Acerca de Ramon Alcoberro

Profesor de Ética en la Universitat de Girona

“Decadencia”, un concepto a abandonar

El proyecto editorial “La ciutat del Born. Barcelona 1700”, dirigido por Albert Garcia Espuche, arrincona definitivamente la calificación de “decadente” que desde la Renaixença se había aplicado a la Cataluña de los siglos XVI-XVIII. Son once volúmenes con artículos de los mejores especialistas que documentan de manera exhaustiva la Barcelona del periodo anterior a 1714 desde la perspectiva de la vida cotidiana.

© Guillem H. Pongiluppi

Cuando en el último tercio del siglo XIX el catalanismo de la Renaixença se vio confrontado a la revisión de la historia de Cataluña y, especialmente, a replantear las bases de la relación entre Cataluña y España, una de las opciones historiográficas y metodológicas que adoptó fue la de considerar que el periodo comprendido entre los siglos XVI y XVIII habían sido tiempos de “decadencia”. Si uno podía celebrar la “renaixença” (el renacimiento) de la nación catalana era, obviamente, porque el país, recuperado de carlistadas e infaustas aventuras coloniales hispánicas, había reaccionado contra siglos de oscuridad nacional.

Los historiadores anteriores a la guerra de 1936 argumentaron que se podía hablar de decadencia de la nación catalana, básicamente por cinco razones que se implicaban unas a otras al modo de una telaraña o un bucle. Así, por un lado, a lo largo de trescientos años el país no se había podido construir como estado debido a su debilidad demográfica y, por otro lado, había perdido a la clase dirigente propia, castellanizada y abducida por la Corte. También se había ido abandonando la lengua literaria en favor del castellano y, además, la voluntad de ser no se expresaba políticamente en las instituciones y se iba diluyendo en el pueblo. Por último, el hecho de que Cataluña no hubiera podido comerciar con América, al cerrársele las puertas del Atlántico, habría sido la última de las causas del desmoronamiento. Todo ello dibujaba una imagen triste de la nación que, en hipótesis, habría remontado con la industrialización y que con las Bases de Manresa (1892) habría encontrado la manera de resolver (dentro de Cataluña) siglos de sumisión y miseria política.

© MUHBA / Pere Vivas i Jordi Puig
Músicos y bailarines durante una fiesta en un jardín barcelonés; fragmento del plafón cerámico denominado La chocolatada, de 1700, expuesto en el Museu de Ceràmica de Barcelona.

“Decadencia” era, pues, una palabra que en la historiografía catalana se contraponía a la más supuesta que real plenitud medieval catalana, y a la esperada recuperación nacional (de raíz romántica) que se vislumbraba con el movimiento de juegos florales de la Renaixença. Incluso desde el punto de vista filosófico, la decadencia ligaba bien con la concepción dialéctica hegeliana y con el historicismo académico herderiano. En el imaginario simbólico del catalanismo, al momento positivo imperial (tesis), representado por la época medieval, se oponía un momento negativo (antítesis) españolista y decadente, del que saldría una síntesis (o negación de la negación) de renacimiento o renaixent. Síntesis que, todo hay que decirlo, incorporaba el elemento de potencia medieval de la tesis y no olvidaba el hecho de que Cataluña formaba parte de España como consecuencia de la desafortunada etapa “decadente”. Todo cuadraba. Incluso si alguien era españolista de formación o de convicciones, argumentar la supuesta decadencia ayudaba a justificar un elemento premoderno y poco racionalista del catalanismo.

© AHCB
El Llibre dels quatre senyals del General de Catalunya, recopilación de les normas que regían el funcionamiento de la Generalitat, en una impresión de 1698.

El concepto de decadencia, que aún aparece en los manuales escolares aplicado a los siglos XVI-XVIII, ha marcado casi a fuego la historiografía catalana y ha servido interesadamente para describir un periodo y, se quiera o no, de modo implícito ha servido también de reproche a la debilidad de una sociedad catalana supuestamente adormecida. De hecho, nuestro himno nacional es poco más que una invitación a conjurarnos para evitar para siempre el espectro: “Catalunya triomfant, tornarà a ser rica i plena” [Cataluña triunfante, volverá a ser rica y plena], cantamos los catalanes. Ahora no se trata de analizar lo que de interesado y de poco consistente intelectualmente había en la construcción del concepto. Apuntemos, simplemente, que es comprensible que los líderes del catalanismo considerasen nuestra historia en términos decadentes, en especial después del fracaso de la I República y la derrota española en Cuba en 1898, cuando el proyecto monárquico y centralista español se hizo literalmente inviable por puro anacronismo.

La patria de los historiadores de raíz romántica, que en los versos de Gassol “va morir tan bella / que mai ningú no la gosà enterrar” [murió tan hermosa / que nunca nadie se atrevió a enterrarla], necesitaba empezar de nuevo y su resurrección solo era posible a partir de certificar una previa y supuesta muerte civil del país, que los historiadores constataban mediante la construcción intelectual de una decadencia catalana superada ya para siempre. Desde la Renaixença, como muy bien sabe cualquier lector del poeta Maragall, “la Morta” [la Muerta] aquí es España.

Un país consciente de sus derechos no es decadente

Las cosas, no obstante, no eran tan sencillas, porque los hechos no cuadraban con los esquemas previos: ¿Cómo podía resultar compatible una supuesta decadencia con los alzamientos patrióticos de 1640 y de 1714 y con el aumento de riqueza del país en contraposición a la situación del resto del estado español? No era mínimamente serio considerar decadente a un país que sabía –como explicaba Ferrer i Sitges en la Junta de Braços de 1713– que “lo príncep no pot fer lleys y constitucions en Cathalunya sens intervenció, consentiment y aprovació dels catalans, lo princep y sos ministres no poden judicar sino per directe, ço és ohides les parts i ab cognició de causa” [el príncipe no puede hacer leyes y constituciones en Cataluña sin intervención, consentimiento y aprobación de los catalanes, el príncipe y sus ministros no pueden juzgar sino directamente, esto es oídas las partes y con conocimiento de causa]. Un país con conciencia de sus derechos no es decadente. Era obvio que algo no encajaba, y ya bajo el franquismo, a partir de la década de 1960, etapa de revisión metodológica en la historiografía catalan, el tema se replanteó nuevamente en la medida en que entraban en crisis los modelos románticos y el esquematismo dialéctico.

© MUHBA / Pep Parer
Fragmento de la pintura anónima del Bornet, de principios del siglo XVIII. La obra, perteneciente al Museu d’Història de Barcelona, refleja la intensa actividad comercial y social de esta àrea central de la Barcelona antigua, el actual paseo del Born.

Romper con el hábito historiográfico no fue fácil. Hay que decir que a lo largo de más de un siglo (de 1848 a 1960) casi únicamente un solo hombre, el filósofo Francesc Pujols, argumentó contra el reduccionismo histórico que condenaba trescientos años a la categoría de “siglos oscuros”. Pero su Concepte general de la ciència catalana fue considerado poco más que una ocurrencia. Fue Pierre Vilar el primero que reivindicó desde la academia que el XVIII no había sido de ningún modo un momento de decadencia, sino de crecimiento económico. Si bien se complicó con apriorismos derivados de un marxismo muy esquemático, no se le pueden negar aportaciones significativas. Los trabajos de la generación de Núria Sales, Eva Serra y Ernest Lluch significaron una renovación radical en la óptica de los estudios sobre la época moderna que hoy hemos podido reafirmar con numerosas aportaciones de jóvenes historiadores.

Es significativo que la revisión en profundidad del concepto de “decadencia” sea uno de los rasgos que identifican más claramente a la generación de historiadores que entre 1968 y 1982 estudian en la Universitat de Barcelona, o que empiezan a impartir clases en ella. En Un siglo decisivo: Barcelona y Cataluña, 1550-1640, Albert Garcia Espuche establece claramente que las raíces de la prosperidad dieciochesca hay que buscarlas con anterioridad, en el siglo XVI, y el redescubrimiento de la historia del Mediterráneo por los Anales hace obvios los paralelismos entre Cataluña y las pequeñas ciudades de Italia y el republicanismo holandés. Por otro lado, los libros de Antoni Simon, escritos a partir del estudio de los documentos de Simancas, han puesto de manifiesto el vínculo entre 1640 y 1714. Ya antes, los trabajos de los historiadores catalanes exiliados en América, Marc-Aureli Vila, y, muy especialmente, Pere Voltes, mostraron, además, que la prohibición del comercio de Cataluña con América, pese a ser cierta, había sido relativamente fácil de sortear.

