Imaginar una ciudad

Vivimos el triunfo de una ciudad sin un sobrenombre claro ni imagen unívoca pero convertida en destino turístico internacional. Buscamos, pues, otra marca. Pero, ¿de verdad creemos que diciendo que Barcelona es Gaudí o el Barça o el Mediterráneo o una fiesta del talento añadiremos valor a lo que su simple nombre ya evoca?

© Sagar Forniés

Ahora que tanta gente habla como si fuese tan moderno de branding y de “marca” aplicados a tantas cosas, incluidos un país o una ciudad, quizás vale la pena apuntar que brand proviene del inglés antiguo y aparece por primera vez en el Beowulf hacia el año 1000 (como brond) con el significado literal de algo quemado, marcado con fuego. Quiero decir que la cuestión viene de lejos y que la especie de marca a que se refiere –aunque Barcelona con los años la ha conocido a fondo gracias a personas como Almanzor, Berwick, Espartero o Pricolo– no acaba de ser fácil ni dulce de relacionar con una ciudad.

Cuando se habla de “marca Barcelona” (o España, o Formentera) se está hablando de asociar la ciudad a una imagen. De imaginarla en el sentido de la primera acepción del diccionario: el de formarse de ella la imagen mental, de representarla en el espíritu. Podríamos llamarlo “adjetivar” la ciudad, o rebautizarla, o incluso tunearla, pero subrayamos que es de imágenes conceptuales (figuras: símbolos, alegorías, metáforas) y, por tanto, de imaginación de lo que estamos hablando.

Cartel de promoción municipal “Bar Cel Ona és teva”, de Mariscal.

Barcelona, a lo largo de su dilatada historia, no solo ha recibido diversos nombres (Barcino, Barcinona, Barshiluna) y los ha oído pronunciados de diversas formas, sino que ha ido viendo cómo bajo diferentes circunstancias iba cambiando también lo que se añadía al nombre estricto: la adjetivación o el sobrenombre o denominación paralelos asociados al nombre de la ciudad.

Entre los sobrenombres que de alguna manera han llegado hasta nuestros días, quizás el más antiguo es el de “cap i casal”, proveniente de la Edad Media, de los tiempos en que la ciudad era sede del condado de Barcelona, y añadido con el fin de subrayar su importancia (el mismo apelativo se empleaba en el Reino de Valencia para la ciudad de Valencia). De esta época (o, más bien, de la referencia a esta época) viene también el sobrenombre más habitual, aún hoy: el de “ciudad condal”, que para el soberanismo mental tiene el inconveniente de que deja la capitalidad en, digamos, capitalita. A principios del siglo xvii Miguel de Cervantes ubicó en Barcelona un largo episodio de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha donde se evoca la ciudad como un “archivo de cortesía” (“archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única”): la fórmula hizo fortuna y, de hecho, no ha dejado de ser usada hasta nuestros días, con una clara preponderancia en los tiempos en que el castellano era la lengua oficial de los que tenían que referirse a la ciudad de Boscán, Agustina de Aragón o Juan Antonio Samaranch.

Con la industrialización del siglo xix, Barcelona a veces fue evocada como “la fábrica de España”, pese a que a gran parte de los protagonistas de aquella recuperación económica y cultural les gustaba más hablar del “París del sur” (un paseo por el Eixample ayuda a entender que no se trataba solo de una idea abstracta). Sin embargo, para un parisién como Prosper Mérimée (el libretista de Carmen) no pasaba de ser “una sucia ciudad que se vanagloria de tener aires de capital y que se parece como dos gotas de agua a una ciudad de provincias de un departamento industrial”. En cualquier caso, la industrialización promovería la organización obrera y un grado creciente de tensión social, que en el cambio de siglo (y hasta bien entrado el xx) convertirían las calles de la ciudad en la razón de que a una Barcelona donde todavía no se celebraba la fiesta de Sant Jordi se la llamara también “la rosa de fuego”. O, si se prefiere una versión más luminosa y literaria (firmada por Joan Maragall en su Oda nova a Barcelona el mismo año de la Semana Trágica), “la gran hechicera”, imagen que el crítico de arte Robert Hughes escogió como título de uno de sus libros sobre la ciudad.

Apelativos modernos

Cartel de promoción municipal “Barcelona, posa’t guapa”.

Pasada la Guerra Civil, Barcelona fue para el franquismo “ciudad de ferias y congresos” durante décadas. Quizás hasta los felices ochenta, cuando un cartel de Mariscal y una canción de Gato Pérez se aliaron para evocar con el desmenuzado “Bar Cel Ona” (en catalán, “Bar Cielo Ola”) un destino festivo de veraneo marítimo feliz unos años antes de que los Juegos Olímpicos abriesen el frente marítimo y permitiesen redescubrir que la ciudad tenía playas… y que se pudiera llegar a ellas en metro o en autobús. Eran los años en que Eduardo Mendoza noveló retrospectivamente el impulso de la época del Modernismo hablando de “la ciudad de los prodigios” (título de una novela suya de 1986) y en que el Ayuntamiento ponía en marcha la campaña de rehabilitación “Barcelona, posa’t guapa” (“Barcelona, ponte guapa”), una iniciativa con éxito, popular y longeva (tres características pocas veces maridadas en política, aunque sea municipal). Y fue poco antes de que los Juegos Olímpicos de 1992 nos trajeran al Cobi y la idea de una ciudad con fuerza y con atractivo, paralela al “poder” que sin demasiados argumentos (“Ella tiene poder, ella tiene poder / Barcelona es poderosa, Barcelona tiene poder”) Peret y Los Manolos le atribuían (“romántica reina, la que nos parió”) en el momento de máxima exaltación olímpica. Pasado este, ya a comienzos del siglo xxi, el mismo gobierno municipal exaltó (con anuncios, que es como se suelen hacer estas cosas) a Barcelona como “la mejor tienda del mundo”, subrayando el peso, el atractivo y la diversidad del comercio de la ciudad, entendido como un activo relacionado ya con el boom naciente del turismo internacional.

