plataforma educativa internacional que integra a padres, alumnos, maestros y escuelas en una comunidad abierta que comparte en la nube un gran banco de juegos y recursos pedagógicos gratuitos. Sus fundadores, Tomás Casals y Nam Nguyen, explican a Barcelona Metròpolis que Tiching se postula como la gran red social de la educación.

La revolución no ha hecho más que empezar.

Bernat Puigtobella

Director de Barcelona Metròpolis

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