Hoy es historiográficamente insostenible la tesis de una Cataluña decadente y españolista que abarcaría los siglos XVI-XVIII: la edición de los Dietaris de la Generalitat muestra que, incluso entre la clase dirigente, las inquietudes políticas iban por otro lado, y el conocimiento cada vez mayor de la cultura popular del periodo pone de manifiesto la existencia de una sociedad plural y diversa, con una actividad comercial abierta al mundo y una conciencia nacional siempre presente. Incluso un azar histórico y político vinculado a la globalización ha tenido a su vez una gran influencia sobre la reconsideración conceptual de la supuesta decadencia. La moda de los estudios poscoloniales, y de la historia de las gentes sin historia, ha traído consigo un nuevo interés por el estudio de las estrategias de las sociedades que se organizaban al margen, o en contra, del Estado –y si alguna sociedad se puede considerar de modelo republicano y antiabsolutista, ciertamente es la que apunta en el discurso de Pau Claris que recogió (o reelaboró) Melo.

Proyecto de revisión histórica

El mejor conocimiento de la historia catalana de los siglos XVII y XVIII y la obsolescencia del concepto de decadencia que, desde la Renaixença, nos ha impedido percibir la originalidad de estos dos siglos, están muy vinculados, en los últimos veinte años, al conocimiento de la Barcelona de 1714 que deriva del proyecto del Born. A partir de las obras olímpicas, que permitieron reencontrar fragmentos significativos de la ciudad demolida por Felipe V, y especialmente con la excavación sistemática del antiguo mercado del Born iniciada en 2002, la reconstrucción de la vida cotidiana de los habitantes del antiguo barrio de La Ribera y, en particular, el análisis de la vida cotidiana de la parroquia de Santa Maria del Mar han avanzado lo bastante como para permitirnos conocerla con detalles casi minimalistas. Sabemos, de hecho, con nombres y apellidos quién vivía en cada casa, qué se hacía en ella y cuál era su ajuar. La circunstancia de que los archivos notariales de Barcelona sean de los más completos de Europa –al parecer solo superados por Génova–, y de que se conserve también íntegro el archivo parroquial de Santa Maria del Mar, sumado al buen estado de los archivos del antiguo Colegio de Cirujanos, han ayudado a avanzar en la investigación positivista y en términos de microhistoria a un nivel impensable hasta hace poco.

Un triste azar urbanístico, burocrático y político, las dilaciones difícilmente justificables en la museización del Born que se han extendido a lo largo de demasiados años (y que ahora quedan resueltas con la inauguración oficial de El Born Centre Cultural), han permitido hacer un estudio muy profundo de los archivos y de los materiales, sin los cuales muy posiblemente las tesis historiográficas tradicionales no habrían podido ser rebatidas con tanto fundamento.

Es de justicia reconocer en todo este contexto la tarea realizada por Albert Garcia Espuche, con quien la ciudad de Barcelona y la historiografía catalana moderna han contraído una deuda impagable. Gracias a él y a su equipo, hoy podemos afirmar con rotundidad que Barcelona (y por extensión toda Cataluña) no era decadente a finales del siglo XVII y a principios del XVIII: una ciudad que conoció los primeros cafés de España, en la que trabajaban unos veinte fabricantes de pelucas y en la que se vendían más de sesenta tipos diferentes de tabaco, puede ser todo lo que se quiera, excepto decadente.

Prosperidad y cosmopolitismo

Apartada de la red de poder y de la pompa cortesana, Barcelona y, por extensión, Cataluña, se hicieron prósperas por la iniciativa de su ciudadanía. Como muchas ciudades holandesas e italianas de la época, Barcelona –y con ella Cataluña– cambió honores por trabajo antes y después de 1714. La adversidad borbónica trajo la miseria, pero la Barcelona de los siglos XVII y XVIII, tal como la describen los archivos notariales, era una ciudad situada en el mismísimo centro de una extensa red comercial, con recursos, con un comercio vivo y con una tradición cultural y un cosmopolitismo que ni las borbonadas más absurdas pudieron ahogar. No fue en modo alguno la derrota de Cataluña de 1714, ni el nuevo marco económico borbónico, lo que produjo el desarrollo, detectado por Pierre Vilar, de la economía del XVIII, sino que el crecimiento y la incorporación catalana a la Revolución industrial son consecuencia de una larga oleada previa y solo se explica por el formidable conjunto de energías acumuladas en más de doscientos años de trabajo y de innovación constante. Hoy esta afirmación está absolutamente documentada y la colección “La ciutat del Born. Barcelona 1700” (publicada por el Ayuntamiento de Barcelona, últimamente con el apoyo de la Fundación Carulla y la Editorial Barcino) constituye una herramienta importante en la renovación de los estudios históricos sobre el periodo.

© AHCB
Retrato de Carlos III el Archiduque en el libro Privilegis de la ciutat de Barcelona, del Arxiu Històric de la Ciutat.

Once volúmenes colectivos –de los que, hasta ahora, ya se han publicado diez– con artículos de los mejores especialistas documentan de manera prácticamente exhaustiva la Barcelona del siglo anterior a 1714 y lo hacen, además, desde la perspectiva de la vida cotidiana. Metodológicamente, los textos muestran también la madurez de una escuela historiográfica catalana que usa de manera creativa las técnicas de la microhistoria y de la historia de las mentalidades, superando las limitaciones de la veterohistoria económica marxista. Es difícil encontrar en cualquier campo cultural y en cualquier país a más de cuarenta autores competentes y tan bien coordinados en un proyecto común. Y todavía lo es más cuando se conocen las limitaciones y la precariedad de la vida académica catalana, económicamente siempre bajo mínimos, lo que hace aún más significativo el proyecto. Literariamente, son textos de una gran claridad, al alcance de cualquier persona interesada pero no especialista y dejan traslucir aquel punto nostálgico de vida cotidiana que los hace agradables de leer. En manos de un novelista, esta colección es, sin duda, una mina de oro por lo que nos descubre acerca de las costumbres y las mentalidades e, incluso, por la luz que proyecta sobre nuestro presente. Son los pequeños detalles los que construyen las grandes historias y las cuidadosas explicaciones sobre el comercio, sobre las modas o sobre el café y el tabaco en la Barcelona de 1700 permiten percibir el latido de una ciudad viva, cosmopolita y diversa. O como mínimo tan diversa como podían serlo las ciudades-estado italianas y holandesas de su momento. La circunstancia minúscula, el detalle balzaquiano o petit fait vrai de Stendhal que necesita el novelista se encuentra oculto en los documentos de los notarios –y ha sido recuperado por los historiadores.

Los libros, ya se sabe, solo tienen sentido cuando un lector sigue pensando en ellos, y soñando, tras su lectura. Es obvio que en la colección “La ciutat del Born” hay material para muy buenas novelas y para una reflexión sobre la continuidad cultural del país. Y también parece evidente que habrá un antes y un después en historiografía tras este importante esfuerzo editorial. Pero lo que deberemos a Garcia Espuche y al equipo que él ha coordinado es, sobre todo, que una etiqueta triste como la de “decadencia” podrá olvidarse. No me parece poco.

Todos los títulos de “La ciutat del Born. Barcelona 1700”

En los siguientes enlaces se puede encontrar una reseña de los libros que forman esta colección:

1. Jardines, jardinería y botánica.

2. Danza y música.

3. Juegos, trinquetes y jugadores.

4. Fiestas y celebraciones.

5. Drogas, dulces y tabaco.

6. Lengua y literatura.

7. Medicina y farmacia.

8. Interiores domésticos.

9. Política, economía y guerra.

10. Indumentaria.

En preparación:

11. Derecho, conflictos y justicia.

Indumentaria

  • Indumentària
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2013 (previsto)

En un análisis de la sociedad barcelonesa como el que propone la colección Barcelona 1700 no podía faltar un volumen dedicado al estudio de la ropa y el vestuario de nuestros antepasados. El volumen, con colaboraciones de Albert Garcia Espuche, Sílvia Carbonell con Sílvia Saladrigas, Francesc Riart, Julia Bertrán de Heredia con Núria Miró, Aileen Ribeiro y Ruth de la Puerta Escribano, nos ayuda a entender no tan solo el paisaje humano de las calles en los siglos XVII y XVIII, sino también buena parte de las tensiones sociales que atraviesan el período, porque no en vano el textil es desde mediados de siglo XVII el motor de la economía catalana, y la producción de los telares identificará al país durante siglos.

Es el mundo de los mercaderes barceloneses, el de los gremios de la lana y de los tejidos, la auténtica punta de lanza en la innovación (a costa incluso de enviar cuando es preciso “espías” a aprender las técnicas en otros países, desde Holanda e Inglaterra hasta las tierras de Occitania). Y son los gremios de estos ámbitos quienes encargan el Político discurso de Narcís Feliu de la Penya (1681), hito en los estudios de economía en nuestro país.

No es fácil decir si los barceloneses de 1700 iban bien o mal vestidos. Pero es un hecho que el volumen documenta que los vestidos se confeccionaban con 68 tipos de tejidos distintos, y las piezas de abrigo con 35, lo que indica una sofisticación en el gusto y quizás también a una cierta disponibilidad económica. El sorprendente número de camisas que aparecen en los recuentos de la ropa de menestrales y pescadores demuestra, además, que es básicamente erróneo el tópico según el cual nuestros antepasados iban sucios. Y el hecho de que en las excavaciones del Born hayan aparecido gafas con montura metálica –una de las cuales lleva inscrita la palabra “London”– permite pensar que la Barcelona de la época poseía un cierto nivel de sofisticación, tanto en el vestir como en otros ámbitos de la vida cotidiana.

