Espacios y ciudadanía

La vitalidad de una ciudad como Barcelona se mide más por la cantidad de conflicto que es capaz de contener y gestionar que por la hegemonía de una lógica homogeneizadora. Apostar por una ciudad de ciudadanos significa evitar fronteras, segmentaciones y apropiaciones mercantiles de lo que es de todos.

Foto: Dani Codina
En este solar del paseo de Valldaura, en Nou Barris, se llevará a cabo una de las iniciativas ganadoras de la edición 2015 del Pla Buits, por el que el Ayuntamiento cede el uso de solares municipales a entidades sin ánimo de lucro para desarrollar proyectos formativos y lúdicos de regeneración del tejido urbano. En este lugar, en concreto, se instalará un huerto urbano y un área de biorretención de aguas pluviales.

En Barcelona ha ido creciendo la tensión en unos espacios públicos en los que se acumulan personas, usos y hábitos de características cada vez más diversas. Estos espacios públicos han ido ganando en calidad, pero son más utilizados, más llenos de relaciones, más heterogéneos y más polifuncionales –y cada vez más– a lo largo del año y en las diversas horas del día que en los años ochenta. Recordemos que Barcelona, junto con L’Hospitalet, Santa Coloma, Cornellà y Badalona, conforma el espacio metropolitano más denso de toda España y uno de los más densos de Europa. No es extraño, pues, que los espacios comunes de la ciudad puedan ser considerados (de modo implícito o explícito) como espacios de negociación permanente entre diferentes personas, colectivos, usos y finalidades.

Podemos decir, por lo tanto, que la ciudad y sus espacios son difíciles de usar y de “gobernar”. No es un problema específico de Barcelona, pero en pocas ciudades se manifiesta de forma tan intensa esta complejidad. La mezcla de tamaño (pequeño) de la ciudad, su densidad (alta) y un número elevado de visitantes (en crecimiento exponencial) hacen de este tema uno de los que más preocupación generan a instituciones, entidades y vecinos.

Las ciudades, como bien sabemos, reflejan de modo más intenso los cambios económicos, políticos y sociales. Son grandes contenedores en que se acumulan una gran densidad de relaciones humanas y también las tensiones que genera esta convivencia intensa y constante. En tal sentido, las ciudades recogen y amplifican los cambios repentinos y profundos que han sacudido el mundo en los últimos veinte años, y que hacen que se hable de “cambio de época”. Barcelona no ha quedado al margen de estos cambios, más bien es uno de sus ejemplos más claros. Los nuevos escenarios sociales se nos presentan, por un lado, como generadores de nuevas oportunidades, que pueden permitir romper la estable rigidez de las divisorias sociales características de la sociedad industrial. Pero, por otro lado, vemos que también son generadores de nuevas formas de desigualdad y de desequilibrio que golpean tanto a sectores tradicionalmente sometidos a estos procesos como a nuevas capas, sectores e individuos que no acostumbraban a verse implicados o que tenían vínculos y redes sociales y familiares que les servían de contrapeso. Los itinerarios laborales son cada vez más discontinuos y precarios, con muchas incertidumbres sobre el futuro.

Foto: Dani Codina.
BioBui(L)t, en la calle de Montalegre, uno de los proyectos ganadores del primer Pla Buits, es un espacio de trabajo, formación, divulgación e intercambio sobre prácticas de autogestión del espacio público.

La estructura social de Barcelona se ha diversificado enormemente, tanto por la llegada repentina y en pocos años de muchas personas de fuera, como por la propia diferenciación de la estructura de edades con un peso creciente de los mayores de sesenta y cinco años. Al mismo tiempo, las estructuras familiares se han hecho mucho más plurales y cada vez es más residual la composición aparentemente tradicional de padre-madre-hijos. La crisis económica ha agravado las condiciones de vida de mucha gente, lo que ha generado más situaciones de pobreza y mucha fragilidad en materia de vivienda o en las condiciones energéticas y de servicios básicos.