Tener o ser una marca

Hemos visto, pues, como los diversos sobrenombres de Barcelona han ido hablando de capitalidad (pero menor), de cortesía, de laboriosidad, de encanto, de un atractivo explosivo, de sol y playas, de tiendas y de un poder autosatisfecho no demasiado argumentado (y pese a ello bastante convincente hacia dentro). Al fin y al cabo, todos sumados, quizás no son una descripción tan mala de la ciudad, aunque falta obviamente la pregunta sobre el destinatario y el detalle evidente de que todos estos sobrenombres no han funcionado nunca como una suma, sino como etiquetas, de las que se ponían antes en las maletas, pero pegadas una sobre otra, sustituyendo siempre a la anterior.

¿Qué Barcelona permite imaginar cada uno de los sobrenombres que la ciudad ha tenido, así como cada una de las diversas propuestas, más o menos vacilantes, que últimamente vemos asomar en el panorama? Una de las últimas, el título de la película que Woody Allen vino a rodar entre nosotros (Vicky Cristina Barcelona), fue un intento original, pero risible al fin, de nueva apelación impregnada de la insustancialidad y de buena parte de los tópicos del éxito crossover en tiempos globalizados.

¿Qué metáfora y qué sobrenombre tenemos que asociar hoy a Barcelona, después del Cobi y para superar la imagen de una sensacional tienda guapa y poderosa? El ensayista Jordi Amat, en un artículo titulado precisamente “Matar al Cobi”, sostiene que, con el gobierno tripartito de la Generalitat (2003-2010), de algún modo Cobi y el maragallismo empezaron a formar parte de un pasado sin herederos reales. Lo que ahora vivimos es sin duda el triunfo de una ciudad (más que un modelo) sin sobrenombre claro ni imagen unívoca pero convertida en destino turístico internacional, y con ello (tenemos lo bastante cerca Salou, Can Pastilla o Benidorm) se corre el riesgo de asociar Barcelona a otro tipo de marca (la de las tres eses del “sun, sand, sex”, o las cuatro del “sun, sand, sex, and sangria”) que en principio todo el mundo quiere evitar, por no citar a Roberto Saviano cuando dice que se siente seguro en Barcelona porque la mafia nunca hace correr la sangre allí donde tiene negocios. Busquemos otra marca, pues. Pero, ¿de verdad creemos que diciendo que Barcelona es Gaudí o el Barça o el Mediterráneo o una fiesta del talento añadiremos valor a lo que el simple nombre de la ciudad ya evoca?

Cartel de promoción municipal moderno de apoyo al comercio.

A París, ser la “Ville Lumière” (apelativo que, por cierto, llegó de fuera, de Londres, y que tiene cerca de dos siglos); a Nueva York, ser ”The Big Apple” (en este caso, a partir de una campaña publicitaria promovida por la ciudad en los últimos años setenta), o a Roma, ser “la Città eterna”, ni les hace falta ni representa para ellos rémora alguna. No son ejemplos aleatorios: Harold Bloom sostiene que Barcelona es una “ciudad de ciudades”, como estas tres, y que se les parece por el hecho de que se trata de ciudades de la imaginación. La pregunta sería si Barcelona juega en la misma liga que París, Nueva York y Roma –y puede, por tanto, sostenerse con o sin marca– o bien necesita imperiosamente una marca actualizada como motor o palanca y, entonces, corre el riesgo de que esta posible marca feliz (inevitablemente unidimensional) se le pegue como un chicle o una mancha para siempre (como a Aviñón ser “la ciudad de los papas” o a Dubrovnik “la perla del Adriático”). En treinta años, Barcelona ha pasado de vivir para ser enseñada a vivir de ser enseñada (con la consiguiente impresión de muchos habitantes de amplias zonas de la ciudad de haberse convertido, de alguna manera, de protagonistas en simples figurantes). Para este proceso no le ha hecho falta marca alguna (y sí la excelente labor del Consorci Turisme de Barcelona).

Buscar ahora una nueva marca denota más una debilidad que no nos atrevemos a confesar que una estrategia de fondo a medio plazo. A veces, discutir sobre los adjetivos apunta a no tener intención de discutir (o de imaginar) el sustantivo.

Jaume Subirana

Profesor de la UOC y escritor. Autor de BarcelonABC. Alfabet d’una ciutat (2013)

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