A través de la ropa y del vestuario en general puede observarse de modo muy significativo el cambio social y la fuerza del cambio de las costumbres. Del siglo XVII al XVIII no solo se produjo una transformación lenta pero imparable en las formas de vestir, que pasan de imitar las formas de la Corte española (ropa oscura y poco ágil) a recoger las novedades que llegan de la Corte francesa, donde la ropa era bastante más luminosa y atrevida. Tan atrevida que, como se documenta gráficamente en el libro, en los banquetes las mujeres no necesariamente llevaban cubiertos los pezones. La exuberancia y el lujo del período son muy bien conocidos por los historiadores, e incluso un clásico como Fernand Braudel ya observó que por toda Europa se puede situar el nacimiento de lo que entendemos como “moda” hacia el año 1700. Es interesante saber que en Barcelona en 1716 había un peluquero genovés, otro boloñés y media docena franceses trabajando habitualmente, o que ese mismo año había hasta siete alpargateros en la ciudad. El cosmopolitismo de nuestros antepasados está, por tanto, suficientemente documentado.

Pero el vestuario muestra todavía, a modo de ejemplo, las tensiones sociales producidas por el ineficiente funcionamiento del sistema impositivo (la bolla), que ni era capaz de frenar el contrabando, ni facilitaba un marco jurídico en el que se potenciase la actividad económica. Es bien sabido que las tensiones proteccionistas derivan, en buena medida, de la tradicional desconfianza de los gremios por la actividad comercial. Cuando en el año 1705 las cofradías del textil y de la piel piden “remei” (sic), remedio, por el daño causado por el libre comercio y proponen prohibir “lo consumir y gastar teixits d’or i plata y paños y sargas forasteros” [el consumir y gastar tejidos de oro y plata y paños y sargas extranjeros], es difícil que no resuenen en los oídos del lector las quejas que durante el XIX y gran parte del XX manifestaron los elementos más retrógrados y apolillados del proteccionismo de esta tierra. En historia, lo micro es muy a menudo el lugar en el que se juegan las grandes tensiones sociales.

Política, economía y guerra

  • Política, economia i guerra
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2012
  • 286 páginas

El volumen titulado Política, economia i guerra (2012) de la colección Barcelona 1700 incluye artículos de Albert Garcia Espuche, Joaquim Albareda, Eduard Puig, Eduard Martí, Rosa M. Alabrús, Agustí Alcoberro, Neus Ballbé, Francesc Miralpeix y Miquel Gea, Laia Santanach y Juan Álvaro González. Estos tres últimos firman colectivamente un artículo dedicado a “La reconstrucció de la Ciutadella” [La reconstrucción de la Ciudadela] en el que explican no solo la detallada planimetría que empleó el arquitecto Joris Prosper van Verboom para proyectar la Ciudadela según el modelo de Vauvan, sino también su propio proyecto informático de reconstrucción en tres dimensiones de la Ciudadela, que puede verse ahora en El Born, como si fuese una maqueta de madera a escala 1/500.

Si los volúmenes de la colección Barcelona 1700 pueden enmarcarse dentro de la microhistoria y se abastecen fundamentalmente de los magníficos archivos notariales barceloneses, este volumen, en cambio, está mucho más centrado en las estructuras de poder anteriores a la guerra y en las consecuencias sociales y políticas de la derrota. Un historiador notará enseguida que el volumen recoge las líneas de interpretación de Joaquim Albareda, que colabora con dos textos: “Política, economia i guerra” [Política, economía y guerra] y “Ramon de Vilana Perlas”. Quedan muy atrás los tiempos en que se podía hablar de decadencia para referirnos a los siglos XVII y XVIII, y los estudios de Albareda han sido de una importancia central a la hora de explicar el cambio de modelo interpretativo que ha llevado a redescubrir una Barcelona centro marítimo del Mediterráneo, capaz de comerciar activamente con toda Europa y que se mira en el modelo político holandés.

En la Barcelona anterior a la guerra, el gobierno municipal barcelonés es expresión, en palabras de Albareda, de una “movilidad constante del personal político, lejos de ser ocupado por una casta hereditaria como sucedía con los concejales de las ciudades castellanas”. En esta Barcelona que dispone de un patriciado dinámico, y en una Cataluña muy vinculada a sus propias Constituciones, se hace posible una autoconciencia diferenciada que hoy, desde las tesis del republicanismo, identificamos como nacionalista integradora. Cuanto más se conoce la historia de los siglos XVII y XVIII desde las fuentes primarias, más obvio es que el catalanismo popular constituye el nervio del país a lo largo del tiempo.

La vinculación de la ciudadanía catalana con sus libertades se ha manifestado repetidamente, y a menudo en forma bélica, a lo largo de los siglos. Pero es muy significativo que la continuidad en la historia del país haya que entenderla en términos de libertades civiles. En palabras de Giovanni Botero, uno de los filósofos políticos más interesantes del Barroco, Barcelona “apar més república franca que ciutat vassalla” [parece más república franca que ciudad vasalla]. Y como escribe Albareda, “la ausencia real, un auténtico inconveniente en sentido político, significó una ventaja a la hora de definir una política en términos propios, más republicana”. De la lectura del texto se deriva una consecuencia bastante obvia. En un tiempo de tendencias absolutistas y centralizadoras, el poder absolutista no podía tolerar una Cataluña y una Barcelona dinámicas, comerciales y –esto era lo peor– vinculadas a sus tradiciones políticas propias, democráticas y autocentradas. Gran parte de la tragedia política de este país se fragua en los siglos XVII y XVIII cuando es obvio que las dos lógicas de poder (tradicional y mercantilista versus imperialista y centralista) resultan incompatibles entre sí.

La derrota de 1714 y la pésima defensa internacional del caso de los catalanes posteriormente hicieron que Pau Ignasi Dalmases escribiera: “Quedant esclaus los catalans i arruïnada Catalunya, haurem amb nostres desditxes fabricat lo benefici dels alemans, inglesos, holandesos i portuguesos” [Quedando esclavos los catalanes y arruinada Cataluña, habremos con nuestras desdichas fabricado el beneficio de los alemanes, ingleses, holandeses y portugueses]. Esta especie de “conciencia infortunada” ha acompañado a los catalanes a lo largo de tres siglos. Sencillamente, ya es hora de superarla.

Interiores domésticos

  • Interiors domèstics
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2012
  • 315 páginas

Interiors domèstics (2012) es un volumen que nos acerca al mundo de las casas particulares y de la intimidad de los barceloneses de los siglos XVII y XVIII. Cuenta con textos de Albert Garcia Espuche, Xavier Lencina, Rosa M. Creixell, Immaculada Socias Batet, Anna Molina i Castellà, Julia Beltrán de Heredia Bercero y Núria Miró i Alaix. El dilema “interiores ricos, interiores pobres” parece que describe en Barcelona la complejidad social de una ciudad en la que no abundan las grandes casonas, ni hay buenos coleccionistas de arte, pero donde encontramos una importante industria de platería y la gente vive en casas bastante confortables para la época. Una ciudad de clases medias es un espacio sin lujos pero con un menaje doméstico muy cuidado.

La Barcelona del Barroco era equiparable a tantas otras ciudades europeas, si bien hay que decir que era comercial pero no especialmente suntuaria. No encontraremos, por lo tanto, grandes interiores aristocráticos, ni ricas decoraciones ambientales. De hecho, en la ciudad no se estila hablar estrictamente de “palacios”, sino de “casonas”. Las decoraciones fastuosas no se avienen quizás con la psicología del país. Las pinturas del Vigatà, que hoy pueden verse en la biblioteca del Ateneu Barcelonès, aparte de ser muy tardías, representan un tipo de vida que estaba lejos de ser el habitual en el país incluso entre las clases acomodadas. Immaculada Socias documenta incluso que, entre la nobleza provincial barcelonesa, nadie tenía una galería dedicada a los retratos de los antepasados, lo que habría sido impensable en la mayoría de las grandes capitales europeas y que dice mucho acerca del carácter mesocrático de la Cataluña de los siglos XVII y XVIII. Sin pintura de Corte –quizás solo el pintor Joan Arnau fue a Madrid y allí estuvo en contacto con Eugenio Gages–, lo que se podía encontrar en Barcelona eran “cuadros de devoción” y bienintencionada pintura de Vírgenes, realizadas en serie, porque la demanda social de arte existía, pero la osadía en las formas y los motivos se habría considerado fuera de lugar.