Todos estos factores de cambio constituyen el escenario en el que hay que situar las relaciones entre ciudad y ciudadanía en poblaciones como Barcelona, con todo lo que comporta hoy en cuanto a la gran complejidad de usos y ocupaciones de los espacios públicos. Más llenos de gente, de gente más diferente, de gente del entorno y de gente de fuera del entorno, con mezcla y diferentes intensidades de usos económicos, sociales y culturales que no siempre coexisten amigablemente, y generar conflictos y externalidades que no son fáciles de resolver hoy aplicando solo lógicas jerárquicas y autoritarias.

El atractivo de las ciudades

Pero, como dice Richard Sennet, pese a los grandes inconvenientes que tiene, a menudo, vivir en la ciudad, el atractivo urbano sigue siendo evidente, ya que “las ciudades tienen la capacidad de hacernos sentir mucho más complejos como seres humanos”. La diversidad estimula, el conflicto obliga a innovar, la diversidad te permite ser tú mismo sin tener que coincidir necesariamente con el resto. Pero, para que todo esto sea posible, hay que tener una concepción de ciudadanía que permita combinar autonomía personal (para que cada uno pueda ser lo que quiere ser), igualdad (para que todo el mundo cuente igual desde su diferente punto de partida) y diversidad (para que todas las personas sean reconocidas como lo que son, con la misma dignidad que los demás). El pensador Xavier Rubert de Ventós lo ha expresado con estas palabras: “La ciudad […] se caracteriza por un equilibrio no muy fácil de mantener entre concepción y anonimato, entre especialidad e identidad, entre espacio y tiempo, entre forma y memoria, entre reconocimiento y distancia”.

Los espacios públicos de una ciudad como Barcelona son un lugar privilegiado para poder testar la capacidad de respeto a esta idea de ciudadanía, de ciudad, antes expresada. El espacio público es primeramente un espacio físico. Es decir, un lugar que permite superar estrecheces de vivienda, carencias de luz y aire. Lo comprobamos en Barcelona, donde los barrios con peores condiciones privadas de vivienda acostumbran a ser los más densos y los que más utilizan los pocos espacios públicos de que disponen.

Los espacios públicos son también espacios de interacción social y de actividad política y cultural, y lo hemos ido viendo en Barcelona, donde en los últimos años las plazas y calles han sido lugares privilegiados para expresar quejas, contradicciones y alternativas. Pero también son espacios de actividad económica, permanente o temporal (mercados, restaurantes, bares…), y aquí una vez más Barcelona sufre la fuerte presión de ocupación de los espacios públicos para finalidades mercantiles y privadas.

Asegurar la calidad y la sostenibilidad del espacio

Si comparamos estos diferentes espacios públicos con los espacios y los recursos naturales, podremos hablar, como hizo Elinor Ostrom en su obra El gobierno de los bienes comunes, de maneras de gestionar y gobernar estos espacios que nos permitan mantener sus cualidades y asegurar su sostenibilidad. Ello nos obliga a incorporar al gobierno de estos espacios a los diversos actores implicados. Están los vecinos que conviven en ellos. Están las personas que trabajan en ellos y que los “explotan”. Están los usuarios de estos espacios, en algunos casos usuarios de los servicios que se han establecido allí, y en otros casos simplemente usuarios del espacio físico (que pueden o no ser vecinos). Los flujos de ocupación son variables a lo largo del día y a lo largo del año.

Dependiendo de las dimensiones del espacio y de la densidad de usos y de ocupantes, nos encontraremos con una rivalidad de usos que puede degenerar en carencias más o menos graves del recurso espacio. Al final siempre acaba habiendo ganadores y perdedores en relación con los usos y con las disponibilidades de los espacios de la ciudad. Y en Barcelona, estas tensiones se dan más en los barrios y en los espacios donde la densidad y la rivalidad de usos son más fuertes.

Foto: Dani Codina.
Taller de bioconstrucción en el espacio Gardenyes de Sarrià, un espacio comunitario que se vertebra a partir de huertos urbanos, talleres de bioconstrucción y actividades organizadas por las asociaciones del barrio. El espacio se enmarca también en el Pla Buits y lo gestiona la Associació Cultural Casa Orlandai.