Se ha dicho, incluso aplicado a grandes centros urbanos como París, que en el siglo XVIII no existía aún estrictamente hablando el concepto de confort doméstico; a menudo las habitaciones eran oscuras y la mayoría de las casas eran de planta baja y dos pisos (51,9%) o de planta y un solo piso (29,2%), nada fastuosas. No sería hasta la Inglaterra posterior a las guerras napoleónicas, y específicamente hasta los tiempos victorianos, cuando la idea de privacidad iría arraigando, hasta llegar a su consagración con la famosa “habitación propia” que Virginia Woolf consagró en literatura. “Intimidad” es, al fin y al cabo, un concepto romántico. El problema de la calefacción obligaba a construir alrededor de un hogar que era el auténtico centro de la casa. Y si hogar y cocina coincidían, aquí sería y no en los espacios más privados donde se constituiría el centro de la casa. Las casas catalanas del período, vistas por dentro, parecen ser más bien la prolongación de los talleres, cargadas de utensilios, no siempre espaciosas, pero poco cerradas en sí mismas y con un mobiliario que denota frecuentemente los usos complejos –e intercambiables– del espacio doméstico donde también se trabajaba en telares y otras tareas de pequeños talleres. Incluso en los interiores dieciochescos de las clases acomodadas el lujo urbano era mínimo y la funcionalidad no tenía mucho de decorativa. Solo algunas pinturas de temática religiosa rompían la monotonía de los espacios. Cataluña, pese a todo, no era Holanda, y la decoración floral no parece muy presente en la pintura que compraban los burgueses de la época.

Una vez más, y como resulta habitual en toda la serie de Barcelona 1700, encontramos una ciudad construida por burgueses que, cuando se sienten espléndidos, o cuando llegan a atesorar una pequeña fortuna, compran joyas, de factura muy tradicional y muy a menudo de plata, tanto como inversión segura como para regalo, pero que desconfían del valor que puedan tener los cuadros o las esculturas a la hora de hacer crecer el patrimonio. La lista de compradores del platero Francesc Roig incluye a maestros, herreros, sastres y alguna hortelana, y eso significa (aunque a veces comprasen de fiado) que había en Barcelona una importante red urbana suficientemente articulada, ahorradora y consciente de su papel social. Sin embargo, Albert Garcia Espuche y Anna Molina no pueden dejar de advertirnos de que los registros notariales y los inventarios post mortem eran muy cuidadosos a la hora de diferenciar los objetos “de valor” de los falsos, haciendo anotaciones del tipo “oro berberí”, “balaj” (rubí falso) o “contrahecho” (de imitación), cuando se refieren a joyas. Si en algún lugar se nota el cosmopolitismo, es, curiosamente, en la vajilla y en el menaje del hogar. Objetos de cerámica popular, platos y cazuelas y pequeños bibelots decorativos llegan de toda Europa a través del activo comercio marítimo.

Resulta muy interesante comparar la manera en que nuestros antepasados construían el espacio doméstico, con la forma en que se concibieron los pisos “modernos”, sobre todo a partir de la irrupción del noucentisme en la arquitectura barcelonesa. La sociedad catalana del siglo XX construyó el espacio doméstico de un modo muy freudiano y, si estamos acostumbrados a nuestra concepción de la privacidad, sin duda el mundo de 1700 nos resultará bastante lejano. En el modelo más habitual de piso del Eixample barcelonés se encontrarán espacios amplios para enseñar a las visitas, para mostrar y mostrarse, como por ejemplo los salones y el famoso “salón-comedor”, tan típico entre 1920 y 1970, que se contraponen a los espacios privados, las habitaciones pequeñas y que no se muestran. El pisito barcelonés de noventa metros, que aún hoy es ampliamente mayoritario en la ciudad, puede describirse como un espacio freudiano, porque hay un consciente (lo enseñable) que se contrapone a un inconsciente (lo que no se muestra), en una oposición muy marcada. El interior doméstico del XVIII, en cambio, es un espacio comunitario, mucho más amontonado, poco pensado como espacio de exhibición pero muy vivido. Más pequeño, pero más vivo. Y quien sabe si de un modo u otro los nuevos usos sociales no nos harán volver a este modelo, menos individualista, de habitación.

Medicina y farmacia

  • Medicina i farmàcia
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2011
  • 303 páginas

El volumen Medicina i farmàcia (2011), de la colección Barcelona 1700, incluye contribuciones de Albert Garcia Espuche, Alfons Zarzoso, Josep Maria Camarasa, Àlvar Martínez Vidal, José Pardo Tomás, Teresa Huguet Termes, Adrià Casas Ibáñez y Julia Beltrán de Heredia Bercero. De hecho, el tema de la medicina en los siglos XVII y XVIII resulta central no solo desde el sentido estricto de la salud, tanto en lo relativo a la higiene pública como a la privada, sino también por la aportación que los médicos realizaron a la aparición de una nueva mentalidad, lo que en filosofía se denomina el empirismo. Medicina e higiene pública son dos de los parámetros centrales en que se expresa la modernidad.

No se ha explicado suficientemente la gran importancia de los nuevos descubrimientos médicos en la conformación del cambio de las mentalidades populares en el paso a la Edad Moderna. Sin los primeros éxitos médicos en la lucha contra una larga serie de enfermedades, el poder de la Iglesia –y en general de la tradición– no habría recibido el golpe de sufrir bajo las Luces. Pero la medicina no es solo un tipo de conocimiento; desde la mirada del historiador, es también un gremio que acumula poder. Los médicos catalanes (y muy especialmente gerundenses) tenían desde la Edad Media una larga tradición de ampliación de estudios en Montpelier (que en los siglos XVII y XVIII fue uno de los centros del materialismo médico, incluso glosado por Diderot en El sueño de D’Alembert) y constituían una parte central de la oligarquía política e institucional. Por ello el debate que en la segunda mitad del XVII recorrió toda la medicina europea, el que enfrentaba a los galenistas tradicionales con los innovadores “químicos”, tuvo una amplia resonancia en Cataluña, en un doble sentido, científico e institucional.

El Estudio de Medicina barcelonés, creado en 1565, no tan solo estaba articulado en torno a la facultad y el Hospital de la Santa Creu, sino que había construido una compleja red de salud pública, en la que médicos, boticarios, cirujanos y barberos, sanadores, comadronas e incluso veterinarios tenían cada uno un ámbito de responsabilidad propia y en la que a menudo aparecían complicados problemas de convivencia. De hecho, los médicos no tan solo tenían que saber catalán, sino también latín. Obras como la Pharmacopea catalana, de Joan d’Alòs (1686), muestran la dificultad de la regulación de la profesión. Y no está de más saber que este texto fue sustituido en 1739 por la Pharmacopeia matritensis, impuesta con voluntad uniformadora por el Real Tribunal del Protomedicato de Castilla.

La ruptura que significó la derrota catalana en la Guerra de Sucesión truncó la tradición médica catalana, tal como documenta el valioso artículo de Alfons Zarzoso “Més que metges: ‘gaudints’” [Más que médicos: “gaudints”]. Los médicos eran personas de lectura y a menudo establecían complejos mecanismos para formar parte de la gente bien (los “gaudints”) de la ciudad. Pero al mismo tiempo, la medicina y la actividad científica estaban muy vivas; en este ámbito destacó la estirpe de botánicos Salvador y, especialmente, Jaume Salvador i Riera (1683-1726), formado en Francia y en Italia, que mantuvo una extensa correspondencia con científicos de la época y que muestra la vitalidad de la cultura en la época del Archiduque. Los trabajos sobre “Mestres cirurgians i mestres anatòmics” [Maestros cirujanos y maestros anatómicos], de Àlvar Martínez Vidal y José Pardo Tomás, y sobre “L’Hospital de la Santa Creu”, de Teresa Huguet Termes, aportan también numerosa documentación acerca de una actividad científica nada despreciable, que cesó de una manera brutal a consecuencia de la derrota del país.

Lengua y literatura

  • Llengua i literatura
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2011
  • 287 páginas

El sexto volumen de la colección Barcelona 1700 ha sido dedicado al tema siempre arriesgado de la lengua y la literatura, e incluye artículos de Joan Santañach i Suñol, Xavier Torres Sans, Xavier Cazeneuve i Descarrega, Albert Garcia Espuche, Francesc Feliu y Josep Solervicens. Como toda la serie, también este volumen incide en la microhistoria y en la historia social con el fin de mostrar el crecimiento cultural de una ciudad que en 1516 contaba con diez libreros y que antes de 1714 había llegado a albergar hasta 23. Artículos como “La decadència de la Decadència. Consideracions sobre un concepte historiogràfic prescindible” [La decadencia de la Decadencia. Consideraciones sobre un concepto historiográfico prescindible], de Joan Santañach, establecen que hay que revisar la construcción romántica (y muy ideológica, en el peor sentido de la palabra) de la supuesta “vergonyosa decadència / en què vui jau la catalana faula” [vergonzosa decadencia / en la que hoy está sumida el habla catalana], por decirlo como Aribau a Ramon Muns en 1817. Confundir la diglosia, políticamente obligada por el absolutismo, con la castellanización ha sido un error demasiado frecuentado hasta no hace mucho, pero hoy es una posición documentalmente insostenible.

El texto de Xavier Torres Sans sobre “Llegir, escriure i escoltar a la Barcelona del Sis-cents” [Leer, escribir y escuchar en la Barcelona del Seiscientos] coincide con las observaciones de Albert Rossich y Pep Vallsalobre al valorar el esfuerzo de los literatos de finales del XVI por construir una literatura más exigente en catalán, frustrado por el “silencio espeso” de la posguerra de los Segadores. Queda por revisar sin prejuicios el apócrifo Llibre de feits d’armes de Catalunya que trabajó Coll i Alentorn y que, siendo un texto forjado por un supuesto rector de Blanes del siglo XV, constituye en realidad una “forma oblicua de polémica política”. También habría sido interesante analizar en profundidad la figura, tan compleja, de Narcís Feliu de la Penya, y su Fènix de Catalunya (1683), que, pese a tener fama de constituir “literatura de contrición”, posiblemente es mucho más que eso. Feliu es un personaje difícil y excesivamente marcado por lo que en historia literaria se denominan “lecturas retrospectivas”.

Pero es un hecho que el retroceso del catalán no empieza con la derrota de 1714; hay que ir a buscarlo sobre todo en la crisis política posterior a la Guerra de los Segadores. Cada vez es más evidente para los historiadores que la pérdida de las libertades catalanas debe leerse como una tragedia en dos actos y no solo en uno. Desde un punto de vista sociolingüístico, resulta obvio que la pérdida de poder político de un país siempre está acompañada por la pérdida de prestigio social de la lengua propia. El autoodio de los vencidos es un factor bien conocido también por los psicólogos, de modo que no puede sorprender que la vacilación lingüística y la tentación de abandonar la lengua propia para adoptar la de los vecinos constituyesen una característica muy obvia en las clases dominantes al cabo de dos derrotas, en la Guerra de los Segadores y en la de Sucesión, que dejaron al país muy maltrecho y sin clases dirigentes lo suficientemente seguras de sí mismas. La misma mezcla macarrónica de catalán, castellano y latín que usan poetas de la época como Jaume de Portell, estudiado por Francesc Feliu en el artículo “La llengua literària” [La lengua literaria], solo puede producir hoy una sonrisa de conmiseración. Del mismo artículo de Francesc Feliu vale la pena recuperar un fragmento muy breve del canónigo Josep Romaguera, fechado en 1681, en el que este desea “desmentir lo error vulgar ab què.s desprecia nostra llengua per basta y per grosera” [desmentir el error vulgar con el que se desprecia nuestra lengua por basta y por grosera]. Romaguera, que posteriormente formó en el austracismo militante, muestra también hasta qué punto al menos la gente más lúcida de Cataluña en la época era consciente de la existencia de graves problemas en el ámbito de lo que hoy llamamos diglosia.

La situación se puso definitivamente mal para la lengua catalana con la derrota del 11 de septiembre. El notario Aleix Claramunt, en la crónica del asedio de Barcelona de 1713-1714, explícitamente titulada Per desengany dels esdevenidors, escribió: “Vulla sa divina magestad mirar-nos amb ulls de pietat perquè sapiam esmenar-nos y complir a la obligació de lleals vassalls. Que amb lo temps s’acomódan las cosas” [Quiera su divina majestad mirarnos con ojos de piedad para que sepamos enmendarnos y cumplir con la obligación de leales vasallos. Que con el tiempo se acomodan las cosas]. Como es sabido, las cosas “no se acomodaron” en absoluto, pero la lengua catalana estaba muy viva en la calle y resistió incluso en la más dura persecución política; una persecución que fue brutal y que ha sido documentada por Ferrer i Gironès de un modo incontrovertible.

Quizás por eso lo más innovador del volumen son sendos artículos, “Paraules de la ciutat del Born” [Palabras de la ciudad del Born], de Garcia Espuche, que documenta el léxico de la época en su riqueza, y el extraordinario “La llengua de la documentació notarial de la Barcelona del 1700” [La lengua de la documentación notarial de la Barcelona de 1700], de Xavier Cazeneuve, donde se muestra que el castellano era prácticamente inexistente en los documentos anteriores a 1714 para ser anecdótico después, simplemente por el hecho de que la gente no conocía la lengua de Castilla. Fue necesario todo un programa represivo brutal orquestado hasta el detalle por el absolutismo borbónico para intentar cambiar las cosas y minorizar la lengua catalana.

‘Drogas, dulces y tabaco’

  • Drogues, dolços i tabac
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2010
  • 240 páginas

Drogues, dolços i tabac (2010) es un ejemplo más de lo que constituye la tesis central de toda la colección Barcelona 1700. Los volúmenes de esta serie forman todo un arsenal de documentación que nos permite afirmar, basándonos en fuentes primarias, que la Barcelona de la segunda mitad del XVII no tenía nada de decadente; más bien al contrario: era un núcleo comercial europeo de primer orden. Ello podemos afirmarlo hoy basándonos en una documentación abrumadora y lo explican en detalle los textos de Albert Garcia Espuche, Maria dels Àngels Pérez Samper, Sergio Solbes Ferri, Julia Beltrán de Heredia Bercero y Núria Miró i Alaix. Como en los volúmenes precedentes, se documenta aquí el dinamismo de la ciudad anterior a 1714, a través ahora de la adrogueria o colmado. La palabra “adroguer”, con que se denomina en catalán al tendero del colmado, tiene algo de de exótico y despierta inevitablemente la fantasía; suena de un modo especial al menos para quienes ya han cumplido los cincuenta y conocieron aquel mundo de pequeñas tiendas que parece condenado por los modernos supermercados de ahora. Desde finales del siglo XVI, tenderos de colmado, pasteleros, confiteros, importadores de vinos y aguardientes y vendedores de tabaco (en “estancos”, porque era un monopolio real codiciado, tal como se documenta suficientemente) dieron vida a una Barcelona popular, que ha perdurado hasta hace cuatro días, por así decir. Y el libro nos muestra que la fama de Barcelona como ciudad “de tiendas” y menestral está más que bien fundamentada.

Barcelona ha sido desde muy antiguo una ciudad habituada a vivir bien, y la documentación que se nos aporta en el volumen muestra que, sobre todo en la última mitad del siglo XVII, el nivel de consumo era muy alto y más equitativo de lo que a menudo se había pensado. Si las sociedades antiguas luchaban por la sal, en las ciudades modernas, en cambio, la riqueza y el crecimiento seguramente se pueden medir por el aumento del consumo del azúcar y el tabaco. Pero a un historiador el colmado le interesa porque es, también, un fenómeno económico decisivo. El universo mental del colmado no se limita a los estrechos andurriales de la ciudad, sino que se extiende por todas partes. Por definición, la procedencia de los materiales que el colmado pone a disposición de sus clientes es global. Un tendero de colmado en los tiempos del Barroco y de las Luces era un comerciante que se relacionaba con las colonias americanas y con países que tenían nombres de ensueño. Una ciudad como Barcelona, que consumía quina, palo santo o xina, productos que llegaban a la ciudad atravesando el mar Mediterráneo y los océanos, era un lugar que estaba bien integrado en los grandes flujos de intercambios, capaz de un consumo lo suficientemente potente. No en vano los artículos de colmado acabarían denominándose, con el tiempo, “coloniales”. La ciudad en la que abundan los colmados y donde se come con un cierto nivel de lujo y distinción tiene que estar a la fuerza, antes y ahora, bien conectada al mundo.

El tabaco o el aguardiente no deberían ser considerados tan solo productos comerciales; en la perspectiva de lo que ahora se denomina “la imaginación sociológica”, su comercio y su consumo constituyen sobre todo el síntoma de una red de relaciones sociales muy complejas en la que Barcelona ocupaba un lugar significativo. A partir de la segunda mitad del XVII, hablando en términos muy generales, parece que, por toda Europa, capas cada vez más amplias del ámbito urbano consiguieron pasar de una economía de pura subsistencia a un cierto nivel de consumo suntuario. A lo largo del XVIII aparecen nuevos consumidores entre los pequeños burgueses y quienes hasta hacía dos generaciones se denominaban “menestrales” (concepto que, por cierto, convendría perfilar algún día en su compleja relación con lo que desde finales del XIX hay que considerar “clases medias”). Una característica de esta menestralía trabajadora es su incipiente consumo de productos de un cierto lujo, como el chocolate, el tabaco y el café, antes reservados a aristócratas y clérigos ociosos. Quizás sea cierto que, para los pequeñísimos burgueses catalanes, la tacita de chocolate debía de ser un lujo que señalaba un día especial (un aniversario, una boda), porque el mundo de la pastelería evoca la sofisticación y la complejidad de las relaciones sociales. Hoy como ayer, una ciudad en la que vale la pena vivir tiene buenas pastelerías y mejores cafés.