A partir de estos elementos, ¿cómo podemos gobernar-gestionar estos espacios para permitir su utilización abierta y variada? Y añadiría, ¿cómo podemos hacerlo asegurando que los ideales de ciudadanía que hemos ido expresando se puedan mantener? Tendríamos que asegurar la existencia de lo que podríamos llamar espacio vital, es decir, espacios de la ciudad de los que se pueda disponer de manera generalizada, evitando su mercantilización y las restricciones de uso (parques, lechos de los ríos, playas…). Por otro lado, toda ciudad tiene que disponer, cuando se precise, de espacios políticos y sociales, espacios que expresan el derecho de todo ciudadano a la ciudad (plazas, calles). Y, evidentemente, habrá espacios públicos que permitan una rentabilidad mercantil o comercial (mercados, terrazas, vendedores), con las condiciones y restricciones necesarias para no entrar en conflicto ni negar los anteriores postulados.

Autonomía individual, igualdad y diversidad

Lógicamente y dentro de la perspectiva aquí defendida, sería necesario, por lo tanto, trabajar para aumentar la diversidad y evitar las limitaciones de acceso a los espacios públicos de la ciudad. Tirando de este hilo, podríamos decir que uno de los elementos más claros en los últimos tiempos es la incorporación de la dimensión de la diversidad a la tensión clásica entre libertad e igualdad. Como ya hemos avanzado, podríamos hablar de la ciudadanía como derivado de un triángulo de tensiones entre autonomía individual, igualdad y diversidad.

La solución a la cuestión de los espacios tendría que encontrar su equilibrio entre estos tres polos: el máximo de autonomía personal y, por tanto, de capacidad de contener usos heterogéneos y personalizados; las mínimas restricciones al acceso y, por tanto, el uso no discriminatorio de los espacios, pensando incluso en funciones redistributivas que los propios espacios potencian, y la capacidad de recoger las diferentes concepciones del espacio que se proyectan desde diferentes perspectivas (de género, de orígenes, culturales, de opciones vitales…). No será un equilibrio estable ni podemos imaginar que esta interrelación funcionará sin tensiones.

” La relación entre espacios y ciudadanía ha ido encontrando la manera de mantener estos equilibrios inestables y negociados momento a momento. “

Si hacemos caso a todo lo que hemos ido exponiendo, podremos afirmar que la vitalidad de una ciudad como Barcelona se mide más por el volumen de conflicto que es capaz de contener y gestionar que por la hegemonía de una lógica homogeneizadora y de consenso. Barcelona ha sido a lo largo de los últimos treinta años expresión de la voluntad de rehacer la propia trama urbana, de reconstruir espacios para todo el mundo, de ofrecer unos espacios públicos de calidad allí donde los espacios privados no lo eran, de evitar las segmentaciones urbanas y sociales, y de seguir acogiendo a visitantes y nuevos ciudadanos. Así pues, la relación entre espacios y ciudadanía ha ido encontrando la manera de mantener estos equilibrios inestables y negociados momento a momento.

En estos últimos años las tensiones han aumentado en la medida en que la desigualdad interna también lo ha hecho, en la medida en que la mercantilización de los espacios también se ha incrementado y en la medida en que el número de visitantes ha alcanzado cifras que ponen en cuestión los equilibrios a menudo frágiles que se habían ido alcanzando. No en toda la ciudad pasa lo mismo, ni en todas partes estos problemas tienen idéntica dimensión. Pero si queremos seguir apostando por una ciudad de ciudadanos (en el sentido señalado) y por la defensa de un derecho a la ciudad para todo el mundo, habrá que ir con cuidado y actuar para evitar fronteras, segmentaciones y apropiaciones mercantiles de lo que queremos que siga siendo de todos. Hay señales que indican que somos conscientes de los problemas, tanto desde los movimientos y entidades sociales como desde las instituciones. Nos conviene a todos que así sea.

Joan Subirats

Catedrático en Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Barcelona

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