La pastelería y la confitería a lo largo del XVII se fueron convirtiendo en objetos de consumo, propios en primer lugar de las clases más altas (el rey Carlos tenía un pastelero francés, lo que inspiraba un gran respeto a sus súbditos catalanes), pero cada vez fueron llegando a un público más amplio. Garcia Espuche documenta que, antes de 1663, en un colmado barcelonés se podían encontrar alrededor de 560 artículos diferentes, mientras que después de esta fecha algunas tiendas ofrecían más de ochocientos. Sin embargo, es obvio que el gran consumo que fue novedad en los siglos XVII y XVIII fue el tabaco, ofrecido en formas muy diversas y cada vez más demandado. Lejos quedaban aquellos tiempos en que un acompañante de Colón, Rodrigo de Jerez, fue encarcelado por la Inquisición en Barcelona por fumar en público “porque solo el diablo podía dar a un hombre el poder de sacar humo por la boca”. ¡Diez años de cárcel le costó la broma al pobre Rodrigo, según parece!

Las excavaciones en la Barcelona del Born han permitido reencontrar una gran cantidad de menaje del hogar realmente espléndido en su factura y a menudo importado de todo el Mediterráneo y de los países del norte. Nos han abastecido también de una gran cantidad de pipas de caolí (casi 8.000 fragmentos procedentes tanto de talleres locales como de Inglaterra, de Holanda y de diversos puertos mediterráneos y balcánicos), que muestran hasta qué punto el hábito –¿o tenemos que llamarlo vicio?– de fumar estaba ampliamente extendido entre clases sociales muy diversas. Un interesantísimo artículo de Núria Miró i Alaix, “L’èxit dels nous productes d’adrogueria: xocolata, te, café i tabac” [El éxito de los nuevos productos de colmado: chocolate, té, café y tabaco], repleto de fotografías muy conseguidas, documenta la porcelana fina de la época, las tacitas y mancerinas para el chocolate, las importaciones de mayólica de Génova, de cerámica de Umbría, de porcelana china o imitaciones sirias. Sabemos que entre 1667 y 1675 se importaron a Barcelona casi 70.000 pipas procedentes de Holanda y que una sociedad refinada prestaba una gran atención y cuidado a la pastelería, de modo que en Barcelona florecía una industria de alfareros: jarrones, cántaros, botes, ollas, escurridores y una amplia gama de menaje del hogar era ampliamente consumido, e incluso resulta posible hablar de una incipiente industria de la moda en la ciudad en el ámbito del hogar. El artículo “Adroguers i adrogueries, tot un univers d’objectes” [Colmados y tenderos de colmado, todo un universo de objetos], de Julia Beltrán de Heredia Bercero, acompañado también de fotografías muy interesantes, ofrece al lector una panorámica muy significativa de los hallazgos realizados en El Born en este ámbito doméstico y no dudamos de que cuando se expongan al público provocaran una gran curiosidad.

Maria dels Àngels Pérez Samper aporta al volumen un interesante artículo sobre “La confitura als receptaris” [La confitura en los recetarios], un tema que podría parecer menor, pero que dice mucho no solo acerca del nivel de vida de la Barcelona del Born, sino también acerca de la sensibilidad femenina del período. Que los barceloneses se caracterizaban por ser golosos no parece ninguna novedad; hoy también lo son. Las recetas que copia en su texto (“per fer olletas de guindas” [para embotar guindas], “per fer conserva de codonys” [para hacer conserva de membrillo], “per fer marçapans” [para hacer mazapanes], etc.) constituyen el testimonio vivo de la actividad cotidiana de tantas y tantas mujeres anónimas que, todo hay que decirlo, sabían leer y escribir y se consideraban obligadas a transmitir su saber a hijas y nietas. Además, el lector ha de saber que puede seguir en casa las recetas que nos propone la profesora Pérez Samper, porque, por lo que parece, la técnica de las conservas y confituras no ha cambiado mucho en tres siglos…

Pero quizás el artículo más significativo sea el que Sergio Solbes Ferri dedica a “Una cita con el monopolio del tabaco en España”, que permite seguir el desarrollo del estanco general de tabaco, un puntal básico para las finanzas del Estado absolutista, que había empezado en el año 1636 en Castilla para ir imponiéndose paulatina, pero indefectiblemente, por toda España. En Cataluña, el estanco definitivo del tabaco vino de la mano de la Nueva Planta, pese a que las aventuras del impuesto sobre el tabaco son muy anteriores, porque ya en el año 1655 el Consejo de Ciento lo había gravado con el fin de sanear las finanzas de la ciudad, lo que provocó, por cierto, un revuelo extraordinario. Significativamente, el monopolio del tabaco conllevó que el fumador barcelonés pasara de poder elegir entre más de cincuenta variedades antes de la Guerra de Sucesión a tener que conformarse con el abastecimiento de la fábrica de Sevilla, lo que provocó el consiguiente contrabando. Nada nuevo bajo la capa del sol.

Fiestas y celebraciones

  • Festes i celebracions
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2010
  • 310 páginas

El volumen dedicado a fiestas y celebraciones (2010) de Barcelona 1700 incluye artículos de Albert Garcia Espuche, Henry Ettinghausen y Lluís Calvo con Josep Martí, que inciden en la tesis general de la colección: antes de 1700 Barcelona era una ciudad abierta y medianamente feliz, en la que la fiesta religiosa o profana (e incluso la fiesta de tipo más estrictamente político) era ocasión, paradójicamente, para reforzar los vínculos de convivencia y en la que la pugna política a menudo aprovechaba casi estratégicamente la celebración lúdica.

Es de sobra conocido en el ámbito de la antropología urbana que la fiesta, lejos de ser ocasión de desenfreno, constituye un testimonio muy pautado de la civilidad: la fiesta integra en la medida que permite una transversalidad social que el trabajo cotidiano niega. El artículo “Una ciutat de festes” [Una ciudad de fiestas], de Garcia Espuche, que dedica gran parte del texto al estudio del Carnaval, hace, no obstante, una afirmación de gran relevancia para el estudio de la red de relaciones urbanas. Si su tesis es correcta, sería el papel de los gremios y las cofradías como organizadores de las fiestas el elemento que les habría dado una significación propia, frenando la posibilidad de alborotos y bullas por parte de grupos supuestamente conflictivos. La autonomía de la ciudad era, al mismo tiempo, la garantía del orden. Al fin y al cabo, espacios como El Born no dejaban de ser “plazas mayores”, muy lejos de cualquier espacio aristocrático. Barcelona, ayer como hoy, tenía pocos espacios para la escenografía del poder.

Un tema significativo, abordado también por Ettinghausen en “Barcelona, centre mediàtic del segle XVII” [Barcelona, centro mediático del siglo XVII], es el de la pugna entre autoridad religiosa y autoridad civil por el control de la fiesta. Tanto las pequeñas publicaciones que se imprimían en ocasión de las fiestas de canonización o de las visitas de personajes significativos a la ciudad, como la normativa oficial de las cofradías (pero de ninguna manera su práctica) ponen de manifiesto que las fiestas en honor de los patrones tenían menos de religioso que de lúdico y las repetidas prohibiciones son en sí mismas una clara expresión del fracaso de la represión.

Juegos, trinquetes y jugadores

  • Jocs, triquets i jugadors
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2009
  • 237 páginas

En Jocs, triquets i jugadors (2009), tercer volumen de la colección Barcelona 1700, se nos presentan tres extensos artículos, los dos primeros de más de cien páginas cada uno, a cargo respectivamente de Albert Garcia Espuche, que describe “Una ciutat de triquets i jugadors” [Una ciudad de trinquetes y jugadores]; Paloma Sànchez y Esther Sarrà, que presentan “Naips, l’origen. Una aproximació” [Naipes, el origen. Una aproximación], y Julia Beltrán de Heredia Bercero, que, con Núria Miró i Alaix, documenta los hallazgos arqueológicos realizados en El Born en este ámbito en el artículo “Jugar a la Barcelona dels segles XVI-XVII: objectes de joc i joguines trobats a les excavacions de la ciutat” [Jugar en la Barcelona de los siglos XVI-XVII: objetos de juego y juguetes encontrados en las excavaciones de la ciudad].

Cualquiera que esté interesado en las formas de socialización sabe que hoy como ayer, el juego –si queremos ser más modernos, llamémoslo “el deporte”, pese a que la palabra es de finales del siglo XIX y resulta anacrónico usarlo en el contexto dieciochesco– no tan solo “desata pasiones”, sino que es un formidable campo de relación social. A través del juego, y de las apuestas que siempre han ido vinculadas a él, podemos darnos cuenta (como en el caso de las fiestas) de cómo los diversos grupos sociales marcan un territorio, cómo se mueven las transacciones económicas y cómo la ciudad es capaz de recoger y hacer suyas una gran cantidad de influencias foráneas. En palabras de Garcia Espuche: “El juego muestra, como lo hacen otros ámbitos, que la capital catalana era un lugar de recepción de elementos culturales foráneos, pero también de creación y de difusión de algunos otros de gestación local.”

Por la propia naturaleza efímera de sus materiales, el ámbito del juego cuenta con muy pocos testimonios directos y aún con menos imágenes. En Barcelona no se conserva ningún dibujo o pintura de la época que represente elementos de juego, lo que resulta fácil de comprender si se recuerda que “juegos de manos, juegos de villanos”, y que los consumidores de pintura eran los grupos de nobles o gente adinerada. Tampoco la cultura material se valoraba socialmente y por eso las muñecas, y los juguetes de la época en general, como las cartas, los billares o las pelotas de los trinquetes, las conocemos más por descripciones –y por las prohibiciones gubernativas– que por materiales conservados en manos de coleccionistas. Pero a través de documentos notariales, y por los inventarios post mortem, sabemos que la gente tenía habitualmente en casa “cartas de jugar” y a veces, aunque más escasamente, ajedrez.

Las Constituciones Sinodales de 1673 ordenaron que “en los portals, parets y pòrtics de las Iglesias de la present Ciutat” [en los portales, paredes y pórticos de las Iglesias de la presente Ciudad] no se pudiesen vender “muñecas de barro”, que eran el juguete barato de las criaturas. Nos son conocidos también los problemas derivados de las “pedradas” (peleas a piedras no entre chicos de diversas calles, sino organizadas y reglamentadas), e incluso algo sabemos de las trampas del juego de cartas y la manipulación de los dados. Al fin y al cabo, los trileros de la Rambla tampoco son un invento de hoy y se encuentran en todas las ciudades marítimas. Del juego inocente de la chiquillería al vicio, asociado a la taberna y la prostitución, este libro documenta una parte importante de la vida lúdica y festiva de los barceloneses del XVII y principios del XVIII.

Según informaba Miquel Ribes, un natural de Granollers que visitó Barcelona durante el Carnaval de 1616, los barceloneses “jugan a polla/ pilota, argolla/ i passa Déu” [juegan a polla / pelota, argolla / y passa Déu]. Se denominaba “polla” a la cantidad de dinero que se ponía sobre la mesa en el juego de cartas; la pelota es el jeu de paume francés, antecedente del tenis, y la argolla vendría a ser un juego a medio camino entre el criquet y el golf. Del passa Déu no se ha podido establecer la filiación. Desde 1682 hay documentados billares en Barcelona. Se denominaba “trinquetes” a los lugares habilitados para juegos (no necesariamente de pelota, como los actuales en Valencia). El trinquete no era un juego, sino un espacio lúdico, a veces con prostitución más o menos encubierta; Garcia Espuche ha localizado veintiuno y había como mínimo uno, la Casa de la Lleona, claramente aristocrático y austracista, por lo que fue clausurado por los felipistas.

Un caso interesante es el del joc de l’auca (una de cuyas variantes es nuestro juego de la oca), que seguramente nació en Florencia hacia 1580. Se sabe que Luís XIII de Francia lo jugaba de niño en 1612. En Cataluña, hacia el año 1675 el impresor de Moià Pere Abadal imprimió un primitivo joc de l’auca, con casillas blancas y dibujadas. Pero puesto que la historia da sorpresas, parece que de esta “auca” deriva también el juego de la ruleta. En definitiva, cuando se estudia la historia de la gente sin historia, lo que se descubre es que nuestros antepasados del Setecientos, lejos de ser gente huraña y de pasar su tiempo en las iglesias y oliendo a cirio, eran gente muy divertida y vitalista.

No puede extrañar, por tanto, que –como pasa hoy y como pasará siempre– las autoridades de los siglos XVII y XVIII expresasen un claro deseo de control sobre el juego, en la medida en que podía ser un lugar de alborotos, de trampas y de vicio. El papel del juego, de su extensión y de los sistemas de control que se generan en torno a él (incluso de los problemas de orden público que pueda comportar), es un excelente espejo de las tensiones sociales. La tesis de Garcia Espuche, según la cual el juego no generaba tensiones sociales, sino que su alrededor convivían “una ciudad alta, noble y pasiva, una ciudad baja, comercial y activa; una ciudad levítica silenciosa y reverencial, y una ciudad popular, comedidamente entregada a los vicios”, permite una excelente aproximación a lo que era la segmentación social de Barcelona en la Edad Moderna.

Danza y música

  • Dansa i música
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2009
  • 326 páginas

El volumen Dansa i música (2009), de la colección Barcelona 1700, ha sido redactado por Albert Garcia Espuche, Josep Borràs i Roca, Joan Pellisa i Pujades, Josep Dolcet, y Carles Mas i Garcia, e incluye, además, la transcripción del manuscrito inédito –conservado en el Arxiu Històric de la Ciutat– Memòria de les danses, de Josep Faust de Potau i de Ferran (1701), a cargo de Joaquim Albareda. Hay que decir que este texto, que se ha rescatado ahora, es de una importancia excepcional y que, en estos últimos tres o cuatro años, ha tenido una gran repercusión en el ámbito del ballet en toda Europa, porque es uno de los pocos documentos en los que se detalla la manera de bailar toda una serie de danzas cultas. La transcripción de los pasos de danza que el noble Potau había aprendido del maestro barcelonés Francesc Olivelles forma parte ya del repertorio de algunas compañías y es de esperar que, más pronto que tarde, alguna de estas coreografías pueda verse en nuestros escenarios.

La danza académica junto con el esgrima fue un elemento central en la socialización de los nobles y de la alta sociedad del Setecientos, como explica Josep Dolcet en un documentado artículo de este volumen, “L’expansió de la dansa d’escola” [La expansión de la danza de escuela], que precede a la edición del manuscrito. Entre 1603 y 1721 se contabilizan en Barcelona ni más ni menos que 35 maestros de danza, que es una cifra realmente impresionante para una sociedad demográficamente limitada. Dolcet sugiere, no obstante, que los maestros de danza catalanes, que al fin y al cabo se ganaban la vida en una sociedad con una nobleza muy exigua y lejos de la Corte, “han estado probablemente en contacto con capas muy amplias de la sociedad”; sus clientes son la burguesía enriquecida, los comerciantes con ganas de montar un sarao, y los jóvenes tarambanas que buscan casarse. El dato es muy significativo porque permite establecer sociológicamente que en Barcelona a lo largo de los siglos XVI y XVII había un cambio social en marcha: si hay maestros de danza, ello significa que existen unas capas sociales enriquecidas que dan nuevas salidas a su socialité. Cualquier interesado en las formas de sociabilidad del Antiguo Régimen encontrará una documentación exhaustiva sobre esta cuestión en las páginas del libro. Pero en el mundo preindustrial la música no era tan solo privilegio de nobles o acompañamiento de funciones religiosas, sino que inundaba toda la ciudad. El papel de los maestros de capilla y de la música religiosa no era, en la Barcelona de 1700, tan decisivo como se había creído, puesto que también se contaba con una abundante tradición musical de raíz popular, pero no por ello ha de ser menospreciado.

La música, como es bien sabido, posee una característica sorprendente y extraña: es capaz de despertar un aspecto inconsciente, profundo y casi irracional de la personalidad humana que marca el carácter y el talante de los individuos. Si quien canta su mal espanta, la música acompaña (“da ritmo” si se quiere) a los latidos urbanos, acentúa las relaciones personales, y pone solfa y contrapunto a la vida y la muerte. Sabemos con certeza que todas las ciudades antiguas tenían en la música un elemento de socialización fundamental. No puede olvidarse el papel de “lubricante social” que posee la fiesta en el ámbito tradicional. El ritmo de las campanas marcaba el latido de las ciudades y las fiestas religiosas o civiles iban acompañadas de músicas y bailes. Los vecinos de los diferentes barrios contrataban a grupos musicales (y muchas veces los formaban), que actuaban en fiestas mayores, fiestas de los gremios y encuentros familiares. En la ciudad antigua, la música no era nunca “música de fondo”, sino melodías de trabajo e invitación a la socialización y la fiesta. Hasta que con la Revolución Industrial el ruido de los telares ahogó las canciones urbanas, la música constituyó un elemento perfectamente central en la convivencia. Abundan por todas partes los testimonios de los habitantes de las grandes ciudades europeas que, sobre todo en los años centrales del siglo XIX, afirman que el ruido de las fábricas había silenciado las canciones de los ciegos, o las voces de las mujeres que cantaban mientras tendían la ropa. Incluso en el siglo XX, en la durísima posguerra civil, Manuel Vázquez Montalbán escribió páginas ya clásicas sobre el papel de la música y de las canciones de la radio en la sensibilidad popular.

Según se desprende de la investigación del volumen que comentamos, Barcelona fue en el tránsito del siglo XVI al XVII “una ciudad de danzas y guitarras”, con carnavales animados y organizados “por barrios”, con autonomía en el gasto, y nacidos muy a menudo directamente desde abajo. Garcia Espuche recoge un texto del cronista Miquel Ribes, que en 1616 escribe a propósito del Carnaval: “La gent que balla/ a vela i rem/ molt en extrem,/ com és costum/ ab gran tum tum/ de tamborins;/ vells i fadrins/ i menestrals,/ en dies tals/ tothom fa festa.” [La gente que baila/ a vela y remo/ mucho en extremo,/ como es costumbre/ con gran tan tan/ de tamboriles;/ viejos y mozos/ y menestrales,/ en días tales/ todo el mundo está de fiesta]. En Barcelona, las guitarras eran “el instrumento de los mozos”, y la vida de taberna no dejaba de ser preocupación de los bienpensantes y de las autoridades eclesiásticas, que la miraban de mal ojo; la incitación al pecado (juventud, música y taberna) estaba en el centro de las preocupaciones de los poderes públicos ayer, como lo está hoy.

Josep Borràs, en un documentado artículo sobre “Els instruments musicals i els seus constructors” [Los instrumentos musicales y sus constructores], describe los talleres de construcción de instrumentos barceloneses del XVII “que disponen de una base tecnológica que poco tiempo antes habría resultado inaudita”, donde desde 1556 existía un gremio propio (el de los torneros) que fabricaba desde flautas y chirimías hasta oboes y fagots. Barcelona contaba con una cobla de ministrils (el antecedente de la orquesta de la ciudad) que actuaba en recepciones oficiales, procesiones y actos públicos, así como en oficios de días santos especialmente solemnes. Nos explica incluso con cierto detalle la organización de los trompeteros de la ciudad (cerca de una docena de integrantes) que Barcelona tenía “en nómina”, igual que ciudades como Bolonia, Nápoles, Florencia o Amberes. También Joan Pellisa, además de aportarnos documentación muy interesante sobre los lutieres de la época, documenta de un modo exhaustivo la vinculación entre los gremios de carpinteros y los músicos de la ciudad.

Obviamente, en una ciudad del peso de Barcelona no podían faltar estirpes de organistas, y en este sentido el artículo de Josep Borràs recupera la información que nos aportan dos libros muy significativos para la cultura musical del siglo XVIII: Guía para los principiantes (1720), de Pere Rabassa (Barcelona, 1683-Sevilla, 1767), y Mapa armónico, de Francesc Valls (c. 1671-1747), maestro del anterior, maestro de capilla en la catedral de Barcelona entre 1709 y 1726.

Pero quizás para un lector curioso y no profesional de la música lo más significativo del volumen se encuentra entre las páginas del artículo “Músiques de la Barcelona barroca [Músicas de la Barcelona barroca] (1640-1711), de Josep Dolcet, que documenta el mundo de la música de los maestros de capilla, acólitos y organistas y, sobre todo, el nacimiento de la ópera en Cataluña en la corte real de Carlos III el Archiduque. La ópera italiana es la gran novedad de la época y los Dietaris de la Generalitat dejan constancia de que tras la boda del rey y “acabats els besamans dels Comuns anaren Ses Magestats a veure una ópera italiana que es representaria en la casa de la Llotja de Mar” [acabados los besamanos de los Comunes fueron Sus Majestades a ver una ópera italiana que se representaría en la casa de la Lonja de Mar]. El lector no puede dejar de imaginarse la escena. Seguramente sería conveniente profundizar en la relación entre los músicos catalanes e italianos de la Corte y algún día quizás tendremos más información sobre la vinculación del compositor catalán instalado en Italia Domènec Tarradellas con el ambiente austracista. Pocos catalanes saben que las obras de Tarradellas, que hoy se están reeditando, se consideraba que estaban a la altura de las más importantes de Europa –tanto que incluso Diderot habla de ello en El sobrino de Rameau. En cualquier caso, la lectura del volumen no deja lugar a ningún tipo de duda: ¡Barcelona ha sido una ciudad sofisticada y musical desde hace siglos! Y quiere seguir siéndolo.

Jardines, jardinería y botánica

  • Jardins, jardineria i botànica
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2008
  • 229 páginas

Jardins, jardineria i botànica (2008) es el primer libro de la colección La Ciutat del Born. Barcelona 1700, una serie que ha publicado hasta ahora diez volúmenes bajo un doble propósito: el de dar a conocer y situar los hallazgos que se han realizado en la excavación del Born y el de situar la Barcelona de los siglos XVII y XVIII a partir de la microhistoria y de una minuciosa comprensión de la vida cotidiana, especialmente a partir de los archivos notariales y gremiales. Participan en este primer libro Albert Garcia Espuche, Montse Rivero Matas, Josep M. Montserrat Martí y Neus Ibáñez Cortina. El volumen se cierra con la transcripción, a cargo de X. Cazeneuve, del manuscrito anónimo de 1703 Cultura de jardins per governar perfetament las flors, arbres y plantas per la constel·lació de Barcelona [Cultura de jardines para gobernar perfectamente las flores, árboles y plantas para la constelación de Barcelona], un auténtico manual de jardinería, obra de un buen aficionado, que describe con todo detalle el mundo de las flores y las plantas “per a qui vol un jardí ab bon consert y polit” [para quien quiere un jardín bien compuesto y arreglado]. Este texto va precedido por un interesante artículo de Montse Rivero, “Cultura de Jardins. Les anotacions d’un jardiner” [Cultura de jardines. Las anotaciones de un jardinero], que nos permite saber, por ejemplo, que en el clima de Barcelona (un poco más frío que el actual) se podían cultivar naranjos y limoneros sin ningún tipo de protección invernal.

Es significativo que al inicio de la Edad Moderna aparezca el concepto de jardín contrapuesto al de huerto. Un jardín es un espacio dedicado a la flor ornamental, con cierta organización arquitectónica de los espacios y con una finalidad de solaz. El huerto, en cambio, es un espacio de agricultura de subsistencia, alimentaria, y a menudo sirve como entretenimiento a personas de edad que no pueden salir al campo. El jardín, de modelo versallesco, italiano o centroeuropeo, siempre ha tenido una función simbólica y marca un estatus; nos habla de la sensibilidad urbana y cortesana. El huerto, en cambio, nos habla de la difícil subsistencia en sociedades rurales, cerradas y con frecuencia agitadas por el espectro del hambre. El jardín es urbano y el huerto, en cambio, es periurbano.

Hay algo de íntimo e infranqueable en el jardín, de modo que recluirse en el hortus conclusus, en el “jardín secreto”, ajeno al ruido del mundo, fue a menudo en los literatos clásicos el gesto y la metáfora exacta del alma sensible. No sabemos cómo era el Jardín de Epicuro, modelo de armonía y amistad por excelencia a lo largo de los siglos, pese a que consta que se acercaba más al huerto que a lo que hoy identificaríamos como un espacio de ocio. Pero el tópico del hortus amoenus pagano (mezcla de biblioteca y jardín, en una carta de Cicerón) duró poco a manos de los bárbaros y no reapareció hasta el Renacimiento. Los cristianos medievales y los primeros humanistas que, como Petrarca y Boccaccio, veían la naturaleza como un espacio peligroso, reconstruyeron (quizás a partir de una matriz árabe) toda una mitología de las flores y el jardín que les servía como espacio de placer, de entretenimiento y de relación social. El laberinto era, al mismo tiempo, un símbolo y un juego de sociedad.

Saber que Barcelona fue a lo largo de los siglos XVII y XVIII una auténtica “ciudad de jardines”, a la que se importaban flores de todas partes y se creaban variedades autóctonas de tulipanes, significa como mínimo tres cosas: que no era una ciudad densamente poblada (la densificación de la ciudad fue una más de las consecuencias de la derrota de 1714), que era una ciudad amable y rica, con gente lo suficientemente sofisticada como para disponer de tiempo y dinero para dedicarlos al ocio cum dignitatem y que era una ciudad bien conectada con el mundo, a la que llegaban frutos y semillas que los jardineros hacen crecer. Pere Serra Postius aún podía describir (entre 1734 y 1748) los huertos de la Fusina, cercanos a la Ciudadela, diciendo que “se dubte que en altre part del món hi agués passeig més alegre y deliciós” [se duda de que en otra parte del mundo hubiera paseo más alegre y delicioso]. Las aguas del Rec Comtal garantizan un abastecimiento continuado a la ciudad y nos consta, tal como describe en detalle este mismo volumen, que para un gran número de comerciantes el “huerto para regalarse” era un pequeño lujo al alcance.

Si la jardinería es un sinónimo de la civilidad y la flor es una expresión de buen gusto, no hay duda de que la Barcelona que cultivaba “huertos para regalarse” con plantas de anís, lavanda, toronjil o romero en las casas tenía que ser un lugar eminentemente civil. La derrota de 1714 no fue tan solo un descalabro político e institucional. Como siempre sucede en todas las guerras, significó, además, un descalabro en la civilidad.